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sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 33



—Si no le molesta mi atrevimiento, lord Tremaine, creo que mi hija Consuelo sería una espléndida marquesa para usted —dijo la señora de William Vanderbilt, nacida Alva Erskine Smith.

—No me molesta en absoluto —dijo Peter—. Todo el mundo sabe que me han gustado sobremanera las mujeres atrevidas. No obstante, tengo casi el doble de edad que la señorita Vanderbilt y, la última vez que lo comprobé, todavía seguía estando muy casado.

—Caramba, señor, es usted todo un caballero —ronroneó la señora Vanderbilt. No obstante, sus modales de bella sureña no lograban ocultar del todo su férrea determinación—. Pero, según numerosas fuentes dignas de crédito, a ambos lados del Atlántico, quizá no siga casado mucho más tiempo.

«Se debe a que es joven y antes era un don nadie empobrecido. Dé por sentado que a partir de ahora le lloverán las propuestas.» Después de casi once años, la predicción se estaba haciendo realidad. No era la primera vez que la señora Vanderbilt abordaba aquel asunto en las últimas semanas. Tampoco era la primera ni la segunda ni la tercera matrona con una hija casadera que insinuaba que su preciosa niña era la candidata perfecta para él.

Durante toda la cena, la primera que daba desde su regreso de Inglaterra, se había sentido como en un escaparate, como si fuera una oca cebada a punto de ser convertida en foie gras. Las sonrisas de las mujeres eran demasiado brillantes, demasiado obsequiosas. Hasta los hombres con los que había compartido cigarros, whisky y operaciones empresariales durante los últimos diez años lo miraban de manera diferente, con la clase de calurosa aprobación que era mejor reservar para las amantes de dieciséis años.

—Bien, dígame, milord, ¿vendrá a cenar el próximo miércoles? —prosiguió la señora Vanderbilt con su acento sureño—. Me parece que no ha visto a Consuelo desde hace sus buenos seis meses y se ha vuelto mucho más guapa y elegante y...

Las puertas del salón se abrieron, de hecho se separaron como si las hubiera empujado un ciclón. En el umbral apareció una mujer con un perro. El perro era pequeño, bien educado y estaba adormilado, acurrucado en el brazo de la mujer. La mujer era alta, altiva y arrebatadora, con su voluptuosa figura metida dentro de una envoltura de terciopelo rojo carmín, la garganta y el pecho reluciendo con rubíes y diamantes salidos del tesoro de un marajá. E, incongruentemente, también exhibía un anillo con un zafiro muy humilde en la mano izquierda.

—Pero ¿quién es esa mujer? —preguntó la señora Vanderbilt, a la vez irritada y fascinada.

—Esa mujer, mi querida señora Vanderbilt —respondió Peter, con un júbilo que no podía ni quería disimular—, es mi señora esposa.


Nunca en toda su vida se había sentido Lali tan vulnerable, allí de pie ante unos desconocidos... y un esposo que esperaba a otra mujer dentro de una hora.

Ya había reservado una suite para el viaje de vuelta en el Lucania y telegrafiado a Goodman para que tuviera preparada la casa en Park Lane. En el escritorio de la habitación del hotel había un cable para la señora Espósito —«Tremaine sale con la gran duquesa Martina, nacida Stoessel»—, pero por alguna razón no había podido enviarlo, no podía admitir aquella derrota final, no sin una última carga colina abajo, llena de gallardía y, en gran medida, condenada al fracaso.

Ahora todas las miradas estaban fijas en ella, incluida la de Peter. Había sorpresa en su cara, una cierta diversión y luego una indiferencia que no auguraba nada bueno para sus posibilidades. Esperó que reconociera su presencia, que le lanzara, por lo menos, unas palabras de saludo. Pero excepto unas pocas palabras inaudibles dirigidas a la mujer sentada junto a él, no dijo nada, dejando que saltara al precipicio ella sola.

Recorrió el salón con la mirada.

—Sinceramente, Tremaine, esperaba algo mejor de ti. La decoración es tan obvia que resulta espantosa.

Una exclamación colectiva reverberó contra el alto techo.

Peter sonrió, con una sonrisa serena que, sin embargo, despertó de nuevo sus esperanzas.

—Milady Tremaine, recuerdo claramente haberte informado de que la cena era a las siete y media. Tu puntualidad deja mucho que desear.

—Hablaremos de mi puntualidad o de la falta de ella más tarde, en privado —dijo ella, con el corazón desbocado—. Ahora, ¿me presentas a tus amigos?


Lady Tremaine no recordaba exactamente quién era un Astor, quién un Vanderbilt y quién un Morgan. Pero no importaba. Tenía fortuna, algo que admiraban, y un título, algo que codiciaban. Su temperamento encajaba perfectamente con la flor y nata de la aristocracia americana, ambiciosa, resuelta y llena de energía; su independencia le ganaba la aprobación de las esposas, varias de las cuales sentían simpatía hacia las sufragistas.

Los hombres estaban embobados, incluido Peter.

Había habido mucho aflojarse las corbatas, disimuladamente, cuando ella —«más tarde, en privado»— le había ordenado, sin confusión alguna, que la follara hasta no poder más. La energía sexual que emanaba era palpable; la reacción que provocaba en él era absolutamente atroz. Ninguna otra mujer se le acercó durante el resto de la noche; hasta las ciegas podían ver que mantenía una conducta civilizada solo por los pelos, que si no se esfumaban, cometería coito público, delante de sus mismos ojos... con su propia esposa.

Al final, ella hizo algo casi igual de escandaloso. Precisamente a las once, se separó de los invitados y se situó en el centro del salón.

—Ha sido encantador conocer a la mejor sociedad de Nueva York, sin ninguna duda. Pero si me perdonan, he tenido un largo viaje y ya no me siento a la altura de la compañía. Señoras y caballeros, mi reposo me reclama. Buenas noches.

Y diciendo esto, se marchó con la complicada cola de su vestido oscilando majestuosa, dejando atrás a un grupo sin habla, las señoras abanicándose con demasiada energía, los hombres con aspecto de estar dispuestos a ceder la mitad de sus empresas solo por poder seguirla, pisándole los talones de sus zapatos de noche en gamuza negra.

—¡Ay de mí! —dijo Peter, manteniendo un tono ligero—. Parece que he faltado completamente a mis deberes conyugales de gobierno y disciplina. A partir de ahora, dedicaré la mayor parte de mi tiempo y energía a este nobilísimo empeño.

La mitad de las mujeres se ruborizó. Tres cuartas partes de los hombres carraspearon. En el minuto siguiente, empezaron las despedidas y el salón se vació a una velocidad récord.

Peter subió de dos en dos los escalones, entró a la carga en sus aposentos y abrió de golpe la puerta de su dormitorio. Ella estaba tumbada boca abajo, con las mejillas apoyadas en la palma de las manos, examinando su ejemplar del Wall Street Journal... completamente desnuda. Aquellas piernas, aquellas regias nalgas, la curvatura del pecho, redondo y apretado bajo la parte inferior del brazo, y aquella cabellera suelta por la espalda. Su deseo carnal, ya en ebullición, estalló.

Ella ladeó la cabeza y sonrió.

—Hola, Peter.

Él cerró la puerta detrás de sí.

—Hola, Lali. Qué sorpresa verte aquí.

—Bueno, ya sabes cómo son estas cosas. Oportunidades de inversión, etcétera, etcétera.

—Te ha llevado demasiado tiempo —gruñó él—. Estaba a punto de contratar a unos secuestradores de perros.

Ella se pasó la lengua por los dientes.

—¿Merecía la pena esperar?

¡Dios del cielo! Apenas podía seguir de pie.

—Has sido incalificablemente descarada delante de mis invitados. Me parece que has destruido mi reputación de persona íntegra y seria.

—¿De verdad? Lo siento muchísimo. Debo aprender a ser una esposa mejor. Si me dejas que practique un poco más... —Se volvió, poniéndose de espaldas y deslizó un nudillo por el labio inferior—. ¿No quieres venir a la cama y dejarme embarazada?

Estuvo en la cama y dentro de ella en una fracción de segundo. Ella era toda fuego infernal y suavidad celestial, aferrándose a él, rodeándolo apretadamente con las piernas, con sus descarados gemidos y suspiros enloqueciéndolo de deseo.

Él temblaba, se estremecía y convulsionaba, el control del que tanto alardeaba se hizo pedazos mientras llegaba al final sin parar en su intento de dejarla embarazada.


—¿Me vas a reconvenir por mi falta de puntualidad? —preguntó Lali más tarde, todavía casi sin respiración, echada con la cabeza apoyada en su brazo.

—Por eso y por tu absoluta falta de respeto hacia la belleza y esplendor de las estancias públicas de mi casa.

—Me gustan. Se acomodan muy bien a mis gustos de advenediza. —Por contraste, la zona privada, que albergaba su colección impresionista, era elegante y serena—. Quería encontrar algo que decir que dejara clara, de inmediato, mi excentricidad inglesa.

—Me parece que lo has conseguido más allá de lo que podías esperar —dijo él—. Hablarán de esta noche durante años y años, en especial si te pones de parto dentro de nueve meses.

Ella sonrió para sí.

—Te crees muy viril.

—Sé que soy muy viril. —Le besó el lóbulo de la oreja—. Esperemos que la segunda vez todo salga bien.

Ella no captó de inmediato el significado de sus palabras. Cuando lo hizo, intentó sentarse. Él se acababa de referir, indirectamente, a su primer embarazo, que había acabado en aborto. Pero ella nunca se lo había dicho a nadie, ni siquiera a su madre. Lo había ocultado, junto con su desesperado amor, en lo más profundo de su corazón, prisionero secreto dentro de la mazmorra, cuyo entrechocar de cadenas y gemidos de desesperación solo ella oía a media noche.

—Lo sabías —murmuró.

No debería estar tan sorprendida. Era una tontería creer que su madre no lo había averiguado y que, una vez lo supo, no se lo habría dicho a Peter con la esperanza de obligarlo a reaccionar.

—Solo lo supe muchos años después. El día que me enteré me emborraché. Creo que destrocé toda mi colección de maquetas de barco. —Suspiró, mientras le alisaba un mechón de pelo entre los dedos—. Pero puede que fuera por celos, porque tu madre mencionó el aborto en el mismo párrafo en que invocaba el nombre de lord Wrenworth.

Ella se tumbó de nuevo, de cara a él.

—¿Tú? ¿Celoso? Si estás con una mujer diferente cada vez que me doy media vuelta.

—Culpable de todos los cargos en Copenhague. Pero no me acosté con nadie en París.

Lo que ella quería saber en realidad era qué había estado haciendo con la señorita Stoessel. Pero aquella información sobre París la hizo aguzar el oído.

—Entonces, ¿quién era aquella mujer que fue a verte ya bien entrada la noche?

—Una actriz en ciernes de la Opera. La contraté para que llamara a mi puerta y se quedara en mi apartamento unas horas, para que tú supusieras lo peor y sufrieras tanto como yo. Pero no la toqué, ni a ella ni a ninguna otra mujer. Te fui fiel, por si te sirve de algo, hasta que supe que tú tenías un amante.

Esto significaba que fue célibe durante, por lo menos, dos años y medio después de dejarla.

—¿Por qué? ¿Por qué me fuiste fiel? —preguntó asombrada.

—Bueno, no tenía tiempo. Al cabo de pocas semanas de mi llegada a América, había solicitado unos préstamos tan astronómicos que apenas podía comer ni dormir por miedo a no poder devolverlos. Me levantaba a las cinco de la mañana y nunca me acostaba antes de la una. —Hizo una mueca al recordarlo y luego le sonrió—. También se podría decir que no tenía ninguna intención. Te quería a ti. Quería irrumpir de nuevo en tu vida algún día, siendo el doble de rico que tú, si era posible. Imaginaba reencuentros decadentes, histriónicos, y desperdicié un río de esperma masturbándome con esas fantasías.

Conocía el significado de la palabra; era lo que los cristianos estrictos trataban de prevenir mediante un régimen riguroso de prácticas deportivas que dejaran a los hombres y chicos ingleses demasiado exhaustos para nada que no fuera dormir como troncos... aunque estaba segura de que nunca la había oído decir en voz alta antes de ese momento. Pensaba que era una palabra obscena, pero la manera en que él la pronunció, como si fuera la cosa más natural del mundo, hizo que le bailaran imágenes voluptuosas delante de los ojos.

Si no hubiera estado ya desnuda, se habría arrancado la ropa y se habría lanzado sobre él. Le cogió una mano y frotó el interior húmedo de su labio inferior contra los callos de la palma.

—Cuéntame una de esas fantasías.

Él le lanzó una mirada lujuriosa.

—Solo si me prometes que tomarás parte en ella.

Ella inclinó la cabeza, con la debida humildad.

—Bueno, me he prometido a mí misma que sería la esposa más complaciente que ha existido jamás.

Él sonrió con picardía.

—Oh, esto se pone cada vez mejor.


En los espacios de tiempo entre la realización de sus inventivas —y a veces muy poco ortodoxas— fantasías, Lali y Peter hablaron de los hijos que tendrían y de todas las cosas que estaban impacientes por hacer juntos. En Navidad, visitarían a su abuelo en Baviera. En primavera, ella le enseñaría la parte sudoeste de Inglaterra y Gales. Y en verano, si su embarazo no estaba muy avanzado, navegarían por el Egeo y el Adriático en el Amante.

—Llévame a algún sitio donde pueda montar —le pidió—. No me he subido a un caballo desde que me dejaste plantada la primera vez.

—Tengo una casa en el campo, en Connecticut, en una zona muy bonita. Iremos mañana navegando.

Al pensar en sus planes, se acordó de Beckett.

—Tu mayordomo... ¿Sabes que...?

—Fui yo quien le dijo que se marchara lejos de allí. Los dos nos quedamos muy sorprendidos cuando, tres años más tarde, se presentó respondiendo a un anuncio que yo había puesto. De inmediato, me pidió disculpas y dio media vuelta para marcharse. Lo detuve. Todavía no sé por qué. —Peter se encogió de hombros—. A finales de año, hará siete que trabaja para mí.

Cualesquiera que fueran sus razones, se lo agradecía.

—La casa está bien llevada —murmuró—. ¿Qué pasó con su hijo?

—Estuvo en la cárcel, en Liverpool, un par de años y luego se marchó a Sudáfrica, cuando descubrieron oro. Se casó el año pasado.

Lali emitió un nuevo suspiro de alivio. Era una agradable lección de humildad saber que sus pecados no habían impedido que la Tierra siguiera girando ni que otras personas siguieran adelante, bastante bien, con su vida.

Él le resiguió la columna desde la nuca hasta la rabadilla y de vuelta hasta la nuca.

—Háblame de Benjamín. ¿Cómo se tomó tu decisión de no casarte con él?

—Con mucha más elegancia de la que me merecía, eso seguro. Ojalá pudiera arreglar las cosas para que fuera siempre feliz. Pero no te preocupes —añadió, apresuradamente—, lo dejaré en paz, para que viva su propia vida. He aprendido la lección.

—Humm, ¿de verdad? —La besó en el hombro—. Eso es lo que dijiste la última vez que nos acostamos juntos.

Se tumbó de espaldas y le cogió la mano y la puso entre sus piernas.

—Compruébalo tú mismo. Ya no hay nada ahí entre tú y yo.


Lali perdió la cuenta de las veces que hicieron el amor. Demasiadas y, sin embargo, no suficientes. En algún momento de la madrugada, él le preparó el baño y la limpió a conciencia, haciéndola reír y chillar con todas las travesuras que un hombre juguetón podía hacer con una mujer dispuesta, una bañera de agua caliente y un jabón perfumado.

Cuando le llegó el turno de lavarse a él, Lali fue a saquear la cocina en busca de comida. Él se había puesto el batín y estaba secándose el pelo con la toalla cuando ella volvió cargada con una pierna de faisán asado que había quedado de la cena, media barra de pan y un cuenco lleno de guindas.

—Dios mío —exclamó él, dejando la toalla para cogerle la bandeja—. No tenía ni idea de que supieras hacer otras cosas, además de generar beneficios y esclavizar a los hombres.

Ella se echó a reír mientras él dejaba la bandeja encima del enorme arcón de cedro que había a los pies de la cama.

—Pues permíteme que te sorprenda tejiéndote un par de calcetines para Navidad.

Peter sonrió, arrancando un trozo de pan.

—Entonces me veré obligado a construirte una mecedora. Por desgracia mi carpintería está muy oxidada.

La ternura, la más extraña y desconcertante de las emociones, la invadió por completo. Cogió una guinda y se quedó mirando la fruta suave y de un rojo intenso.

—Te quiero.

La última vez que le había declarado su amor, él se lo había tirado a la cara. Esperó, vacilante, su respuesta. No tuvo que esperar ni un segundo. Él se inclinó hacia ella y la besó en los labios.

—Yo te quiero más.

Todo el azúcar de Cuba no podía competir con la dulzura de su corazón.

—¿Más de lo que quieres a la gran duquesa?

—Tonta. —Le revolvió el ya enredado pelo—. Dejé de quererla el día que te conocí.

—Pero la he visto hoy, en tu automóvil. El portero del hotel dijo que siempre va en tu coche. Y tu chófer dijo que volvería a recogerla esta noche, a las once.

—Incorrecto. Irá a recogerla a ella y a los niños a las once, mañana por la mañana, para acompañarlos a la estación del tren. Va a visitar a unos parientes en Washington.

—Entonces, ¿no tenías una aventura con ella?

—La última vez que la besé fue en 1881 y no lo echo de menos. —Una maliciosa sonrisa apareció en sus labios—. Esto explica tu deliciosa agresión. A lo mejor tendría que conservarla a mano, para asegurarme de la prontitud de tu ardor.

—Solo si quieres que Benjamín monte su caballete en nuestro salón.

—No me molestaría mientras yo pueda tomarte encima del piano. —Sonrió—. No puedo mirar el maldito instrumento sin verte tirada sobre él, en todo tipo de posturas lascivas, con tu delicioso trasero en...

Lali le tiró una guinda. Él la cogió y se la comió.

—Casi me olvidaba —dijo, yendo a un escritorio en la habitación de al lado—. Mira la noticia que me han traído esta tarde.

Volvió con un telegrama. Ella se limpió las manos con una servilleta y lo cogió.

QUERIDO SEÑOR STOP SU EXCELENCIA ME CONVENCIÓ PARA IR AL ALTAR STOP NOS CASAMOS AYER STOP PARTIREMOS EN BREVE PARA CORFÚ STOP CARIÑOSAMENTE GIMENA PERRIN

Lali se tapó la boca. Su madre. Duquesa. La esposa del duque de Perrin, nada menos. Sospechaba algo, claro, pero esta boda, esto era algo completamente diferente.

—¿Te das cuenta de lo que significa? —preguntó Peter.

—¿Que ahora tendrá precedencia sobre ti y sobre mí? —Lali meneó la cabeza, encantada y estupefacta a la vez.

—Que dentro de nueve meses el duque de Perrin será abuelo.

Lali soltó una sonora carcajada. La imagen del duque de Perrin convertido, de repente, en el abuelo de alguien era demasiado divertida. Atrajo a Peter y lo besó.

—¿Sabes que eres el amor de mi vida?

—Siempre lo he sabido —afirmó él—. Y tú, ¿sabes que tú eres el amor de mi vida?

Ella apoyó la cabeza en su hombro y se acomodó en él, satisfecha.

—Ahora lo sé.


FIN.

:')

16 comentarios:

  1. Bellísima historia,lástima el tiempo k perdieron ,más x orgullo k x otras razones.
    Gracias Danii!!!

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  2. Ooo lo ame ...
    Espero el próximo .. De verdad me encanto
    @x_ferreyra7

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  3. Ooo lo ame ...
    Espero el próximo .. De verdad me encanto
    @x_ferreyra7

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  4. Ame la historia!!!! Espero el siguiente

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  5. Ayyy me encatooooo
    Querria un epilogo de unos años despues
    Me derreti de amorrr

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  6. me encantooooo!!!! hay epilogo?

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  7. Esos dos locoa cabezas duras, hasta que decidieron a vivir su amor!! :) muy linda nove

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  8. Awwwwwww!!! Que hermooosaaaa novelaaaa 💜

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  9. AYYY chuuu la ame!!! espero con ansias otras de tus increibles adaptaciones

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