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sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 29



3 de julio de 1893

—Picnic…captar... luz... árbol... sombra... púrpura..,

Lali miraba fijamente cómo se movían los labios de Benjamín, con su concentración perdida en algún lugar más allá del cabo de Buena Esperanza. ¿De qué estaba hablando? ¿Y por qué explicaba con tanto entusiasmo unas cosas tan incomprensibles e intrascendentes, cuando los bárbaros habían derribado las verjas, incendiado la muralla y estaban a punto de tomar el fuerte por asalto?
Estaban metidos en un lío; en un lío tan ancho y profundo que los mejores alpinistas se hundían y rompían a llorar en mitad de la escalada, y los más grandes marinos daban media vuelta y ponían rumbo a casa antes de alcanzar la otra costa.

Entonces recordó. Hablaba de Tarde en el parque, y hablaba de él porque ella se lo había pedido, a fin de que pudieran tener una conversación decente y que ella pudiese fingir, por lo menos mientras durara su visita, que todo iba bien, que el humo que oscurecía el cielo solo se debía a que en la cocina estaban asando jabalíes para el banquete de la noche.

Parpadeó y se esforzó por prestar más atención.

Dos días después de que regresaran a Londres, Peter se había marchado a visitar a su abuelo, en Baviera. Pero el daño estaba hecho. Llevaba más de un mes fuera, y no había pasado ni una de las casi ochocientas horas transcurridas sin que recordase su última noche juntos ni se quedara sin aliento al pensar en su intrépido ofrecimiento. Todo se lo recordaba. Los detalles de su propia mansión en la ciudad, de los que ya apenas se daba cuenta, se habían convertido, de repente, en la historia de sus esperanzas, en un tiempo ardientes: el piano, los cuadros, el mármol de las Cíclades que había escogido para el suelo del vestíbulo porque era del mismo color que sus ojos.

¿Había tomado la decisión acertada?

Sabía lo que era tomar una decisión poco ética. Conocía el miedo y la corrosiva ansiedad que manchaban y adulteraban cualquier gozo, cualquier deleite. En este caso, estaba bastante segura de que no había, caído del lado equivocado de la divisoria moral.

Pero ¿dónde estaba la fuerza interna fruto de haber actuado bien? ¿Dónde estaba el sueño tranquilo y la claridad de propósito? ¿Por qué, si había tomado la decisión justa, sentía que era opresiva y, algunos días, palpablemente asfixiante?

Le había dado permiso a Benjamín para reanudar sus visitas diarias a fin de silenciar los chismes que había generado el viaje a Devon. La reanudación de las visitas había acallado los rumores, pero no había servido de nada para calmar su propia agitación. La afinidad que compartían seguía presente, pero la sensación de que se pertenecían el uno al otro empezaba a estar tan deshilachada como un tapiz del siglo X, al borde de desintegrarse por completo en cuanto se viera expuesto a los elementos.   

—Benjamín—dijo, interrumpiéndolo. 

—¿Sí?

Rompió la moratoria sobre el contacto físico que había impuesto desde el día en que llegó Peter, y lo besó.

Siempre era agradable besar a Benjamín. A veces, incluso muy agradable. Pero ella necesitaba algo que fuera más que agradable. Necesitaba algo indescriptiblemente ardiente —una auténtica conflagración— para borrar las huellas abrasadoras que su esposo había dejado en ella, para erradicar de la memoria su reacción ante él, aquel ávido abandono y aquella necesidad desesperada.

El beso era muy agradable.

 Y se pasó todo el tiempo que duró pensando en la misma persona que esperaba olvidar.

Se aparcó y se obligó a sonreír.

—Perdona la digresión. Sigue hablándome del cuadro.

Benjamín miró hacia la puerta, como si esperara ver a unas criaditas riendo tontamente y echando luego a correr para contar lo que acababan de ver. Cuando los pasillos siguieron silenciosos, se inclinó hacia delante e intentó volver a besarla.

—No —dijo ella, deteniéndolo. No quería volver a recordar la enorme diferencia de su reacción ante los dos hombres. Ni el ardor que Peter provocaba, sin ningún esfuerzo, en ella—. Todavía no. Ha sido culpa mía.

La decepción empañó los ojos de Benjamín, pero asintió lentamente, cediendo a sus deseos.

—Todavía quedan trescientos nueve días. —Suspiró él—. Te lo juro, los días son tres veces más largos de lo que eran antes.

En esto, por lo menos, estaban totalmente de acuerdo. Recurrió de nuevo a su pintura, ya que era uno de los pocos temas de los que podían hablar sin riesgo.

—Me alegro de que hayas podido estar ocupado. Me han dicho que a lady Wrenworth le gusta su retrato.

Benjamín revivió un poco ante el elogio.

—Cené en casa de los Carlisle hace dos días. La señorita Carlisle me ha pedido también que le haga un retrato. Probablemente, empezaremos la semana que viene.

—Parece que tiene en alta estima tus cualidades, como mínimo.

—Bueno, me advirtió de que se mostraría muy crítica si no estaba a la altura de sus exigencias. —Benjamín sonrió ligeramente—. ¿Sabías que había ido a una exposición impresionista? Todo este tiempo, yo creía que tú eras la única persona entre mis conocidos que sabía algo de los impresionistas.

Lali se irguió de golpe. Benjamín, sobresaltado, se irguió también.

—¿Va todo bien? ¿Es por la señorita Carlisle? Tendría que habértelo preguntado pri...

—No, no es por ella. —Ojalá lo fuera. Ojalá Benjamín y la señorita Carlisle hubieran hecho algo condenable—. Es por mí. Tendría que habértelo dicho hace mucho tiempo; no sé nada de los impresionistas.

—Pero tienes la colección más maravillosa que he visto. Has...

—La compré en bloque. Compré todo lo que tenían tres galerías. Lo hice porque a Tremaine le gustaban los impresionistas.

Benjamín tenía el mismo aspecto que si acabara de decirle que los nueve hijos de la reina eran ilegítimos.

—Pero... esto significa que... estabas...

—Sí. Estaba enamorada de él. Lo quería por algo más que por su título. Pero transgredí las normas y mi matrimonio murió antes de empezar. —Respiró hondo—. Siento no habértelo dicho antes. Lo siento mucho. Te pido perdón.

Benjamín tragó saliva, esforzándose animosamente por digerir el pasado que ella acababa de echarle encima. Luego carraspeó y ella se puso tensa. Dios santo, ¿qué le diría si le preguntaba si seguía amando a su esposo? No podía mentirle, no en estos momentos. Sin embargo, era incapaz de decirle la verdad. No podía dominar el abyecto horror de estar enamorada, de sentir la clase de amor que ya había hecho descarrilar su vida una vez.

Benjamín parecía estar en un conflicto tan grande como el suyo. Se miró los zapatos, se metió la mano en el bolsillo, la volvió a sacar y jugueteó con la leontina del reloj.

—¿Realmente, no... sabes nada sobre los impresionistas?

Lali no sabía si reír aliviada o echarse a llorar. Puede que Benjamín solo la quisiera por sus cuadros. Puede que tuviera tanto miedo de la pregunta como ella.

Señaló una tela que había justo detrás de él, un paisaje con el cielo azul, el agua azul y un pueblo francés con tejados ocres y paredes del color de las gachas de avena.

—¿Sabes quién lo pintó?

Benjamín se volvió a mirar.

—Sí, lo sé.

—Yo no. Por lo menos ya no me acuerdo. Lo compré junto con otras veintiocho obras. —Le acarició la mejilla—. Oh, Benjamín, perdóname. Yo...

Se detuvo en seco. Lentamente, como si esperara ver a un asesino blandiendo un cuchillo, apartó la mano de la mejilla de Benjamín y se volvió hacia la puerta. Allí estaba su esposo, apoyado en la jamba.

El corazón le dio un vuelco en el pecho, de pura y sorprendida alegría.

—Lady Tremaine —dijo él, con un gesto de saludo—. Lord Benjamín.

Su placer se convirtió al instante en recriminación propia. ¿Cómo podía ser tan vil? Se había olvidado por completo de Benjamín, como si no estuviera allí, como si nunca hubiera estado allí.

Benjamín se inclinó, incómodo.

—Lord Tremaine.

Lali no podía responder al saludo de Peter ni a su mirada. Solo recordaba vagamente el tiempo en que estaba del todo segura de que el divorcio era la llave para abrir la puerta de su felicidad, cuando preveía, sin asomo de duda, que iba a dejar a Peter atrás, de una vez por todas.

¿Cómo es que no lo había visto? ¿Por qué no se había dado cuenta antes de que había buscado a sabiendas aquella última batalla, un choque de titanes de los que hacen historia?

¿Por qué tenía que venir Peter y ponerlo todo patas arriba? ¿Por qué tenía que insinuar que él tenía también una parte igual de culpa? ¿Por qué le había preguntado si quería empezar de nuevo, una nueva vida juntos? ¿Es que estaba loco?

¿O lo estaba ella?

—Estaba... estaba a punto de marcharme —dijo Benjamín.

—Por favor, lord Benjamín, no se preocupe por mí. Los amigos de lady Tremaine siempre son bienvenidos en esta casa —respondió Peter, todo gallardía y gentileza—. Ha sido un largo viaje. Si me disculpan.

En cuanto Peter ya no podía oírlos, Benjamín se volvió hacia ella, medio asombrado, medio aterrado.

—¿ Crees que nos ha visto... ?

—No. —Lo habría sabido. No podía llevar más de unos segundos allí.

—¿Estás segura?

—Tremaine no es una amenaza para mi bienestar físico, si eso es lo que te preocupa, más de lo que lo eres tú.

Benjamín le cogió las manos.

—Creo... creo que no es eso lo que me preocupa. Temo que cuanto más tiempo pase contigo, menos dispuesto estará a dejarte ir.

No, era al contrario. Cuanto más tiempo pasara ella con Peter, más imposible le resultaría dejar que se fuera.

Le dio unas palmaditas en la mano.

—No te preocupes, cariño. Nadie puede apartarme de tu lado.

Había tomado la decisión acertada. Seguro.

Ojalá que las palabras tranquilizadoras que ofrecía a Benjamín no sonaran a falsas estupideces en sus oídos.


Peter se arrancó el corbatín y lo tiró encima de la cama. Atravesó la habitación, se refrescó la cara y la enterró en una toalla. Estaba acariciando a otro hombre, con ternura y afecto. ¿Qué más había hecho con él?

Peter apartó la toalla de golpe y se vio en el espejo, encima del lavamanos. Parecía tan feliz como los ciudadanos de París la víspera del asalto a la Bastilla, listo para desatar la violencia y el caos.
Dejó caer la mano en el lavamanos y lanzó una constelación de gotas de agua contra el espejo. Las gotas se deslizaron por la superficie vidriosa, ocultando la cara que lo miraba fijamente, con aire belicoso.

La obstinación de Lali lo enfurecía. Cierto que había sido demasiado brusco al proponerle un nuevo principio. Pero ya había tenido todo un mes para reflexionar. Que su lugar estaba con él y no con lord Benjamín era tan obvio que Peter ni siquiera podía empezar a comprender por qué ella decidía lo contrario.

No obstante, lo que más lo enfurecía era su propia obstinación. Ella había tomado una decisión estúpida, pero, por lo menos, era consecuente y honorable. Le había dicho una y otra vez que incluso cruzaría el Canal a nado en enero para poder casarse con lord Benjamín. ¿Por qué no podía aceptarlo? ¿Por qué seguía soñando, esperando y haciendo planes?

Fue hasta el baúl de viaje y se preguntó si tenía algún sentido abrirlo siquiera. No había vuelto a Inglaterra en una fecha elegida al azar. El Campania zarparía para Nueva York aquella misma semana. Y esa tarde ya había visto suficiente.

La imagen apareció de nuevo en su mente, la mano de Lali en la mejilla de lord Benjamín, la infinita solicitud de la caricia. «Oh, Benjamín, perdóname», había dicho. Además, cuando lo había visto a él, había apartado la mirada de inmediato.

Peter frunció el ceño. No se le había ocurrido antes. ¿Por qué Lali le pedía a lord Benjamín que la perdonara? Excepto por aquel breve interludio en que se había olvidado de sí misma, su lealtad hacia él había sido inquebrantable. Y Peter no podía ni pensar en que divulgara los detalles íntimos de sus relaciones conyugales a nadie, y mucho menos a lord Benjamín.

Se quedó en blanco otro minuto. Luego su mundo se trastocó. Solo podía significar una cosa: su acto sexual había tenido consecuencias. Iba a ser padre. Tendrían un hijo juntos.

Se agarró al poste de la cama, vacilante, como si se hubiera emborrachado con el mejor champán del mundo. Un hijo, cielo santo, un hijo. Un bebé.

Ella había aceptado sus condiciones sólo porque no tenía ninguna intención de concebir. La conocía lo bastante como para saber que no renunciaría a su primogénito para casarse con lord Benjamín. Se quedaría con Peter y serían una familia. Y dada su propensión a acabar juntos en la cama, la familia aumentaría.

Apenas podía pensar en todo; unas imágenes absurdamente sensibleras inundaron sus pensamientos. Una familia propia, llena de mocosos tercos y traviesos, con ojos brillantes y sonrisas picaras. Cachorros corriendo por toda la casa. Brazos gordezuelos tendidos hacia él en busca de abrazos. Y ella, majestuosa y segura, en el centro de todo.

Era lo único que deseaba. Era todo lo que había deseado siempre. Se quitó la chaqueta, arrugada por el viaje, y abrió el baúl para buscar otra. En el fondo de la cabeza, era vagamente consciente de que no era así como hubiera deseado ser elegido: por defecto. Pero ya no le importaba. Toda una nueva vida se abría ante él, y la cabeza le daba vueltas al pensar en las posibilidades que le ofrecía.

Goodman entró para entregarle un fajo de cartas y se marchó con la chaqueta que Peter había elegido para que la plancharan. Mientras Peter esperaba impaciente a que se la devolviera, ojeó el montón de correo.

Había una carta de Martina. Era irónico que, después de sus respectivas bodas, se hubiera convertido en una corresponsal frecuente y fiel. Simplemente, había pasado de ser Monsieur a Cher monsieur, luego Très cher monsieur, Cher ami, y ahora Mon très cher ami.

Leyó rápidamente las hojas. Estaba bien. Los mellizos estaban bien. El invierno en Buenos Aires seguía siendo suave y húmedo. Estaba contemplando la posibilidad de volver a Europa, por el bien de los niños, ahora que su esposo, que en paz descansase, ya no necesitaba el beneficio de los climas meridionales. Por otro lado, planeaba visitar Nueva York a finales del verano. Le encantaría que fuera a verla. Lo había echado mucho de menos aquellos dos últimos años.

Poco después de que Martina se casara con su gran duque, se mudaron a Buenos Aires por motivos de salud. La mayoría de los inviernos —junio, julio y agosto— viajaban a Newport, donde tenían casa. Peter solía estar demasiado ocupado con sus empresas para unirse al circuito estival durante largos períodos de tiempo. Pero, de vez en cuando, navegaba hasta allí, atendía a unos cuantos asuntos y la visitaba, llevando regalos para Masha y Sasha.

Le gustaría verla y ver a los mellizos. Pero no este verano. Algo mucho más importante y maravilloso lo retendría en Inglaterra bastante tiempo, algo llamado paternidad.

Goodman regresó. Peter se puso la chaqueta recién planchada y se pasó una corbata alrededor del cuello. Tardó un minuto en darse cuenta de que el mayordomo seguía allí, discretamente, esperando que Peter se dirigiera a él.

—¿Qué desea, Goodman? —le preguntó mientras se hacía el nudo de la corbata.

—Milady cenará en casa esta noche. ¿Cenará su señoría con ella? —preguntó Goodman.

Peter se detuvo. Había algo diferente en la voz del mayordomo. Era casi... anhelante. ¿Dónde estaba aquella callada indignación que Peter había llegado a esperar, aquel reproche justificado en defensa de su señora?

—Sí, cenaré con ella —respondió.

Por fin estaba en casa. No volvería a marcharse nunca más.


No lo oyó cuando entró en el saloncito de atrás. Estaba apoltronada en una chaise longue, envuelta en un vestido del color de la luminosa profundidad de las orillas del Mediterráneo con la cabeza inclinada hacia atrás y los ojos fijos en el medallón de escayola, de dos metros y medio de ancho, que había en el centro del techo. Él en muy pocas ocasiones la había visto así, quieta, casi adormilada, lánguida y voluptuosa como una ninfa en una sofocante tarde de primavera después de una bacanal que había durado toda la noche. La mitad de la falda atrapada bajo su peso tiraba de las capas superiores, ajustando el tafetán sobre la redondez de sus caderas y la longitud suculenta de sus piernas, lo bastante largas par conectar Dover y Calais.

Se regaló la vista con ella, empapándose de su somnolienta sensualidad. Pero, demasiado pronto, ella lo percibió. Bajó los pies descalzos de la chaise longue y se sentó.

—Tienes muy buen aspecto —dijo él.

Su cumplido la desconcertó. De forma inusitada, se llevó la mano al cabello y remetió un pequeño mechón rebelde detrás de la oreja derecha.

—Gracias —respondió, con un tono casi tímido—. Tú también

No era un mal principio.

—Te pido disculpas por mi intromisión de antes.

—Oh, eso. Benjamín estaba a punto de marcharse.

—¿Se lo has dicho?

—¿Decirle, qué?

Peter parpadeó. No parecía coquetear. Parecía perpleja.

No estaba embarazada.

De repente, volvió a sentirse inseguro, esta vez como si alguien le hubiera colgado un objeto muy grande en la parte de atrás de la cabeza.

—Nada —dijo—, nada.

Fue hasta el reloj de pie y fingió comprobar la hora con su reloj, cuando lo que quería era coger el atizador de la chimenea y destrozar todo lo que había en la habitación. Los hijos que iban a tener. La vida que iban a compartir. Todo hecho añicos y quemado por un rabioso asalto de la realidad. Y ella, ajena a su dolor, echando por la borda la felicidad de los dos, como si fuera el pan duro de la semana anterior.

Durante unos momentos, mientras daba cuerda a un reloj que no necesitaba que se la dieran, nadie dijo nada. Luego oyó cómo ella suspiraba y supo, por la manera en que el corazón acababa de partírsele en pedazos, lo que ella iba a decir.

—No ha habido consecuencias —dijo ella—. ¿Me dejarás libre?

Cada célula de su cuerpo gritaba «no». Por supuesto que no la dejaría marchar. De hecho, sentía una absoluta nostalgia de los días terribles en que una mujer no podía elegir en estos asuntos, cuando él habría podido soltar una carcajada cruel, colgar a Benjamín por los tobillos en las mazmorras, hacer trizas la camisa de su esposa y tomarla allí, sobre el estrado del gran vestíbulo, bajo los ojos escandalizados del obispo.

Faltaba mucho para que se acabara el tiempo que habían acordado. Que rechazara su petición no la liberaba de las condiciones que él había fijado. Que cada contacto fuera a estar erizado de peligro no disminuía el atractivo de hacer que cumpliera su pacto.
El corazón le latía con fuerza. Tuvo que cerrar los ojos para controlar su respiración irregular. Ciertamente, tenía todos los medios para coaccionarla, con las prerrogativas maritales, disminuidas pero todavía poderosas, que le concedía la ley inglesa. Pero al final, ¿qué lograría?

Reconocía mucho de su juventud en la terca insistencia que ella mostraba al aferrarse a la idea de un amor «bueno», en su sentido de responsabilidad personal, profundo y sincero, pero muy erróneo, hacia lord Benjamín.

Diez años atrás, Lali había percibido claramente que Martina y él no eran adecuados el uno para el otro. Pero no había tenido la suficiente fe en él para dejar que lo descubriera por sí mismo. Si insistía en fecundarla con el objetivo expreso de conservarla, ligada a él en matrimonio, estaría cometiendo el mismo error.

«Pero ¿qué pasa si no recupera la cordura, o no la recupera a tiempo?», gritaba una parte primaria de su ser, casi temblando de angustia. Se quedó absolutamente paralizado, aterrado. Se trataba de una posibilidad clara. No podía dejar que sucediera. No podía. Todo su mundo se haría pedazos.

¿Era así como ella se había sentido aquellos años? La ansiedad. La impotencia a punto de estallar. El corrosivo miedo a que, si no hacía algo, la perdería para siempre.

De haber tenido diecinueve años, habría emprendido el mismo camino equivocado que emprendió ella. A los treinta y uno, incluso después de haber vivido las consecuencias de aquella debacle, seguía sintiendo una tentación casi imposible de resistir.

Al final, solo el orgullo y una última brizna de sensatez lo salvó. Quería que siguiera siendo su esposa no porque le hubiera lanzado un hechizo erótico ni porque amara demasiado a su hijo recién nacido como para renunciar a él, sino porque no pudiera imaginar su vida de otra manera, porque viera que cada aliento suyo estaba entrelazado con el de él, para bien o para mal, en la enfermedad y en la salud, mientras los dos vivieran.

—Como desees —dijo.


—¿Qué?

No podía haberlo oído bien. Era imposible.

—Abre aquella botella de champán. El año que viene, por estas fechas, serás lady Mariana Amadeo.

No sabía por qué tenía que sentirse tan atónita. Sin embargo, estaba aturdida de angustia, apenas era capaz de mantenerse en pie, como si todas aquellas semanas hubiera estado aguantando la respiración, esperando que él volviera y la reclamase, le jurara no volver a dejarla marchar nunca más.

Peter se acercó, tal vez demasiado para su tranquilidad, y se sentó junto a ella, la ligera lana de estambre de sus pantalones rozando, indiferente, su falda. Percibió el sutil olor a almidón de su camisa, a especias y limón de su jabón. Una pequeña parte de ella quería apartarse. El resto quería que él se acercara más todavía, la obligara a tumbarse, le impidiera moverse e hiciera con ella lo que le viniese en gana.

Pero él hizo algo todavía más desconcertante. Le cogió la mano y dijo:

—He sido un canalla, ¿verdad?, viniendo aquí y sometiéndote a esta situación imposible.

Jugaba con sus dedos, abstraído, pasándole la yema del índice por la parte interior de los nudillos. Tenía las manos frías y un poco húmedas, como si acabara de lavárselas y se las hubiera secado con una toalla. La piel de la punta de los dedos le rozaba la palma muy ligeramente, recordándole que aquellas manos podían hacer algo más que tocar el piano y ejecutar dibujos a escala.

Ella quería besarle la mano, cada yema curtida, cada nudillo. Quería chuparle el pulgar y lamerle las líneas y arrugas de la palma.

Si hubiera concebido. Si... Si... Si...

Lo había deseado desesperadamente. Sin tregua, como las malas hierbas del jardín, así lo había pedido, soñado, deseado. Habría sido una plegaria escuchada, un toque de rebato, un catalizador en torno al cual cristalizarían, al instante, todos sus actos futuros.

Pero no había sucedido.

—Entonces, ¿vas a volver a Nueva York? —preguntó, procurando no ahogarse.

—En el próximo barco, supongo. Mis ingenieros están muy entusiasmados con el progreso de nuestro automóvil. A mis contables se les hace la boca agua ante las oportunidades de inversión, dada la agitación que sufre en estos momentos el mercado bursátil —dijo, como si su marcha no tuviera nada que ver con el final de su unión—. Si te apetece adquirir algunas líneas de ferrocarril, deberías venir a Estados Unidos a finales de año o principios del próximo.

—Lo recordaré —dijo ella, atontada.

Peter se puso en pie. Ella se levantó también.

—Ahora tendrás que estar alerta ante las jóvenes cazafortunas —le dijo ella, preguntándose si su torpe risita conseguía ocultar su infelicidad.

—Y ante las cazatítulos también. —Sonrió—. Y ante las que, simplemente, se sienten deslumbradas por la manera en que camino y hablo.

—Ah, sí, especialmente esas.

«No llores. No te pongas a llorar.»

De repente, comprendió que ahora era ella la que se aferraba a él, no al revés. Él se limitaba a dejar, apenas, que ella siguiera aferrándole las manos, presa del pánico. Había acabado. Había dicho todo lo que quería decirle.

«Suéltalo —se dijo—. Suéltalo. Suéltalo. Suéltalo.»

Cuando por fin hizo lo que se ordenaba, no fue por su fuerza de voluntad. Fueron sus manos las que se aflojaron y resbalaron de las suyas, porque no le correspondía ni era privilegio suyo tocarlo por voluntad propia.

—Entonces, adiós —dijo—. Que tengas buen viaje.

—Te deseo que seas muy feliz —respondió él, con grave formalidad. Luego, con un rápido beso en la mejilla añadió—: Partir es un pesar muy dulce.

No sabía qué había de dulce en un pesar que era como si las fauces del can Cerbero le hubieran atravesado el corazón todavía latiendo. Solo podía mirar, impotente, cómo él desaparecía de su vista, y de su vida.


Esta vez para siempre.

Continuará...

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15 comentarios:

  1. subi otrooooo!!!! massssssss

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  2. Noooooo porqueeeee? De verdaaad se va a ir? Lo va a dejaaar irse?? Subi otro hooy no.voy a poder con la intrigaaa
    Falta mucho para qe termine?

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  3. Para cuando otro cap no puedo creer a que están jugando mas que todo pitt primero dice una cosa y luego hace otra y ella no lo quiere dejar ir mas sin envargo le deja marcharse ojala alguno de ls dos r eaccione pronto o sera que eso espera pitt que sea ella quien de el paso quien seda y no le da je marchar? Espero otro prontito je pelearse....

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  4. Para cuando otro cap no puedo creer a que están jugando mas que todo pitt primero dice una cosa y luego hace otra y ella no lo quiere dejar ir mas sin envargo le deja marcharse ojala alguno de ls dos r eaccione pronto o sera que eso espera pitt que sea ella quien de el paso quien seda y no le da je marchar? Espero otro prontito je pelearse....

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  5. Maaaas por favooooor! Amo a Peterr *-*

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  6. enserio estos 2 no se que pasa osea los 2 se queiren pero no se dejan osea hasta el mayordomo lo sabe!!

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  7. La es tonta si deja ir a pit! Con todos esos sentimientis q tiene como anhela a su futura familiaa!!

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  8. que triste el cap. Subí otro por fa

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  9. me muero aqui!!!! por favor sube mas!!!!

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  10. Me mato este capítulo, los dos sufriendo :'(

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