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martes, 7 de abril de 2015

Capítulo 24



Copenhague, julio de 1888

A Peter le gustaba ser el tío favorito de sus sobrinos, ese visitante misterioso que aparecía de cuando en cuando y cuyas espectaculares llegadas se grababan en sus mentes, jóvenes e impresionables, como milagros y que hacían que lo recordaran siempre como una fuente inacabable de chocolate, juguetes divertidos y paseos a hombros.

Habían tenido mal tiempo en el viaje en barco. El transatlántico atracó con treinta y seis horas de retraso. Llegó a casa de Rocío para encontrarse solo con los chicos y los sirvientes; Rocío y su marido habían salido a cenar. Hizo que le llevaran la cena a la habitación de los niños y se la tomó mientras Teodor, de dos años y medio, parloteaba sentado en la silla a su lado y Hans, de cinco meses, se acurrucaba en sus rodillas.

Teodor recibió su caleidoscopio con un enorme entusiasmo. Pero lo rompió al cuarto de hora. Se quedó mirando el desastre unos momentos y luego estalló en chillidos de inarticulada decepción. Peter, que no era un neófito cuando se trataba de pequeños berreando —tenía siete años más que su hermano Stéfano— lo distrajo con unos imanes. Cuando el niño se dio cuenta de que los pequeños bloques negros eran «mágicos» se puso alegremente a unirlos unos con otros y con las cucharas y los cuchillos de la mantequilla. Hans, por su parte, se comportó como todo un caballero, mordisqueando, satisfecho, su nuevo sonajero y emitiendo, de vez en cuando, un gorjeo de felicidad.

Teodor, que ya no dormía la siesta, se cansó antes. Su niñera se lo llevó a la cama. Hans, después de tomar el biberón, se quedó dormido con la mejilla apoyada en el hombro de Peter, mientras su boquita extendía una mancha de babas tibias por la camisa de batista de Peter. Este le dio un beso en la diminuta oreja sintiendo una oleada de afecto paternal. Y una vaga sensación de pérdida.

Se había marchado a Estados Unidos inmediatamente después de recibir su diplôme de la Polytechnique. Los años transcurridos le habían aportado más riquezas de las que nunca había imaginado. Pero la fortuna, por agradable y bienvenida que fuera, no le calentaba la cama ni poblaba su casa con los hijos que deseaba.

En aquel momento, entró Rocío en la estancia. Besó a Peter en la mejilla y a Hans en la cabeza, y se fue a dar un beso a Teodor, que ya estaba dormido en su cuna.

Volvió al cabo de un minuto.

—Ha crecido mucho, ¿verdad? —dijo, acariciando la mano de Hans.

—No ves a un bebé unos meses y dobla de tamaño —respe dio Peter—. ¿Lo han pasado bien?

—Bastante. Mi esposo y yo hemos cenado con… tu esposa —contestó Rocío.

Su esposa, a la que no había visto desde mayo del ochenta tres, hacía más de cinco años. Peter puso los ojos en blanco.

—Ya, claro, por supuesto.

—No me lo estoy inventando —insistió Rocío—. Tu esposa está en la ciudad. Vino a verme hace tres días. Le devolví la visita al día siguiente y la invité a cenar. Y ella nos ha devuelto la invitación esta noche. Hemos cenado en su hotel.

En honor de Peter, pese a la sorpresa no dejó caer a Hans de cabeza al suelo.

—¿Qué hace en Copenhague?

—Turismo. Un viaje por Escandinavia. Ya ha estado en Noruega y Suecia.

—¿Sola?

En cuanto se le escaparon las traicioneras sílabas, deseó haber se arrancado la lengua antes de pronunciarlas.

—No, con su harén personal —dijo Rocío, empezando a observarlo demasiado atentamente para su gusto—. ¿Cómo voy a saberlo? No me ha presentado a ningún enamorado y yo no la he seguido por ahí. Averígualo tú mismo, si sientes curiosidad.

—No. Me refería a si su madre estaba con ella. —Entregó a Hans a la niñera—. Además, lo que haga lady Tremaine no es asunto mío.

—Por si no te habías enterado, lady Tremaine cumple con sus obligaciones familiares. Visita a papá y mamá una vez a la semana cuando están en Londres. Envía regalos para mis hijos por Navidad y por sus cumpleaños. Y cuando Stéfano administra mal su asignación, es ella la que lo obliga a adoptar medidas de austeridad —informó Rocío—. Creo que tendrías que ir a visitarla. ¿Qué mal hay en ello? Se aloja en el...

Le puso un dedo en los labios.

—¿Recuerdas lo que has dicho? Si siento curiosidad, ya lo averiguaré por mí mismo.


Más tarde, su buen sentido se convirtió en cenizas, de forma muy parecida a los puros cubanos que fumaba. Consiguió mantener un espléndido silencio mientras iba hacia el hotel de la señora Allen. Al llegar, consiguió alejarse del carruaje de Rocío. Casi logró entrar en el hotel, cuyas puertas ya mantenían abiertas dos respetuosos porteros. Pero entonces lo venció esa absurda y exagerada curiosidad por la presencia de su esposa.

Hizo que detuvieran el coche de Rocío con el pretexto de un gemelo perdido. Mientras llevaba a cabo la fingida búsqueda, se las arregló, indirectamente, para que el cochero le dijera a qué hotel habían ido Rocío y su esposo a cenar. Y luego, en lugar de visitar a la señora Allen —una viuda rica, joven y atractiva, de Filadelfia, que durante todo el viaje a través del Atlántico no había dejado de insinuar que debían retirarse a algún sitio privado de inmediato— hizo que lo llevaran al otro lado de la ciudad, al hotel de su esposa.

Le aseguraron que estaba realmente sola, atendida por un séquito formado precisamente por una doncella, y que los únicos invitados que había recibido eran su hermana y su cuñado.

Una vez contestada la pregunta que alimentaba su impaciencia, debería haber quedado satisfecho. Sin embargo, se encontró hablando de coronas con el recepcionista del hotel, de cuántas coronas podía esperar ganar el empleado si pasaba discretamente información de interés respecto a lady Tremaine. Llegando a acuerdos clandestinos para espiarla, por decirlo sin ambages.

No fue difícil descubrir su itinerario, ya que utilizaba los servicios del hotel para que la proveyeran de medios de transporte. A la mañana siguiente, empezó a recibir informes de sus idas y venidas. Al cabo de pocos días, sabía qué comía para desayunar, qué monumentos había visitado, a qué hora se bañaba por la noche, incluso dónde había ido a comprar mantelerías de lino bordadas.

Pero cuanto más averiguaba, más quería saber. ¿Qué aspecto tenía? ¿La habían tratado bien los años? ¿Era la misma mujer que él había dejado atrás? ¿Había cambiado hasta ser irreconocible?

Rompió un compromiso para cenar con la señora Allen cuando supo que Lali iba a hacer una visita nocturna a los jardines del Tivoli, el magnífico parque de atracciones de Copenhague. Le quedaba el suficiente control de sí mismo para no acercarse a ella durante el día, pero quizá, solo quizá, podía verla brevemente por la noche sin que ella se diera cuenta y seguir permaneciendo en la sombra.

Recorrió los terrenos del Tivoli, hasta pensar que debía de estar perdiendo la cabeza. Al final, la vio en el gran carrusel. Estaba riendo, agarrada a la barra dorada de su caballo de madera como si le fuera la vida en ello, con la larga falda blanca ondeando con el giro del carrusel y la brisa estival que llegaba del mar.

Tenía buen aspecto. Mejor que bueno. Parecía encantada.

Bajo el intenso brillo naranja de las luces artificiales del parque, era como algo salido de un viejo cuento de hadas nórdico; elemental, peligrosa y estallando de energía sensual. Más de unos cuantos hombres tenían la mirada clavada en ella, con los ojos redondos y la boca medio abierta.
Peter la miró hasta que no pudo soportar la asfixia que sentía en el pecho. No sabía en qué estaba pensando. De alguna manera, había imaginado —había deseado, en los recovecos más innobles de su corazón— que estuviera pálida y con aspecto de sentirse muy mal, debajo de una fachada impasible. Que todavía sufriera por él. Que todavía estuviera enamorada de él, pese a todas las pruebas en contra.

Esa mujer no lo necesitaba.

Dio media vuelta y se alejó. Puso fin a los informes y a la locura. Trato de olvidar que la había mirado embobado, igual que un igual que un cachorro hambriento con las patas apoyadas en la repisa de la ventana de una charcutería. Compensó a la señora Allen por su abandono y falta de atención.

Y entonces se produjo el encuentro en el canal.


La señora Allen estaba muy atractiva con su traje de Worth, de color melocotón y crema. Y el paisaje que había detrás de ella no le iba a la zaga. Las casas que bordeaban el canal estaban pintadas con unos colores llenos de vida, con los tonos del guardarropa de una mujer inglesa a la moda: rosa, amarillo, gris perla, azul pastel, rojizo y morado. Cuando el sol se acercaba a su cénit, el canal centelleaba, con ondas de plata debajo de los barcos que surcaban las aguas.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó la señora Allen, agarrándose a su codo—. ¡Mira allí!

Apartó la vista de la exhibición de los modelos de barcos que había estado contemplando y miró en la dirección que ella le señalaba.

—Aquella ventana abierta en el segundo piso. ¿Ves al hombre y la mujer que hay dentro? —preguntó la señora Allen, con una risita.

Amablemente, observó las ventanas de la orilla opuesta, hasta que sintió el peso de la mirada de alguien.

¡Lali!

Estaba sentada en la proa de un barco de recreo, solo a un tiro de piedra, a la sombra de un parasol blanco, una turista diligente dispuesta a cosechar toda la belleza y el encanto que Copenhague tenía que ofrecer. Lo estudiaba con una concentración ansiosa, como si no consiguiera recordar quién era. Como si no quisiera recordarlo.

Él tenía un aspecto diferente. El pelo le llegaba a la nuca y desde hacía dos años llevaba barba.

Sus miradas se encontraron. Ella se irguió de golpe en la silla. El parasol se le cayó de las manos, golpeando con un ruido metálico contra la cubierta. Se lo quedó mirando fijamente, con la cara pálida, la mirada angustiada. Nunca la había visto así, ni siquiera el día que la dejó. Estaba aturdida, perdida la compostura, con vulnerabilidad visible a kilómetros de distancia.

Cuando el barco pasó junto a él, Lali se recogió la falda corrió a lo largo de la baranda de babor, sin apartar los ojos de él. Tropezó con una cuerda y cayó al suelo. A Peter se le encogió el corazón, pero ella apenas se dio cuenta y volvió a ponerse en píe. Siguió corriendo hasta que llegó a popa y no pudo moverse ni una pulgada más para acercarse a él.

La señora Allen eligió aquel momento para enlazar su brazo con el de él y apoyar la cabeza en su hombro, frotando mejilla contra la manga como si fuera un gatito mimoso.

—Estoy muerta de hambre —dijo—. ¿Por qué no me lleva a un restaurante donde sirvan un bufé frío?

—Faltaría más —respondió, atontado.

Lali no abandonó su rígida postura en la barandilla, pero de repente pareció agotada, como si hubiera estado allí, de pie, en aquel mismo sitio durante los más de ochocientos días transcurrido desde que lo vio la última vez.
Lo seguía queriendo. La idea resonó enloquecedora en su cabeza, provocándole calor y mareo. Lo seguía queriendo.

De repente, ni siquiera conseguía recordar cuál había sido su pecado contra él. Solo sabía, con una certeza absoluta, que había sido el mayor asno del mundo durante la media década pasada. Lo único que quería era todo lo que había jurado que nunca volvería a tentarlo.

Pasó el almuerzo como un sonámbulo y se apresuró a llevar a la señora Allen de vuelta a su hotel, para su siesta reparadora, declinando su invitación a acompañarla, como si mostrara síntomas de la peste bubónica. Corrió por todo Copenhague, al barbero, al joyero y luego de vuelta a casa de Rocío para ponerse su mejor chaqueta.

Entró en el hotel de su esposa con la barba recién afeitada y un ramo de hortensias que empezaban a marchitarse y que había comprado, en la calle, a una florista anciana que estaba a punto de marcharse a casa. Se sentía tan nervioso y estúpido como un cerdo que vive al lado de una carnicería. De pie, ante el recepcionista, tuvo que carraspear dos veces antes de poder preguntar.

—¿Está... está lady Tremaine?

—No, señor, lo siento —respondió el empleado—. Lady Tremaine acaba de marcharse.

—Entiendo. ¿Cuándo esperan que vuelva? —Esperaría allí mismo. Nunca volvería a ir a ningún sitio sin ella.

—Lo siento, señor —dijo el empleado—. Lady Tremaine ya no está con nosotros. Dejó su suite y partió hacia el puerto. Creo que tenía intención de embarcar en el Margrethe, que zarpa a las dos.

Eran las dos y cinco.

Salió a la carrera del hotel, paró el primer coche que pasaba y le prometió al cochero todo el contenido de su cartera si llegaban al puerto antes de que partiera el Margrethe. Pero cuando llegó, lo único que pudo ver del barco fueron tres columnas de humo a lo lejos.

De todos modos, le dio al cochero el doble de la tarifa habitual y se quedó con la mirada fija en el horizonte. No podía creerlo. No podía creer que todas sus esperanzas y un futuro juntos quedaran en nada, de una forma tan rápida y sin piedad.

Por primera vez en su vida, se sentía perdido, totalmente sin rumbo. Podía seguirla a Inglaterra, suponía. Pero estar en Inglaterra los aplastaría con todo el peso de su desdichada historia. Le recordaría incesantemente por qué la había dejado. En Inglaterra ninguno de los dos podría ser espontáneo. Ni indulgente.

Puede que fuera mejor así.

Le llevó horas, pero al final se convenció de que su ángel guardián debía de haber trabajado en su favor. Si ella hubiera estado allí... Si él hubiera tirado por la borda toda prudencia... Si hubiera vuelto con ella, una mujer en la que nunca podría volver a confiar...

Se dijo que no podía ni imaginar algo así. Realmente, no podía. No un hombre sensato como él. Apretó con fuerza la caja de terciopelo que contenía el collar de diamantes y rubíes que había comprado, todo fuego y seducción centelleante, como ella. La señora Allen tendría el mejor regalo de despedida.


Tiró las hortensias azules a un canal y se quedó observando cómo la corriente se llevaba el ramo a la deriva hasta desintegrarlo. ¿Quién habría creído que, después de tantos años, ella todavía poseyera el poder de hacerlo pedazos sin ni siquiera tocarlo?

Continuará...


+ 10 ;)

16 comentarios:

  1. K coraje con este Peter.
    Orgulloso.
    Encima k pretenda darle el collar d diamantes y rubíes a la otra ,me revienta.

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  2. subiiiiiiii masssssssssssss

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  3. oh yo duermo temprano no llegó a los maratónes pero bueno no todos tenemos el mismo horario de estar despiertas =) pero bueno mientras subas yo soy Feliz =D es el mejor capítulo este para mi porque Aunque estuvieron a destiempo demuestra que los dos se siguen amando fue triste pero revelador me encanto! Besos

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  4. Amo esta nove!!!Porfaaa siguele pronto!!!

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  5. QUE???
    No puedo creer que haya hecho eso hace 5 años y ahora hace lo que hace! Terrible

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  6. QUE???
    No puedo creer que haya hecho eso hace 5 años y ahora hace lo que hace! Terrible

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  7. QUE???
    No puedo creer que haya hecho eso hace 5 años y ahora hace lo que hace! Terrible

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