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lunes, 6 de abril de 2015

Capítulo 23



31 de mayo de 1893

Como puede ver, señor, tenemos vehículos excepcionales para satisfacer cualquiera de sus necesidades —dijo el nervudo escocés, propietario de «Carruajes Adams, venta y alquiler».

—Es cierto —respondió Peter—. Una mercancía excelente. Estaré fuera de la ciudad un par de días. Cuando vuelva, me decidiré por uno en particular.

—Muy bien, señor —contestó Adams—. Concédanos el honor de llevarlo a casa en uno de nuestros mejores vehículos.

Peter sonrió. Normalmente él también ofrecía salidas en yate, y algunos invitados que nunca habían considerado seriamente la posibilidad de ser dueños de un velero acababan encargándole uno antes de desembarcar. Por lo tanto, apreció la visión del negocio del escocés.

—Será un placer.

—Acompáñeme, por favor.

Un suntuoso landó en negro y oro estaba ya enganchado a u tiro de cuatro y listo para ponerse en marcha cuando ellos salieron, al patio.

—Ah, veo que la señora Creso está aquí hoy —dijo Adams, con un placer evidente.

—¿Cómo dice? —preguntó Peter, seguro de haber oído mal el nombre. ¿La señora Creso? No pudo evitar imaginarse a una cachorrita con una correa de oro y un collar incrustado de diamantes.

—¿Me disculpará un momento, señor Lanzani? —pidió

Se apresuró para ir a saludar a la mujer que estaba a punto de subir al carruaje. Varias vueltas de perlas idénticas caían por encima del torneado pecho. El resto de su cuerpo estaba envuelto en brocado ricamente bordado con hilos de oro. Debajo de su enorme y muy emplumado sombrero, el velo, que le llegaba hasta la barbilla, brillaba al sol con los diminutos diamantes cosidos en él.

La mujer tenía el aspecto exacto que se esperaría de una señora Creso humana. Peter pensó, irónico, que tendría que preguntar a Lali por qué ella, una de las mujeres más ricas de Inglaterra, raramente se vestía de acuerdo a su posición. Eso sería la próxima vez que la viera, claro. A la mañana siguiente de su último apareamiento, la noche del baile en casa de los Carlisle, le envió una nota lacónica, informándole de que no estaría disponible a fines de procreación durante los próximos siete días. Y no la había visto desde entonces.

Hoy era el octavo día.

Adams se deshacía en atenciones con la señora Creso. Atenciones que ella recibía con una altiva condescendencia que a él, evidentemente, le encantaba. Al final, la ayudó a subir al carruaje abierto, se inclinó y volvió con Peter.

—Por lo general, no me gustan mucho las damas cortesanas dijo—. Pero esa tiene algo. Magnífica, ¿verdad? La magnífica señora cogió el perrito faldero que tenía en el lado opuesto de donde estaba Peter y se lo acercó a la cara.

—Magnífica de verdad —afirmó Peter, que había reconocido al perrito gales.

Lali. ¿Qué estaba haciendo alquilando un coche en la empresa de Adams? ¿No tenía suficientes berlinas y birlochos propios? ¿Y por qué, de repente, iba vestida como la querida de un millonario americano?

—Pensándolo bien —le dijo a Adams—, he decidido que lo único que necesito esta mañana es un cabriolé.

El landó alquilado de Lali se dirigió hacia el este, cruzó el puente de Westminster, pasó Lambeth y entró en Southwark. Había tiendas a ambos lados de las calles. Los vendedores ambulantes daban vueltas por la acera, pregonando ginger ale y fresas del West Country. Hombres anuncio, vigilando cansados a los gamberros que les ponían la zancadilla y los hacían caer por pura diversión, hacían publicidad de todo, desde tabaco a píldoras para mujeres.

Las casas tenían un aspecto decente, algunas incluso de gente acomodada. Pero la prosperidad no se extendía más allá del paseo principal. El auto entró en una calle lateral y, al cabo de pocas manzanas, el barrio a duras penas mantenía la respetabilidad.

El carruaje se detuvo delante de un pequeño establecimiento situado entre una mugrienta tienda de comidas, que apestaba a salchicha y cebolla, y la consulta de un médico que no solo prometía curar las enfermedades corrientes y las dolencias femeninas, sino además regenerar el pelo y eliminar la corpulencia.

Había media docena de mujeres de pie en la acera, con dos niños pequeños, esperando. Se alisaron la falda y el pelo con las manos sin guantes, esforzándose por no mirar a la gran señora del landó, sin conseguirlo por completo.

El cochero saltó al suelo, bajó la escalerilla y abrió la puerta. Lali descendió, con el aire de ser más rica que Dios y más fría que Perséfone en la cama de Hades; su vestido de calle, a rayas verdes, y oro, era casi una exhibición escandalosa de color y brillo entre los descoloridos azules y pardos de las mujeres. Mientras se acercaba a la puerta, una mujer de mediana edad, pulcramente vestida, la abrió desde dentro.

Desde el otro lado de la calle en su cabriolé alquilado Peter observaba fascinado. ¿Qué hacía Lali en una calle de Bermondsey que apenas estaba un peldaño más arriba de la sordidez?

Una de las mujeres que esperaban se inclinó para hablar con su hijo, dejando al descubierto, por fin, la pequeña placa de bronce sujeta a la izquierda de la puerta:

PRÉSTAMOS CRESO & Co.
SOLO PARA SEÑORAS

Lali se había ocupado de esta joven y de su hijito cientos de veces; caras diferentes, nombres diferentes, pero siempre la misma historia. Se había enamorado, había pensado que duraría, pero no fue así. Y aquí estaba, desesperada, sin tener donde caerse muerta, entregándose a la merced de una desconocida.

A Lali, la historia seguía dándole escalofríos. Si ella hubiera sido una costurera pobre y sin amigos, ¿no se habría enamorado, quizá, del apuesto aprendiz de panadero de la tienda de al lado? De haber sido sirvienta, quizá también ella habría creído las palabras de amor del hijo de la casa.

Ella había cometido los mismos errores. Sabía lo que era estar sola y desesperadamente enamorada. Lo que era abandonar a sabiendas el sentido común.

La señorita Shoemaker era una prometedora aprendiza de florista en Cambridge cuando perdió la cabeza por un joven profesor que entraba, todas las mañanas, en la tienda de su patrona a comprar una flor para el ojal. El resto fue una tragedia vulgar y corriente. Él se negó a casarse con ella o incluso a mantenerla. Ella perdió su trabajo cuando no pudo ocultar más el embarazo. Ninguna otra florista acreditada quiso contratarla. Para mantener a su hijo y a ella misma con vida, recurrió a la prostitución.

Parecía que sus plegarias habían sido escuchadas cuando la señorita Neeley, una compañera, aprendiza también de florista, le escribió ofreciéndole trabajo. La señorita Neeley había dejado Cambridge para abrir su propia tienda en Londres antes de la desgracia de la señorita Shoemaker y seguía pensando que era una mujer intachable. La señorita Shoemaker trabajó a las órdenes de Neeley durante dos años, ahorrando hasta el último penique para el día en que pudiera abrir su propia tienda. Pero justo cuando creía que había dejado atrás su pasado, un buen día entró en la tienda el hermano de la señorita Neeley y la reconoció de sus días de prostituta callejera.

El relato de la joven y difícil vida de la señorita Shoemaker ocupaba toda una página escrita a máquina por el detective privado que Lali tenía contratado para Préstamos Creso. La señora Ramsey se ocupaba de las solicitantes que traían cartas con buenas referencias. Los casos irregulares venían a recaer en Lali.

Escuchó impasible, mientras la señorita Shoemaker le contaba tartamudeando su desdichada historia, con las mejillas teñidas de rojo subido.

—Lo siento, no tengo referencias, señora. Pero lo sé todo sobre las flores. Sé leer un poco y soy muy buena con los números, señorita Neeley me dejaba que le llevara los libros. Y recibía montones de elogios por los grandes arreglos que yo hacía para las bodas y los bailes y esas... —La voz de la señorita Shoemaker se fue apagando, finalmente intimidada hasta el silencio por la glacial magnificencia de Lali.

No era solo su exagerado atuendo, también se trataba de la estancia. Después de la fea antesala y el estrecho y oscuro pasillo la opulencia del despacho deslumbraba siempre, sin excepción. Unos cuadros de Lawrence Alma-Tadema, lujosamente enmarcados, que desbordaban resplandecientes mármoles blancos e imposibles cielos azules de una antigüedad perdida, provocaban exclamaciones de asombro. Unos muebles tan magníficos como cualesquiera que se pudieran encontrar en los salones de la aristocracia hacían que, automáticamente, las solicitantes abrieran unos ojos como platos, asustadas, con miedo a ensuciar la elegante tapicería de brocado bermellón y crema con sus humildes traseros.

—Ha dicho que desea abrir una tienda propia —dijo Lali—. ¿Ha elegido el lugar?

—Sí, señora. Es una tiendecita al lado de Bond Street. El alquiler no es bajo, pero el sitio es bueno.

La señorita Shoemaker tenía ambición y coraje. A Lali, eso le gustaba.

—¿Bond Street? ¿No pica demasiado alto, señorita Shoemaker?

—No, señora. Lo he pensado y lo he vuelto a pensar. Es la única manera. Los comerciantes... sus esposas no utilizarían mis servicios, no si han sabido algo por la señorita Neeley. Pero las grandes señoras... a ellas puede que no les importe tanto, si hago un trabajo bueno de verdad.

Había algo de verdad en eso.

—De todos modos, le aconsejo que se convierta en una viuda muy respetable.

—Sí, señora.

—Y antes de que se entusiasme demasiado con sus clientes de sangre azul, averigüe cuáles pagan sus deudas y cuáles creen que usted debería pagar por el privilegio de servirles.

—Sí, señora. —La señorita Shoemaker apenas podía articular palabra a causa de la creciente emoción que sentía.

—Y tenga los ojos muy abiertos para descubrir a cualquier americano rico que venga a la ciudad. Consígalos como clientes tan rápido como pueda.

—Sí, señora.

Lali extendió un cheque y lo metió en un sobre.

—Lléveselo a la señora Ramsey, en la habitación de al lado, bajando por el pasillo. Ella se encargará del resto.

La señora Ramsey le explicaría a la señorita Shoemaker el contrato normal de Préstamos Creso, le diría qué hacer con el cheque y, al final, la acompañaría a la puerta de atrás. Lali no quería que las solicitantes compartieran su éxito unas con otras o que se supiera que concedía la enorme mayoría de las peticiones.

—¡Oh, señora, gracias, señora! —La señorita Shoemaker hizo una reverencia tan profunda que a punto estuvo de caerse.

—Más caramelos —pió con fuerza y de repente su hijo, que hasta entonces había estado totalmente callado.

—¡Chitón! —La señorita Shoemaker sacó una bonita lata, la abrió y, rápidamente, metió un caramelo en la boca del niño.

La cajita. Dios santo. De Demel de Viena. En el escritorio de Peter, justo al lado de donde Lali puso la mano, había una idéntica la última vez que él la había tomado.

—¿De dónde ha sacado esa caja? —preguntó, con tono demasiado brusco.

—Me la ha dado un caballero fuera, señora —respondió la señorita Shoemaker, mirando a Lali insegura—. Me la dio cuando Timmy no dejaba de llorar. Lo siento, señora. No debería haberla aceptado. Hice muy mal.

—No pasa nada. No hizo nada malo.

—Pero, señora...

—La señora Ramsey la está esperando, señorita Shoemaker.


Lali buscó por los alrededores, pero no había señales de Peter en ningún sitio cerca de Préstamos Creso. Llevó el landó de vuelta a Adams y dejó que el escocés parara un coche que la llevó a casa de madame Élise, donde permaneció quince minutos eligiendo una tela para su nuevo chal antes de que llegara su propia berlina, que la había dejado allí dos horas antes.

Llegó a casa y encontró a Peter en su habitación, metiendo un montón de camisas en una bolsa de viaje.

—¿Qué hacías siguiéndome?

—Curiosidad, mi querida señora Creso. Dio la casualidad de que estaba en el establecimiento de los carruajes cuando tú llegaste —dijo, sin mirarla, con una leve sonrisa en los labios—. Si tú me vieras vestido como el rey el día de la coronación, diciendo que era lord Dadivoso y dedicándome a un negocio misterioso, ¿qué habrías hecho?

—Me habría ocupado de mis propios asuntos —dijo ella, sin demasiada convicción.

—Claro —murmuró él—. Pero no te preocupes, tu secreto está a salvo conmigo.

—No es un secreto. Solo es anonimato. Las mujeres que vienen a Préstamos Creso en busca de ayuda no son exactamente lo que esa gente de gran superioridad moral llamaría los «pobres dignos de ayuda». No quiero tener que explicarle nada a nadie, eso es todo.

—Lo entiendo.

—No, no lo entiendes. —¿Qué podía entender él, el señor poderoso y perfecto?—. Se trata de mujeres muy trabajadoras y emprendedoras que da la casualidad de que tienen un pasado no del todo intachable. Lo único que necesitan son unas cuantas libras para que puedan volver a empezar.

—¿Cuánto dinero has prestado hoy?

Lali vaciló. ¿Esperaba una respuesta numérica?

—Sesenta y cinco libras.

Peter enarcó las cejas.

—Una buena suma. ¿La señorita Shoemaker recibió una parte?

—Diez libras. —Diez libras era una suma importante de dinero. Normalmente las chicas que trabajaban cobraban solo dos libras al mes.

—¿Y la señorita Dutton?

—Ocho libras. La señorita Dutton es una calígrafa excepcionalmente dotada. Tendrá un futuro seguro, si controla sus tendencias más destructivas.

Peter colocó tres corbatas en la bolsa y levantó la vista.

—¿Solo basándote en sus palabras? Supongo que tampoco la señorita Dutton tenía referencias.

—Tengo contratado a un detective privado. En seis años, solo tres mujeres no han pagado su deuda, y a una de ellas la atropello carruaje.

—Admirable.

—No seas condescendiente —dijo enfurecida por su superficial comentario—. Puede que Préstamos Creso opere fuera de los mites convencionales, pero es legítimo y honorable. Duermo mejor por la noche gracias a eso.

Abrochó la hebilla de la bolsa y se le acercó.

—Cálmate —dijo, poniéndole las manos sobre los hombros.

Cuando ella se apartó bruscamente, dio un paso más hacia ella y le puso las palmas de las manos en las mejillas.

—Cálmate. Creo que lo que haces es admirable, de verdad. Me alegro de que alguien se acuerde de los olvidados. Y me alegro de que seas tú.

No se habría quedado más sorprendida si le hubiera anunciado que la había propuesto como candidata a la santidad. El dejó caer las manos y fue hasta la mesa de medialuna para dar cuerda al reloj, pero las mejillas de Lali siguieron ardiendo con la huella de su contacto.

—Solo quiero darle a alguien una segunda oportunidad —murmuró.

Él nunca se la había dado a ella.

Los dedos de Peter se detuvieron. La miró una vez, antes de seguir dando cuerda al reloj. No dijo nada.

De repente, Lali pensó que llevaba allí demasiado rato. Que había dicho demasiado.

—Bueno, será mejor que te deje seguir con lo que hacías. Que tengas un buen viaje.

—Voy a Devon a cenar con tu madre y el duque de Perrin. El tren sale de Paddington dentro de una hora. Haz que te preparen un sandwich en la cocina. Puedes venir conmigo.

Una docena de ideas le pasaron por la cabeza. La quería tener convenientemente cerca para poder seguir fecundándola, para que la señora Espósito no siguiera molestándolo con el divorcio, para que la cena con el duque resultara menos incómoda. Pero el estremecimiento de placer que le había producido su invitación se negaba a desaparecer.

—Ya le he dicho a mi madre que no iría —respondió.

—Dale una segunda oportunidad —dijo él, metiéndose el reloj en el bolsillo—. Le gustaría.

Continuará...
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Hola chiquillas!!! :D
Creo que a todas nos gustaría que la nove avanzara más rapidito no??... 
entonces... les parecería que hagamos una maratón continua... tipo... en cuanto haya... ponele 10 comentarios yo subiré otro capítulo, no importa la hora.... bueno... dentro de lo razonable! las doce son mi hora de dormir.

Bueno... veamos cómo va... ;)
10 COMENTARIOS Y SUBO MÁS

12 comentarios:

  1. Maass me encantaa
    Un pelinn se acercaron hoy!

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  2. Lali lo dejó impresionado con sus accciones.

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  3. pareciste yeh! Me encanta la nove al principio no la entendía jaja ya ahora si!

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  4. quiero otro capítulo mas HOY!!!

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  5. ++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

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  6. Me encanto!
    jajaj lo dejo 7 días esperando!
    Muy bueno lo que hace Lali, muy admirable! Genial lo que le dijo de dar segundas oportunidades.
    Gracias Dannii

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