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viernes, 3 de abril de 2015

Capítulo 20



Enero de 1883

Lali se despertó en una habitación bañada por una pálida luz. El reloj señalaba las nueve y media. Se sentó de golpe y tuvo que apresurarse a coger el cobertor para cubrir su desnudez. ¡Cielo santo! Se suponía que tenían que salir hacia Bedford a las nueve, para empezar su viaje a París.

Bajó de la cama, se puso el salto de cama que seguía arrugado en un montón encima de la alfombra de cachemira, corrió a su habitación y tiró del cordón para pedir agua caliente. Ya habían dejado preparada su ropa de viaje la noche antes. Se puso los culotte, una combinación de lana merino, un justillo, una camisa; los pololos, dos capas de enaguas de lana y otras enaguas de tela con un borde ondulado y bordado.

Lo siguiente era el corsé. Se detuvo. De acuerdo, se había vestido con una rapidez excepcional, pero de todos modos, su doncella ya tendría que haber llegado con el agua caliente. Tal vez se había despistado en aquella casa desconocida para ella.

Se ocupó del corsé, estirando los brazos para tensar bien los cordones a través de cada grupo de ojetes reforzados con acero, volviendo el cuello para comprobar sus progresos en el espejo.
Se abrió la puerta.

—¡Date prisa, Edie! —exclamó—. Hace ya dos horas que tenía que estar vestida.

No era Edie. Era Peter, listo para marcharse, con el mismo aspecto que si acabara de descender del monte Olimpo, frío, sereno y perfecto. Mientras que ella todavía estaba lamentablemente a medio vestir, con el pelo totalmente alborotado.

Pero él ya la había visto con mucho menos, ¿no? Se había comportado como una absoluta desvergonzada, curiosa y voraz, y él, bueno a él no pareció importarle lo más mínimo. Habían hecho el amor, deliciosamente, hasta la madrugada.

—Hola, Peter —dijo, sintiéndose inusualmente tímida. Le ardían las mejillas y también la garganta y el vientre.

—Hola, Lali —respondió él. Había perdido toda traza de acento durante el último mes. Ahora sonaba como si hubiera nacido y se hubiera criado en la casa real.

Dudó un poco sobre qué decir, lo dejó correr y le sonrió.

—Lo siento. Estaré lista en un minuto y podremos marcharnos.

Él la estudió, con la cara seria y los ojos opacos.

—¿Puedes arreglártelas sola?

Sin esperar respuesta, acudió en su ayuda, haciendo que diera media vuelta y aplicándose a la complejidad del corsé. Ella tragó aire, lo contuvo y admiró su progreso en el espejo. Tenía un toque ligero pero seguro, y sus manos eran tan diestras como las del propio dios Apolo. Le encantaba admirarlo, era una sensación divina, toda gozo y orgullo absoluto.

—Listo —dijo él.

Ella giró sobre sí misma, pero él se apartó justo cuando ella estaba a punto de cogerlo. Vaciló. Tal vez no había visto la mano tendida. Cogió el cepillo del pelo.

—No sé por qué mi doncella no ha venido todavía. Solo tengo una idea muy rudimentaria de cómo peinarme.

El estaba junto a una ventana que daba al parque de detrás de la casa.

—No hay prisa, tómate el tiempo que quieras. Le he dado el día libre al servicio. No nos vamos.

—Pero ya vas con retraso para tus clases —dijo, pasándose el cepillo por el pelo enredado—. El tren no sale de Bedford hasta la una y media. Todavía tenemos tiempo.

Sus labios se curvaron formando algo que se parecía a una son risa, pero no lo era.

—Puede que no me haya expresado con claridad. No he dicho que yo no me fuera.

Muchos años antes, en una reunión familiar, uno de sus primos, le había apartado la silla justo cuando estaba a punto de sentarse. Aunque la caída solo fue desde una altura de dos pies, la colisión sacudió todos los órganos del interior de su cuerpo.

Ahora Lali se sentía igual; era un momento de crispación física y absoluta desorientación.

—¿Cómo has dicho?

—He creído que tenía que venir a decirte adiós antes de marcharme —dijo él, como si no le propusiera hacer algo tan absurdo como dejarla el día de después de la boda, la mañana después de la noche de bodas más memorable de la historia.

—¿Qué? —exclamó estúpidamente, demasiado estupefacta para pensar.

El la miró. Sus ojos brillaban con algo que no conseguía interpretar, algo aterrador.

—Creía que este era el plan desde el principio, que seguiríamos caminos separados después de consumar nuestro matrimonio, hasta que llegara el momento de tener herederos.

Una respuesta completamente necia se formó en su cabeza. «¿No sabes nada de contratos? —quería preguntarle—. Tú rechazaste mi oferta, por lo tanto esa oferta ya no sigue en pie. Este matrimonio se ha contratado según un conjunto de premisas enteramente diferente.»

—¿Y qué... qué pasa con nuestra recepción? —Detestaba oír lo desconcertada y abatida que sonaba. Pero no podía comprender cómo Peter podía haber sido aquel amante tan entregado y tierno solo unas horas antes y ahora hablaba como si nunca hubiera tenido intención de que el suyo fuera otra cosa que un matrimonio de conveniencia. ¿Por qué, entonces, la había visitado todos los días durante su compromiso? ¿Por qué había hecho planes con ella para el futuro? ¿Y el anillo de compromiso que brillaba en su dedo? ¿Y Creso?

—No habrá ninguna recepción —respondió él.

—Pero ya hemos decidido el menú y los vinos... —Respiró hondo. «Basta. Ya basta de todo este parloteo.»

Una nueva emoción la invadió, una rabia horrorizada, que se extendía rápidamente. La había engañado como a una imbécil. Nunca le había interesado nada más que su dinero. Todas aquellas horas dulces, gozosas, que habían compartido eran solo su manera de asegurarse de que ella no cambiara de opinión sobre él. Dejo el cepillo sobre la mesa con un fuerte golpe.

—Esto me resulta totalmente nuevo. Tenía la impresión de que íbamos a vivir juntos después de la boda. Mi madre y yo hemos autorizado un desembolso económico importante para conseguir un piso y personal en París, para enviar mis muebles, para... De repente, no pudo mencionar el piano Érard que había encargado para él—. Estoy segura de que te haces una idea. Se han tomado decisiones importantes, dando por sentado que podía confiar en que actuabas de buena fe.

Tranquilo, escuchó su diatriba, su sermón. Luego se volvió y cogió la figurita de porcelana de una niña que reía de encima del tocador. Durante un momento aterrador, le ardieron los ojos y ella estuvo segura de que iba a tirársela a la cabeza. Pero la dejó de nuevo, sin hacer ruido.

—¿Has actuado tú de buena fe?

Ella abrió la boca, pero su respuesta se marchitó bajo su mira da. No tenía ni idea de que pudiera mirar a alguien, y mucho menos a ella, de aquella manera. Era la mirada de Aquiles, el ejecutor de hombres, justo antes de acabar con Héctor, una mirada en la que no había más que ansia de sangre.

La asustó todavía más el hecho de que, por lo demás, pareciera tan controlado y cortés como siempre.

—No... no sé de qué estás hablando.

—¿No? Me sorprende. ¿Cómo puedes olvidar tus propias tretas?

La ensordecedora cacofonía que había dentro de su cabeza era el derrumbe de su felicidad, aquel grandioso y brillante edificio que había construido sobre unos cimientos de arenas movedizas. Tragó saliva, esforzándose por no hundirse en el pantano de la desesperación.

—Siento curiosidad sobre algo. ¿Dónde encontraste un falsificador? ¿Tuviste que acudir a la guarida de unos artistas de la estafa? ¿O es que, tal vez en el condado de Bedford, se encuentran por todas partes?

—Mi guardabosques de Briarmeadow fue falsificador en su juventud —respondió atontada, sin darse cuenta hasta que fue demasiado tarde de que había acabado con sus últimas dudas, si es que le quedaba alguna.

—Entiendo. Muy hábil por tu parte.

—¿Cuánto… cuánto tiempo hace que lo sabes? —preguntó tan tranquila como pudo.

—Desde ayer por la tarde.

Tambaleó. «Cuando haces un pacto con el diablo, el diablo es el único que sale ganando», solía decirle su padre. Ojalá lo hubiese escuchado.

El sonrió fríamente.

—Excelente. Me alegro de que hayamos aclarado cualquier mal entendido sobre nuestra respectiva buena fe en este asunto —dijo—. Estoy seguro de que ahora comprendes por qué me marcho sin ti.

Teóricamente, quizá. Pero visceralmente, lo único que sabía era que ella lo quería y él la quería a ella.

—Sé que ahora estás furioso conmigo —dijo, con una voz tan temblorosa como un ratón que pasa, de puntillas, junto a un gato—. ¿Te parecería bien que me reuniera contigo en París dentro de dos semanas, cuando hayas...?

—No.

Lo rotundo de su respuesta la dejó helada. Pero no iba a abandonar tan fácilmente.

—Tienes razón, claro. Dos semanas no es mucho tiempo. ¿Querrías...?

—No.

—Pero estamos casados —exclamó irritada—. No podemos seguir adelante de esta manera.

—Permíteme que disienta. Podemos, sin ninguna duda. Vidas separadas significa vidas separadas.

Ella odiaba rogar. Se aseguraba de estar siempre en una posición de fuerza, incluso con su propia madre, pero ¿qué otra cosa podía hacer?

—Por favor, no lo hagas. Por favor, no decidas todo nuestro futuro en este momento. Te lo ruego. ¿Puedo hacer algo para que cambies de opinión?

El desprecio de sus ojos la hizo sentir como algo que acaba de salir de una pared llena de moho.

—Puedes empezar por ofrecerme tus disculpas, algo que tanto la decencia como los buenos modales exigen en este caso.

Podría haberse dado de bofetadas. Por supuesto, él quería que se arrastrara pidiendo perdón. Su orgullo, enorme y espinoso, era difícil de tragar, pero se obligó a hacerlo. Por él. Porque lo quería y no podía perderlo.

—Lo siento. Lo lamento terriblemente.

Él se quedó callado un momento.

—¿Lo sientes? ¿De verdad? ¿O solo lamentas que te haya descubierto?

¿Qué diferencia había? Si no la hubiera descubierto, ¿acaso se necesitaría una disculpa?

—Siento lo que hice —dijo, porque esa era probablemente la respuesta que él quería oír.

—Deja de mentirme —pronunció cada palabra por separado, «deja-de-mentirme», como si rechinara los dientes al hablar.

—Pero lo siento de verdad. —Le temblaba la voz y se sentía impotente para impedirlo.

—No lo sientes. Sientes no poder seguir engañándome, que ya no acepte tu palabra y que te vaya a dejar sin nada de esa perfecta vida de casada que pensabas conseguir.

Su ira volvió a surgir de golpe. ¿Por qué le había pedido una disculpa, si no tenía ninguna intención de aceptarla? ¿Por qué la había forzado a rebajarse para nada?

—Tal vez no habría tenido que hacer nada de todo esto si tú no hubieras sido tan duro de entendederas. Conozco a la señorita Stoessel. No sé qué ves en ella, pero te haría tan feliz como un gato ahogado. Además, nunca se habría casado contigo. Es una marioneta en manos de su madre. Tiene menos fibra que...

—Basta —dijo él con una voz peligrosamente suave—. Dime, ¿ha sido tan difícil un poco de sinceridad?

De repente, se sintió horriblemente estúpida, allí despotricando contra la señorita Stoessel precisamente.

—Te deseo buena suerte —prosiguió él—. Pero preferiría no volver a verte, ni en dos meses ni en dos años ni en dos décadas.

Finalmente se dio cuenta de que hablaba muy en serio. Lo que había hecho era algo odioso, algo inaceptable. Imperdonable.

Corrió para adelantársele y bloqueó la puerta con su cuerpo.

—Por favor, te lo suplico, escúchame. No puedo soportar la idea de vivir sin ti.

—Pues tendrás que soportarla —dijo, con tono grave—. Sobrevivirás. Ahora, por favor, apártate.

—Pero es que no lo entiendes. Te amo.

—¿Amor? —preguntó sarcástico—. ¿Así que ahora se trata de amor? ¿Quieres decir que el amor te volvió loca de deseo, destruyó tu brújula moral y te empujó por el camino fácil?

Se estremeció. Había escogido las palabras que ella quería decir y se las había arrojado a la cara.
Lentamente, avanzó hacia ella. Por vez primera en su vida, se encogió ante otro ser humano. Pero se negó a moverse, se negó a dejar que se marchara, así sin más, de su vida. Él apoyó los brazos a ambos lados de ella, acercó la cara hasta casi tocarla y le clavó una mirada brutal.

—Desearía que no hubieras mencionado el amor, lady Tremaine —hablaba en voz baja, fría como las cenizas—. En este mismo momento, estoy así de cerca de golpearte contra la pared. Una y otra vez y otra vez más.

Lali soltó un gemido.

—Da la casualidad de que sé un par de cosas sobre el amor no del todo correspondido, querida. Da la casualidad de que he vivido en ese estado un tiempo. No he seducido a Martina para que se vea obligada a casarse conmigo. No le he dado falsas ideas sobre mi fortuna. No he falsificado ninguna carta en la que comunicara que mi primo había muerto repentinamente y se me abría el camino al título ducal. Y cuando ella me escribe y me dice que su madre la regaña porque no consigue nada con los posibles pretendientes, ¿crees que le escribo informándole de que debe regalarles los oídos con su miedo al parto y su aversión a llevar una casa?

»No, le digo que si no puede mirarlos a los ojos, los mire a la nariz y es muy probable que ellos no se den cuenta de la diferencia. Le digo que sonreír con la cabeza gacha es casi tan bueno como hacerlo mirando a alguien con la cabeza levantada, quizá incluso más seductor. ¿Y sabes por qué le doy consejos que van en contra de mis propios intereses?

Lali negó con la cabeza, abatida, deseando que el tiempo diera marcha atrás, deseando reparar todo el mal que había hecho. No quería saber nada de Martina, no quería que le recordara que él estaba por encima de todo reproche, mientras que ella se había rebajado a cometer una estafa.
Pero él siguió inexorable.

—Porque ella confía en mí, y yo no insulto su confianza para favorecer mis posibilidades con ella. Porque estar enamorado no te da ninguna excusa para ser menos que honorable, lady Tremaine.
Se apartó de ella bruscamente, con la respiración entrecortada.

—Puede que creas que estás enamorada, Lali, pero yo dudo mucho de que sepas qué es el amor. Porque todo ha girado en torno a ti: lo que tú quieres, lo que tú necesitas, lo que te hace falta o no te hace falta a ti.

Se apartó todavía más. Demasiado tarde, Lali recordó que su habitación tenía dos puertas.

El abrió la segunda puerta y se marchó, sin decir nada más.


Y ella solo pudo mirar mientras él desaparecía de su vista, de su vida.

Continuará...

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