BIENVENID@S - YA PODÉS DESCARGAR EL NUEVO BONUS "El Camino Del Sol" - Twitter @Fics_Laliter - Correo: Ficslaliter123@gmail.com

sábado, 11 de abril de 2015

Capítulo 28



5 de junio de 1893

—No, no, no, este no. Tráeme el verde —dijo Langford. Se desabrochó el chaleco de color burdeos, el tercero que rechazaba, y se lo devolvió a su ayuda de cámara.

Un hombre de mediana edad, con cara de pocos amigos, le devolvió la mirada desde el espejo. Nunca había sido realmente apuesto, pero, en su mejor momento, siempre impecablemente peinado y vestido, con las mujeres más deseables de las capas más altas de la sociedad cogidas de su brazo, había sido un hombre muy admirado.

Quince años en el campo y, de repente, se había convertido en un paleto. Su ropa estaba pasada de moda, era de una década atrás. Había olvidado cómo ponerse fijador en el pelo. Y estaba seguro de que ya no recordaba cómo seducir a una mujer. La seducción era una cuestión mental. Un hombre seguro de sí mismo, al cien por cien, tenía a las mujeres comiendo de su mano. Un hombre que solo está seguro de sí al ochenta por ciento, solo tiene palomas comiendo de su mano.

Y este hombre al ochenta por ciento, por razones que solo el diablo conocía, había invitado a la señora Espósito a tomar el té —¡el té!— como si él fuera una ancianita temblorosa esperando anhelante unos cuantos chismes y cotilleos.

Peor todavía, como si fuera un pobre diablo sentimental que quiere hacer retroceder el tiempo treinta años.

Su ayuda de cámara volvió con un chaleco verde oscuro, el color de un valle densamente poblado de árboles. Langford se lo puso, decidido a quedarse con esta elección, tanto si le daba aspecto de príncipe como si tenía pinta de rana. No parecía ninguna de las dos cosas, solo parecía un hombre perturbado, confundido y ligeramente aprensivo, que no se había abandonado, exactamente, ni tampoco se había conservado.

Tendría que servir, suponía.

El landó de la señora Espósito se detuvo delante de la mansión Ludlow Court justo cuando pasaban dos minutos de las cinco. Bajo su sombrilla de encaje, tenía un aspecto tan refinado y decoroso como una taza de té de la propia reina. Le gustó el atuendo que había elegido: un vestido de tarde de color perla y azul pálido. Le gustaban los cremas y pasteles que dominaban en su guardarropa, los colores de una eterna primavera, aunque si alguien le hubiera preguntado durante su época de hombre de mundo, habría decretado que esos tonos eran demasiado pedestres.

La recibió él personalmente, tendiéndole la mano, sin guante, para que se apoyara al bajar del coche. Ella estaba complacida y un poco desconcertada; bien, así ya eran dos.

—Vine a verlo hace unas semanas, excelencia —dijo ella entre tímida y desafiante—. No estaba en casa.

Los dos sabían que sí que estaba en casa. Pero solo él sabía que la había estado observando desde la ventana del piso superior, con una mezcla de exasperación y fascinación.

—¿Pasamos a tomar el té? —dijo, ofreciéndole el brazo.

Según los criterios ducales, Ludlow Court era más que modesta; era absolutamente modesta. Mucho tiempo atrás, cuando él tenía algo más de veinte años, lo habían invitado al palacio de Blenheim. Mientras el carruaje se iba aproximando al imponente edificio, desde lejos, lo había consumido una sensación de inferioridad; comparada con el coloso que era la propiedad ancestral de los Marlborough, su propia mansión solariega parecía meramente una vicaría con pretensiones.

Sin embargo, la grandiosa fachada de Blenheim había demostrado ser solo eso, una fachada o, para ser más precisos, un espejismo. Porque según el vehículo se acercaba a la casa, resultó que esta estaba en muy mal estado. Dentro de la gran mansión, las cortinas estaban polvorientas y llenas de agujeros, las paredes oscurecidas por unos tiros de chimenea mal mantenidos y el techo con goteras en casi todas las habitaciones; esto después de que la familia hubiera vendido las famosas gemas Marlborough para aliviar las cosas. Pocos años después de su visita, el séptimo duque tuvo que pedir la autorización del Parlamento para romper los derechos de sucesión, a fin de que todo el contenido de la casa pudiera ser subastado para sufragar las deudas de la familia.

Por contraste, la casa solariega de Ludlow Court era una joya, un ejemplo diminuto, pero perfecto, de la arquitectura palladiana, con líneas luminosas y elegantes, bellas proporciones y un interior que Langford había podido conservar —y de vez en cuando modernizar— con relativa facilidad.

Pero mientras pasaba por la antesala y la grandiosa entrada, con la mano de la señora Espósito apoyada, apenas, en su brazo, se preguntó qué pensaría ella de la casa. Su actual residencia quizá fuera poco mayor que un pabellón de caza, pero tenía entendido que antes vivía en una mansión mucho más grande, más grande que la suya y, probablemente, más moderna y más lujosamente amueblada, dada la fortuna de su difunto esposo.

—Ha reconstruido la terraza —dijo la señora Espósito cuando entraron en el saloncito que daba al sur. Un lado de la estancia daba a la pendiente adoquinada de la parte trasera de la casa, que conducía a los jardines de diseño formal, geométrico, y al pequeño lago, más allá—. A su excelencia solía preocuparla.

—¿De verdad? —Otra cosa más que él no sabía de su propia madre.

—Sí, bastante. Pero decidió no arreglarla para no molestar a su padre mientras estaba enfermo —dijo la señora Espósito—. Era una persona muy buena.

Eso era algo que él había descubierto demasiado tarde. En sus arrogantes años de adolescencia, pensaba en secreto que su madre era demasiado anticuada y rústica, que no poseía nada de la majestuosidad y glamour apropiados para la consorte de un príncipe del reino. Había soportado su ansioso cariño como si fuera una piedra de molino que llevara colgada del cuello, sin sospechar ni por un momento que, sin ella, iría a la deriva.

—Nunca me dijo nada sobre ello. Y me temo que yo era demasiado obtuso y estaba demasiado absorto en mí misino para adivinarlo. No la hice reparar hasta que empecé a dar fiestas de fin de semana.

—Es muy bonita —respondió ella, mirando por la ventana hacia las exuberantes rosas de color albaricoque que florecían a lo largo de la balaustrada. Llevaba rosas en su sombrero de ala ancha, rosas confeccionadas con cintas de gro azul pálido—. A ella le habría gustado.

—¿Preferiría tomar el té en la terraza? —le preguntó impulsivamente—. Hace un hermoso día.

—Sí, gracias —aceptó ella, con una leve sonrisa.

Ordenó que instalaran una mesa fuera, bajo un amplio toldo, con un mantel blanco y unas rosas como las que ella estaba admirando colocadas en un jarrón de cristal.

—Me parece que es hora de que me disculpe —dijo ella mientras se acomodaban en sus asientos, uno al lado de otro, en un ángulo amplio, de forma que los dos pudieran disfrutar viendo los jardines.

—No es necesario. Disfruté muchísimo de la cena y encontré tanto la comida como la compañía fascinantes.

—No lo dudo. —Se echó a reír, un poco cohibida—. Como representación, no podía encontrar nada mejor. Pero quiero disculparme por todo mi plan, desde el principio, cuando hice que se marcharan todos mis criados y dejé a mi gatito en el árbol para poder pedirle que me ayudara.
Él sonrió.

—Le aseguro que no fui una víctima inocente de sus planes. Sabía en qué me metía cuando acepté ser su sir Galahad temporal y un tanto maleducado.

La señora Espósito se sonrojó.

—Ya lo había deducido, créame, por lo que sucedió posteriormente. Pero sigue siendo un deber pedirle disculpas por mi engaño inicial.

El té llegó con mucha pompa y ceremonia. La señora Espósito tomó crema y azúcar, con el dedo meñique de la mano derecha separado muy ligeramente, dibujando una curva delicada, como el pétalo de un crisantemo oriental.

—Por mucho que apruebe que reconozca su «engaño inicial», lo que más me preocupa es la historia que siguió después —dijo, sin hacer caso de su té y observando cómo ella removía el suyo con una finura lánguida y delicada—. ¿También se disculpará por eso?

—Solo si hubiera sido una flagrante mentira.

Distraído, tomó un sorbo de té. Seguía sin gustarle aquel brebaje.

—¿Me está diciendo que no fue una flagrante mentira?

Ella siguió removiendo el té.

—Después de pensarlo muy detenidamente, he decidido que ya no lo sé.

Maldijo su curiosidad y su falta de tacto. Un hombre más circunspecto no habría tenido que vérselas con las amplias perspectivas que abría aquella respuesta.

—Tal vez, podría ayudarme a decidirlo —prosiguió ella—. Me gustaría conocerlo mejor.

«Ya no soy joven. Así que decidí no utilizar las artimañas de una mujer joven y opté por una manera más directa de abordarlo.» Por lo menos esto no era mentira.

—¿Qué le gustaría saber?

—Muchas cosas, pero la primordial es cómo y por qué se convirtió en la persona que es hoy. Lo encuentro un misterio muy interesante.

El corazón empezó a latirle con fuerza.

—No es ningún misterio. Estuve al borde de la muerte.

Pero ella no se conformaría con tan poco.

—Mi hija estuvo a punto de morir cuando tenía dieciséis años. Aquella experiencia solo hizo que fuera más como ya era, no la convirtió en una persona completamente diferente, que es en lo que usted, según todos los informes, se ha convertido.

Levantó la taza y la dejó suspendida justo debajo de los labios, con la muñeca tan firme como la libra esterlina.

—El instinto me dice que no podré comprenderlo hasta que conozca la historia que hay detrás de su transformación. Y que esa historia es algo más que la de un hombre que ha estado al borde de la muerte. ¿Me equivoco?

Sopesó una serie de respuestas y las rechazó todas. Habiendo disfrutado toda la vida del privilegio de no andar con rodeos, no estaba preparado para entregarse ahora, de repente, a las evasivas.

—No —dijo.

Ella seguía con la taza suspendida cerca de su barbilla, casi como un escudo o un disfraz para ocultar su peligrosa perspicacia detrás de una pieza de fina porcelana vidriada con un dibujo de  yedra y rosas.

—Si me permite la indiscreción, ¿había una mujer?

No tenía por qué responder a la pregunta. Pero tampoco tenía por qué haberla invitado a tomar el té. No conocía sus propios planes más que los de ella, posiblemente mucho menos.

—Sí, había una mujer —respondió—. Y un hombre.

Ella se quedó paralizada por la sorpresa. Con cuidado, dejó la taza en la mesa. Era de presumir que la estabilidad de su muñeca no estaba a la altura de la excitación de su muy salaz imaginación.   

—Santo cielo —murmuró.

Él se rió, con pesar.

—Ojalá fuera ese tipo de sordidez sin complicaciones.

—Oh—dijo ella.

—Seguramente habrá oído hablar del incidente de caza. Me alcanzó un disparo, tuvieron que operarme, durante seis horas, y a punto estuve de no sobrevivir —explicó—. Pero tiene razón. En sí mismo, aquello no me hizo cambiar de vida, no más que lo haría una resaca o una fuerte indigestión.

Una semana después de que Langford estuviera fuera de peligro, Francis Elliot, el hombre que le había disparado, fue a verlo. Elliot había sido compañero de clase en Eton, y Langford visitaba su casa con frecuencia cuando estaba de vacaciones. Con los años, su amistad, que había sido muy estrecha, se había ido enfriando, ya que Langford llevaba una vida de desenfreno y Elliot se preparaba para ser un hacendado serio, responsable y carente de imaginación, siguiendo el ejemplo de sus antepasados.

Aquella mañana en concreto, Langford, de pésimo humor debido al dolor y al aburrimiento, había arremetido contra Elliot por su mala puntería y había insultado su hombría en general. Elliot estuvo callado hasta que a Langford se le agotaron los términos peyorativos, y no era fácil, porque con la formación propia de un hombre de letras poseía unas provisiones casi infinitas de palabras denigrantes.

Luego, por primera vez en su vida, Langford oyó gritar a Elliot.

—Resultó que el hombre que me disparó lo hizo deliberadamente, aunque no tenía intención de matarme. Eso fue el resultado de los nervios y la mala puntería... porque yo había seducido a su esposa.

La señora Espósito acababa de coger un sándwich de pepino. Se quedó inmóvil. Ya estaba escandalizada y no había llegado todavía la peor parte.

—No tenía ni idea de qué me hablaba. Por lo que yo sabía, no conocía a su esposa, hasta que recordé, muy vagamente, un encuentro en un baile de máscaras dado por otro amigo mío seis meses antes. Había una mujer, una matrona joven, con aire triste. Lo que no había sido más que una diversión de una noche para mí, había precipitado una crisis doméstica para mi amigo. Amaba a su esposa. Estaban pasando por unos momentos difíciles, pero la amaba. La quería profunda y apasionadamente, aunque también de forma torpe y sin expresarle su cariño.

Al principio, el relato de Elliot no despertó en Langford otra cosa que desprecio. Nunca dejaría que una mujer, ninguna mujer, le importara ni la mitad que a su amigo. Cualquier hombre que permitiera que eso le sucediese, solo podía culparse a sí mismo por un apego tan estúpido.

Luego, después del estallido inicial, Elliot hizo algo asombroso: se disculpó. Con los dientes apretados, le pidió disculpas por todo; por su falta de carácter, por su carencia de criterio, por hacerle pagar su desesperación a Langford, cuando era él quien tenía la culpa de que su esposa fuera infeliz.

Langford, todavía irritado, aceptó sus disculpas, sin dar muestras de amabilidad. Pero, una vez que Elliot se hubo marchado, no conseguía sacárselo de la cabeza, no podía dejar de ver la expresión en la cara de su amigo mientras se disculpaba, una expresión en la que solo había reproche hacia sí mismo, y la determinación de hacer lo correcto, pese a la avalancha de desdén que iba a provocar al hacerlo.

Con su disculpa incondicional, Elliot había demostrado que, pese a su acto anterior, era un hombre con fortaleza, conciencia y decencia; todo lo que Langford despreciaba y de lo que se burlaba por ser cualidades demasiado plebeyas para su elevada persona.

—No quería cambiar ni que me cambiaran —prosiguió Langford—. La vida que había llevado hasta entonces era muy agradable y adictiva. Detestaba abandonarla. Pero el daño estaba hecho. Aquello me había afectado. En los días siguientes a mi convalecencia, empecé a poner en tela de juicio todo lo que había dado por sentado sobre mis elecciones en la vida. ¿A cuántas personas más habría herido en mi búsqueda insensata de diversión? ¿Le había dado algún uso digno a mi talento y a mi enorme fortuna? ¿Qué habría pensado mi pobre madre de todo aquello?

La señora Espósito escuchaba con grave concentración, sin apartar ni un momento los ojos de los de él.

—¿Qué pasó con su amigo y su esposa?

Era una cuestión que todavía lo atormentaba en mitad de la noche. Por lo que sabía, parecían estar bien, no había informes de peleas vergonzosas ni de una afición indecorosa por la botella.

—Según tengo entendido han tenido tres hijos. El mayor nació alrededor de un año después de que él me disparara.

—Me alegro —dijo ella.

—Pero, en realidad, esto no nos dice nada por sí mismo, ¿verdad? —Un hombre y su esposa bien podían procrear aborreciéndose mutuamente. Quería imaginar una familia en armonía, pero su mente solo le ofrecía imágenes de niños silenciosos y asustados, siempre con el alma en vilo, en torno a unos padres encerrados en una amargura odiosa. Una amargura de la que Langford era responsable.

—Los matrimonios son una cosa extraña —afirmó ella—. Muchos son algo extremadamente frágil. Pero otros son excepcionalmente resistentes, capaces de recuperarse después de las heridas más graves.

A Langford le habría gustado creerla. Pero los matrimonios que él conocía eran, por regla general, indiferentes.

—Habla por propia experiencia, espero.

—Así es —dijo ella, con firmeza.

—Hábleme de ello —pidió él—. Exijo algo que sea por lo menos la mitad de sensacional a cambio de haber divulgado mi incalificable pasado.

Ella cogió la taza y luego, con mucha resolución, la volvió a dejar.

—Sensacional no lo será. Lo más sensacional que he hecho en mi vida fue soltarle a  usted que quería que se casara conmigo. Pero no debería sorprenderle saber que, en realidad, sí que deseaba casarme con usted hace más de treinta años.

Era sorprendente oírla hablar de ello con tanta franqueza.   

—Estaba convencida de que tenía el aspecto, el comportamiento y la aprobación de su madre. Los únicos obstáculos eran su juventud y su indudable falta de inclinación a casarse con una joven elegida por su madre, pero consideraba que ninguna de las dos cosas era insuperable. Cuando acabara la universidad, yo todavía estaría en edad de casarme. Y mientras tanto, me educaría en los clásicos, para distinguirme de otras mujeres que competirían por su mano.

»Sin duda, mi plan debe de parecerle arrogante e ingenuo a la vez. Lo era. Pero yo creía con fervor en él. Pensándolo ahora, veo que nos habría ido pésimamente juntos; que yo me habría sentido consternada por su promiscuidad y usted, a su vez, habría sentído repulsión por mi entrometimiento moralista, como lo llama mi hija. Pero en aquellos días vertiginosos de 1862, usted era mitológicamente perfecto y yo estaba obsesionada con usted.

»No es necesario decir que, cuando el señor Espósito empezó a cortejarme, no me entusiasmaron sus atenciones. Yo anhelaba el rango y desdeñaba el dinero hecho con hollín, y él solo poseía esto último. No comprendía por qué mi padre recibía complacido sus visitas, hasta que me sucedió lo mismo. Créame, tener que casarme con él por algo tan humillante como la desastrosa situación económica de mi familia no hizo que me resultara más querido.

Había pesar en su voz. De repente, Langford comprendió que ese pesar no era por él, sino por el señor Espósito, fallecido mucho tiempo atrás. Sintió una extraña punzada de celos.

—¿Quiere decir que su matrimonio se recuperó finalmente de esa herida dolorosa?

—Lo hizo. Pero necesitó mucho tiempo. Cuando me casé con el señor Espósito, decidí ser una mártir entera y verdadera. Aun que me negué a rebajarme tratando de saber noticias suyas o sucumbiendo a cualquier aventura, también me negué a verlo a él como otra cosa que una entidad legal a la cual sacrificaba mis sueños por el bien de mi familia. Incluso cuando mis sentimientos cambiaron, no sabía qué hacer. Me parecía ridículo que sintiera otra cosa que deber y obligación hacia un hombre al que, durante tantos años, solo había llamado señor Espósito.

La voz se apagó. Finalmente se llevó el sandwich de pepino a los labios.

—Tuvimos tres años buenos antes de que falleciera.

Langford no sabía qué decir. Siempre había pensado que los matrimonios felices eran cosa de los cuentos de hadas, casi tan probables como los dragones que echaban fuego por la boca en esta edad mecanizada. Descubrió que no estaba en situación de decir nada sobre su pérdida.

En silencio, la señora Espósito se comía el sandwich de pepino con mucha finura. Cuando acabó, meneó la cabeza y sonrió pensativa.

—Ahora recuerdo que la buena sociedad no se dedica a la sinceridad desenfrenada. Es incómodo, ¿verdad?

—No es tanto eso como que obliga a reflexionar —respondió él—. No creo haber tenido una conversación más franca en toda mi vida, no sobre cosas que importaran.

—Y ahora ya no nos queda nada más de que hablar, salvo del tiempo —dijo ella, irónica.

—Permítame que corrija su error, señora —respondió él, con igual ironía—. Entiendo que debajo de su fachada de feminidad ideal, es usted una mujer intelectual que quizá sea lo bastante instruida como para apreciar mi vasta erudición.

—Vaya, tiene que vigilar esa arrogancia, excelencia —dijo ella, con una leve sonrisa—. Quizá descubra que es exactamente lo contrario. Mientras usted salía de juerga cada noche, yo leía todo lo que se había escrito durante la antigüedad clásica.

—Puede que sea así, pero ¿tiene alguna idea original sobre ello? —preguntó, desafiante.

Ella se inclinó ligeramente hacia delante. El observó, con placer, el brillo de sus ojos.


—¿Dispone de unos cuantos días para escuchar, señor?

Continuara...
+10 ;)

14 comentarios: