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miércoles, 8 de abril de 2015

Capítulo 26



A primera vista, el duque no parecía un erudito ni tampoco un réprobo, no llevaba adherido nada de polvo de libros ni amantes pechugonas colgadas del cuello. Pero era ciertamente imponente como aristócrata inglés del más alto nivel, sin nada de la blandura de «Vaya, ¿pueden creer la suerte que he tenido?» que caracterizaba al actual duque de Fairford, el suegro de Lali. No, este era un hombre nacido para mandar sobre los simples mortales, algo que había hecho con autoridad durante toda su vida adulta. Un hombre que podía acobardar a la mitad de la sociedad, sumiéndolos en un respeto reverencial, con su mera naturaleza ducal.

Lali no se dejaba impresionar así como así. Pese a una crianza dirigida exclusivamente a que se convirtiera en duquesa, parecía haber heredado una vena democrática de sus antepasados plebeyos.

—Buenas noches, excelencia.

—Lady Tremaine, finalmente ha decidido unirse a nosotros. —Su irónica diversión dejaba claro que no ignoraba el propósito que había detrás de la cena.

Lo que la sorprendió fue su madre, que no tenía ni una gota de sangre democrática en las venas. Lali habría esperado una cierta reverencia por su parte —sumada a su triunfo por haber conseguido, por fin, reunir a Lali y al duque en la misma estancia—, pero la actitud de la señora Espósito era más bien de sombría determinación, como si estuviera en una misión en Groenlandia, un viaje extenuante sin nada más que tierras áridas al final.

Igualmente intrigante era la conducta del duque con la señora Espósito. Un hombre como él no sabía cómo ser «amable». Probablemente toleraba a sus amigos y trataba a todos los demás con condescendencia. Pero cuando felicitó a la señora Espósito por sus arreglos florales, exhibió una solicitud y una delicadeza que Lali no había percibido antes en él.

Peter llegó tarde, con el pelo todavía húmedo por el baño. Había vuelto de la costa hacía solo media hora.

—Permítame que le presente a mi hijo político, lord Tremaine —dijo la señora Espósito, con un raro toque de malicia—. Lord Tremaine, su excelencia el duque de Perrin.

—Es un placer, excelencia —dijo Peter. Pese a su apresurada toilette, parecía más a gusto en el papel de un invitado afable y distraído que los demás—. He tenido el placer de leer Once años ante Ilion, una obra muy esclarecedora.

El duque enarcó una negra ceja.

—No tenía ni idea de que mis modestas monografías se pudieran encontrar en América.

—Tampoco yo tengo idea. Recibí un ejemplar que me envió mi estimada madre política la última vez que estuvo en Londres.

El duque miró a través del monóculo a la señora Espósito. Se habría parecido a una caricatura del Punch de no ser por su imponente presencia y su sardónica conciencia de sí mismo.

La señora Espósito desplazó el peso de un pie a otro y luego volvió a la posición inicial. Lali abrió los ojos, sorprendida. Los hombres de la sala quizá no comprendieran la importancia de aquel movimiento, en apariencia común y corriente. Pero Lali sabía que su madre nunca se movía así. Podía mantenerse tan inmóvil como una cariátide todo el tiempo que fuera necesario.

—Mi madre es una acolita ilustrada del bardo ciego —dijo Lali—. Encontrará pocas mujeres, ni hombres a decir verdad, que conozcan más a fondo todo lo concerniente a Homero.

Esta revelación sobresaltó al duque de nuevo, de una manera que parecía más significativa que la simple sorpresa de un hombre porque una mujer supiera algo que estaba dentro de su campo especializado. Inclinó la cabeza en dirección a la señora Espósito.

—Felicidades, señora. Debe contarme cómo llegó a desarrollar su pasión por esos temas antiguos.
La respuesta de ella fue una enorme sonrisa. Peter miró hacia Lali. Al parecer, no era la única que había observado que estaba pasando algo muy irregular.

Hollis anunció que la cena estaba lista. La señora Espósito, con un alivio casi evidente, propuso que formasen parejas y pasaran al comedor.


Para Gimena casi lo único bueno de la pesada velada fue que el duque no sucumbió de inmediato a los encantos de Lali.

Durante toda la adolescencia de su hija, se había preocupado por convertir a Lali en la clase de belleza sin tacha que ella misma había sido. Luego, hacía unos años, después de que Gimena comprendiera por fin que ya no necesitaba vigilar el vestido o el peinado de la joven en busca de señales de imperfección, observó algo que la dejó satisfecha.

Los hombres se quedaban mirando a Lali. Algunos de ellos con la boca abierta. En los bailes y veladas, tenían los ojos pegados a ella, observando cómo caminaba, hablaba y, de vez en cuando, casi siempre con indiferencia, cómo los miraba. Cuando Gimena se distanció mentalmente y estudió a su hija como lo haría un extraño, comprendió lo escandalosamente atractiva que Lali podía ser para el sexo masculino.

No tenía palabras para describir la clase de atractivo primario que Lali exudaba, una sensualidad incandescente que, sin ninguna duda, no había heredado de ella. Todo ello hizo que se sintiera vieja, que había pasado su mejor momento, con su tan cacareada belleza relegada a un segundo lugar ante la juventud, la luminosidad y el glamour de Lali.

En esta ocasión Lali estaba tan guapa como siempre, con un traje de noche de terciopelo bermellón, la piel de la garganta y los brazos reluciente bajo la suave luz, como la de una ninfa de Bouguereau. El duque hablaba con Lali con cortesía, soltando los obligados gruñidos en relación con la proporción relativa de sol y precipitaciones en los últimos días, tanto en Devon como en Londres. Pero a diferencia de Peter, que la miraba por encima de su copa de vino a cada bocado, Nicolás mantenía la mayor parte de su atención en el plato que tenía delante, saboreando, con aire grave, los sucesivos platos de soupe a l'oseille, filet de solé a la normande y pato a la Rouennaise.

—Permítame que la felicite por su chef, señora —dijo el duque levantando la vista de repente—. La comida está lejos de ser horrible como esperaba.

Gimena se sintió absurdamente complacida. Desde la noche que habían jugado a las cartas, apostando con bombones, y prácticamente le había propuesto que la arrastrara al piso de arriba y violara sus viejos y solitarios huesos, estaba en ascuas.

Se repetía a menudo que, ante la enorme vergüenza de que la hubiera descubierto, no había tenido más remedio que inventa se toda la historia sobre la marcha. El único problema radicaba que era muy mala para improvisar mentiras. Sin horas y días de preparación, soltaba la verdad o metía la pata de tal manera que olor de su mendacidad se percibía a una legua de distancia.

¿Habría dicho la verdad sin darse cuenta? ¿Toda aquella insensatez era simplemente una oportunidad para coger al duque por la solapas y hacer que, por fin, se fijara en ella? El no la había creído del todo, pero tampoco había dejado de creerla. Había algo en la verdad, en su violencia visceral, que se filtraba por debajo y alrededor de la incredulidad, sin importar lo justificada e irrebatible que fuera.

—Gracias —dijo—, aunque no puedo devolverle el cumplido por su tacto.
—El tacto es para otros, señora. —Como para subrayar lo que quería decir, miró a Lali y a Peter y continuó—: Perdonen la curiosidad de un hombre viejo que se retiró de la sociedad hace muchos años, pero ¿es normal actualmente que una pareja a punto de divorciarse mantenga unas relaciones al parecer tan amistosas?

—Desde luego —respondió Peter, con un tono tan suave y untuoso como un flan. Miró a Lali—. ¿No piensas lo mismo, querida?

—Sin ninguna duda —contestó Lali, secamente—. Odiamos las escenas, ¿no es así, Tremaine?

Hasta el duque se quedó sin habla por un momento ante tan brillante actuación. Pasó a un tema menos comprometido.

—Me han dicho que es usted como Midas, lord Tremaine.

—En absoluto, señor. Es lady Tremaine quien tiene cabeza para los negocios. Yo solo hago lo que puedo por alcanzar la paridad económica con ella.

Gimena miró a Lali, esperando que hubiera captado la admiración que había en las palabras de Peter. Pero la rápida sombra de confusión en los ojos de su hija indicaba que había captado otra cosa.

—Siempre había creído lo contrario —dijo Gimena—. Lady Tremaine se apoya en el éxito de sus antepasados. Pero tú empezaste de la nada.

—Yo no diría tanto, señora. No soy ningún Horatio Alger, ese héroe tan querido del imaginario americano —respondió Peter—. Mis primeras adquisiciones fueron hechas con importantes préstamos obtenidos con la garantía de la herencia de lady Tremaine.

Lali se atragantó con el vino. Tosió, tapándose con la servilleta, mientras Hollis se apresuraba a acudir a su lado con una servilleta limpia y un vaso de agua. Bebió un largo trago de agua y, enseguida, reanudó su ingesta de las lonjas de pato de su plato.

Gimena se encargó de preguntar lo que Lali no preguntaba.

—No tenía ni idea. ¿Cómo pudiste hacerlo?

Peter, igual que su primo antes que él, había firmado un contrato de matrimonio que impedía el acceso directo a la fortuna de Lali.

—Les di pruebas de quién era yo y quién era Lali. Tenía los papeles del matrimonio y el anuncio en el Times. El Banco de Nueva York decidió, de forma independiente, que mi esposa acudiría a rescatarme en caso de que hubiera riesgo de que yo no pagara mis deudas —dijo, con una sonrisa sutilmente salvaje.

Dios santo. Deslumbrada por sus modales y su refinamiento, Gimena nunca había observado ese lado desvergonzado de su yerno. Siempre había creído que el antiguo afecto y amistad entre la calculadora heredera y el cortés marqués era cautivador pero extraño, ya que no podían ser más diferentes el uno del otro. ¡Cómo había infravalorado a Peter al pensar que el barniz de unos modales impecables era lo mismo que una falta de ferocidad interna!

El duque tomó un sorbo de un apreciado borgoña, un Romanée-Conti de catorce años. Gimena se asombró al ver que sonreía un poco.            

No era un hombre de una apostura clásica, sus rasgos eran más toscos que refinados, con unas cejas rebeldes y un Mont Blanc por nariz; una cara que se prestaba fácilmente a una expresión de enfado aterradora. Pero su sonrisa —leve y apenas esbozada, a decir verdad— lo transformaba por completo. Iluminaba sus bonitos ojos castaños, animaba sus labios y fundía su altivez en una calidad y primitiva masculinidad sorprendente.

No usaba la palabra a la ligera —de hecho nunca la había aplicado a ningún hombre vivo— pero él estaba absolutamente irresistible. De repente, comprendió por qué damas de buena crianza se peleaban por él como arpías.

—Hay pocas cosas que detesto más que las pequeñas cenas rurales —dijo el duque—. Pero, señora, si me hubiera informado de que me esperaba una diversión tan notable, no la habría obligado a que antes me compensara con un entretenimiento adicional.

Hubo un momento de absoluto silencio. Gimena estaba demasiado desorientada como para sentirse violenta. Todavía no se había dado cuenta de que la conversación había pasado de los Tremaine a su trato con el duque.

—Mi querido señor —dijo Lali, irónica—, le ruego que nos lo cuente.

—Vamos, Lali, por favor, deja ese interés tan indecoroso —resopló Gimena—. Su excelencia solo pidió que jugara unas manos a las cartas con él, en lo cual lo complací con mucho gusto.

—Señor —dijo Lali, dirigiéndose al duque, con una sonrisa traviesa en los labios—, había oído decir que era un bribón. Ahora veo que, por lo menos, es un granuja.

—¡Lali! —exclamó Gimena, escandalizada.

Pero el duque pareció más divertido que ofendido.

—Fui un bribón en mis tiempos, por decirlo suavemente. En cuanto a mis granujadas, limitémonos a decir que podría haber estipulado mucho más y me habrían complacido.

Gimena notó que la cara se le ponía de un color tan subido como el vestido de Lali. Ah, cómo odiaba ruborizarse en público; era tan poco elegante, tan infantil. Peter, bendito sea, estaba comiendo con glotonería, como si no hubiera oído ni una palabra de la conversación durante los últimos cinco minutos. Lali, siguiendo el ejemplo de su esposo, dio otro buen bocado al pedazo de pechuga de pato que quedaba en su plato. Sin embargo, el duque no había terminado.

—Jovencita —dijo, dirigiéndose a Lali—, espero que se dé cuenta de lo afortunada que es, a su edad, por seguir teniendo una madre que bailaría con el diablo por usted.

Ahora le tocó a Peter toser, tapándose con la servilleta, aunque en su caso más parecía una risa ahogada que un atragantamiento. La cena, hasta aquel momento una parodia, aunque mordaz, se había convertido en una farsa.

Gimena se dijo que, desde hacía un tiempo, sabía que la cena era una mala idea. ¿Por qué, oh, por qué no la había cancelado? ¿Por qué había insistido, como si el duque fuera Moby Dick y ella el enloquecido capitán Ahab, que quería arponearlo o morir en el intento?

Lali no era de las que aceptan un sermón mansamente.

—Señor, espero que comprenda que, aunque me siento inmensamente agradecida, también le he recordado a mi madre, con claridad, que no era necesario ningún baile con el diablo por mi causa. Ya tengo el afecto y la lealtad de un hombre bueno. Mi futura felicidad, después del divorcio, está ya asegurada.

El duque suspiró exageradamente.

—Lady Tremaine, no presumo de conocer las maravillosas cualidades de ese otro hombre. Pero ¿por qué emprender un divorcio y gastar dinero en el proceso cuando, para mí, es más que evidente que usted y su esposo todavía no se han cansado el uno del otro?

Habiendo silenciado a Lali y sofocado la diversión de Peter, su excelencia se volvió hacia Gimena y sonrió de nuevo, esta vez con una sonrisa completa. Ella estuvo a punto de fundirse con su silla, dejando solo las ballenas de su corsé y un conjunto de faldas.


—Señora —dijo él, levantando la copa para brindar—, este es el borgoña más sublime que he tenido el privilegio de disfrutar. Puede estar segura de mi eterna gratitud.

Continuará...

UUUiiiiii!! lo siento!!!

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y subo el siguiente :)

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