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miércoles, 15 de abril de 2015

DOS



—Tienes que comer algo, te lo digo en serio. —Mindy, la vecina de Lali, dejó una humeante taza de té en la mesa de la cocina, delante de ella, antes de sentarse a su derecha.
Lali no necesitaba mirar para saber que la pecosa Mindy tenía una expresión preocupada y apenada. La mujer adoraba a Benjamín. Todo el mundo lo hacía. Ninguno de sus amigos sabía que tenía cambios de humor bruscos. Ni que se mantenía alejado de casa a propósito. O que discutían por culpa del trabajo. Pero no tenían por qué enterarse de todo eso en ese momento. Nadie tenía que hacerlo.
—Gracias. —Con dedos temblorosos, Lali rodeó la taza, aferrándose a su calidez—. Creo que me pondré a vomitar si huelo una taza de café más.
Una continua procesión de amistades había desfilado por la casa durante toda la tarde y hasta entrada la noche. Ese era el primer momento de tranquilidad del que Lali podía disfrutar. Y en ese momento... en ese momento se preguntaba para qué lo había querido.
—El té debería ayudar a que te relajaras —comentó Mindy al tiempo que se apartaba la melena pelirroja por encima del hombro—. Ha sido un día muy largo. ¿Te apetece un poco de sopa?
Lali negó con la cabeza. Lo último que le apetecía era comer. Se le revolvería el estómago si lo intentaba. Agitó una mano y parpadeó para contener las lágrimas que amenazaba con derramar. No pensaba ceder al impulso. En ese momento no. Ya se desahogaría cuando estuviera sola. En ese enorme dormitorio en el que estaba acostumbrada a dormir sin compañía.
—No tengo hambre. —Se hizo el silencio en la cocina. Sabía que Mindy no estaba de acuerdo, pero tenía un millar de cosas en la cabeza que nada tenían que ver con la comida—. Dios, Mindy. Tengo tantas cosas que hacer.
Mindy le cubrió la mano con la suya, que descansaba sobre la mesa.
—Hay tiempo de sobra para hacerlo.
—No. Si no me ocupo de todo, me volveré loca. —Se echó hacia atrás en la silla—. No puedo quedarme aquí.
—Tienes que tomarte tu tiempo. No puedes tomar decisiones ahora mismo.
—No. Esta casa fue idea suya. Vivir aquí... —Cerró los ojos con fuerza—. Él tomaba todas las decisiones importantes de nuestras vidas.
—Era tu marido. Y tú has pasado por mucho durante este último año y medio, con lo del accidente. Por supuesto que tomaba todas las decisiones. Es lógico teniendo en cuenta tu historial médico.
Su historial médico. La pérdida de memoria. Había sido la excusa de Benjamín para todo. La excusa para ocuparse de la economía doméstica, para encargarse de que ella nunca estuviera sola, para escoger la editorial con la que trabajaba como colaboradora independiente.
Debería haber insistido a fin de que contara con ella a la hora de tomar decisiones. Debería haber tenido un papel más activo porque así habría estado más preparada para lo que debía enfrentar en ese momento. No sabía ni siquiera dónde buscar la póliza de su seguro de vida.
El estómago le dio un vuelco y tuvo que tragar saliva para deshacerse de la bilis que se le había subido a la boca. Se inclinó sobre la mesa y apoyó los codos en ella antes de sujetarse la cabeza con las manos. Sabía que tenía que alejarse de esa casa todo lo posible. Llevaba meses sintiendo esa necesidad, pero la había desterrado por Benjamín. Porque su vida estaba allí. En ese momento... en ese momento ya no sabía qué pensar.
—Era Benjamín quien adoraba Houston, no yo. —Le dolía la cabeza. Esa noche no iba a tomar el analgésico. No cuando su mente ya estaba abotargada.
—Es tu casa, Lali. No puedes irte sin más. La familia de Benjamín está aquí.
Se le escapó una carcajada carente de humor.
—Su padre y él llevaban más de un año sin hablarse. Ese hombre apenas acepta que tiene un nieto. No es la clase de familia que quiero para Tomás. —En su opinión, era preferible no tener familia.
—Prométeme que no tomarás una decisión impulsiva. Por favor. —Sus ojos castaños, rebosantes de preocupación, se clavaron en la cara de Lali.
Mindy no lo entendería. Jamás. No entendería la sensación de no pertenecer a ese lugar, una sensación que llevaba mucho tiempo enquistándose en su interior. Que llevaba atormentándola desde el accidente. Y esa noche no era el momento para explicárselo.
Lali le dio un apretón en la mano.
—Te lo prometo. Ahora mismo no puedo pensar con claridad. —Se levantó y se llevó la taza de té, que no había probado, al fregadero—. Necesito echarme un rato. Gracias por todo lo que has hecho hoy. No sé cómo me las habría apañado sin ti.
Mindy se puso en pie y le colocó las manos en los hombros.
—¿Te las arreglarás bien esta noche? Tomás ya está dormido en su cama, pero podría llevármelo a casa si necesitas estar sola un rato.
Lali miró la escalera que conducía de la cocina a la planta alta de la casa, donde su hijo de cuatro años estaba dormido, y después negó con la cabeza. Todavía no le había contado la verdad. No quería que se enterase por los vecinos.
—No, gracias. Tengo que quedarme con él por si se despierta. Estaremos bien.
—Puedes contar conmigo para lo que necesites, Lali. Que no se te olvide. Si necesitas algo, solo tienes que cruzar la calle.
—Gracias. —Lali se obligó a esbozar una sonrisa forzada.
Tras darle un breve abrazo, Mindy se dirigió a la puerta principal. Nada más escuchar el sonido de la puerta de roble al cerrarse, Lali se volvió y contempló la casa vacía. Estaba sola. Totalmente sola. Ningún coche llegaría en mitad de la noche. Benjamín no entraría con paso vivo por la puerta, disculpándose por haberse perdido otra cena. No volvería a ver su cara ni volvería a sentir sus abrazos. Daba igual que fuera un marido espantoso. Era su marido. Y ya no estaba. A partir de ese momento, solo estarían Tomás y ella.
Exhaló un trémulo suspiro. Desterró el dolor que amenazaba con abrumarla de nuevo. Aunque casi era medianoche, sabía que le resultaría imposible dormir, bien o mal.
Se dirigió al despacho de Benjamín mientras se frotaba los brazos para mantener a raya el frío. Una vez allí, se sentó tras el escritorio y dejó que la mullida tapicería de cuero envolviera su dolorido cuerpo. Con dedos temblorosos, acarició la madera oscura.
Recorrió la estancia con la mirada. Una alta estantería decoraba una de las paredes. Las baldas estaban llenas de tomos de medicina, desde el suelo hasta el techo. La pantalla de un ordenador parpadeaba en el tramo más corto del escritorio con forma de ele. Una foto de un sonriente Tomás, tomada en verano, la miraba.
El despacho de Benjamín, las cosas de Benjamín. Casi nunca había entrado allí porque era su habitación privada. Una extraña sensación, muy inquietante, se apoderó de ella mientras estaba sentada en su sillón.
Encendió la lámpara de Tiffany situada junto al teléfono y ojeó las cartas que había en el rincón del escritorio. Esa tarea tan mundana consiguió distraerla de los detalles de los que todavía tenía que encargarse y calmó sus destrozados nervios.
Facturas, la renovación de la suscripción a una revista médica, una carta que les aseguraba que habían ganado diez millones de dólares en una carrera de caballos. Tiró el correo basura en la papelera que tenía junto a la rodilla y clasificó el correo profesional de Benjamín en un montón y el correo personal de ambos en otro.
Fue a coger el abridor de cartas que solía estar en el lapicero, pero no lo vio. Abrió un cajón y rebuscó en su interior, y, al no encontrarlo, procedió a hacer lo mismo con otro cajón.
Lo localizó al fondo del tercer cajón, junto con otra carta sin abrir. Lali meneó la cabeza mientras una sensación melancólica acrecentaba su tristeza. Seguramente Tomás había metido esas cosas allí. Siempre metía cosas donde no debía. Y Benjamín siempre se molestaba cuando Tomás le cambiaba las cosas de sitio.
Claro que ya nadie tendría que preocuparse por eso nunca más. Con más tristeza si cabía, abrió la carta y miró la factura que tenía en la mano. Frunció el ceño al ver su nombre. Cogió el sobre que acababa de abrir. Aunque la dirección a la que iba dirigida era la de la consulta médica de Benjamín, era evidente que se trataba de una factura por el tiempo que había pasado ella en el hospital después del accidente. Un cuadro de balance mostraba que aún se debían diez mil dólares.
Benjamín le dijo que el seguro lo había cubierto todo. Al leer la carta con más detenimiento, se dio cuenta de que no era la factura de un hospital, sino de una clínica privada.
¿Una clínica privada? No podía ser. Ella había estado algo más de una semana en el hospital. Cuatro días en coma en la UCI, otros tres antes de que la trasladaran a planta y después cinco más en la planta de recuperación de cirugía para recuperarse de sus heridas.
Miró la factura una vez más.
San Francisco.
No, eso tampoco podía ser. El accidente sucedió en las afueras de Dallas. Volvía a casa tras asistir a una conferencia sobre geología en Fort Worth. Su periódico había cubierto el evento. Jamás había estado en San Francisco.
Las fechas de la factura también estaban mal. Cubrían más de dos años.
Le temblaban las manos al dejar la factura en el escritorio. Tuvo un mal presentimiento.
Informes médicos. Benjamín era muy meticuloso con sus archivos.
Se volvió hacia el archivador y revisó las carpetas en busca de una con su nombre.
Nada.
Abrió el segundo cajón. Impuestos, información catastral sobre la casa y revistas médicas a las que estaba suscrito. Ese hombre incluso tenía una carpeta con todas sus notas, desde el instituto hasta la universidad. Era un obseso del orden absoluto.
Pero ¿dónde estaban los documentos referentes a ella?
La impaciencia se apoderó de ella, así como un mal presentimiento que no quería reconocer. Abrió el tercer cajón de un tirón y respiró aliviada al ver las carpetas con la información médica de Benjamín, de Tomás y las suyas.
Sí, todo estaría allí. Alguien había metido la pata y le había mandado la factura a la persona equivocada.
Abrió su carpeta y la dejó sobre el escritorio, tras lo cual comenzó a examinar el montón de papeles. La petición de que le pusieran puntos en el pie cuando pisó un trozo de cristal el mes pasado. Una reclamación dental de cuando tuvieron que hacerle un empaste la primavera anterior. Informes médicos del doctor Reynolds, el neurocirujano que la había estado atendiendo desde el accidente. Documentos y evaluaciones que se extendían durante el último año y medio de su vida, y nada más.
Ningún informe de su embarazo, ni del nacimiento de Tomás. Nada sobre su estancia en el Baylor University Medical Center, donde la habían tratado después del accidente.
La documentación tenía que estar en otra carpeta. Algo separado, marcado como «parto» y «accidente». Cerró el cajón e intentó abrir el último. No pudo.
Volvió a tirar, pero en ese momento se dio cuenta de que estaba cerrado con llave.
Rebuscó en los cajones del escritorio para encontrar la llave. Una extraña sensación de urgencia la instaba a seguir. Probó con todas las llaves que encontró, pero ninguna encajaba. Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta, buscó por los estantes.
Ni rastro de la llave.
Se le subió la sangre a la cabeza, intensificando el dolor punzante que sentía alrededor de la cicatriz.
Corrió hacia el dormitorio que tan poco habían compartido y abrió de un tirón los cajones de su cómoda, rebuscando entre calcetines, calzoncillos y camisetas viejas.
Tenía que estar en alguna parte. Era imposible que hubiera tirado la llave después de cerrar el cajón. Sus dedos acariciaron las prendas de algodón hasta que por fin dieron con algo metálico y frío.
Se le formó un nudo en el pecho al sacar el llavero del fondo del cajón. Dos llaves relucían a la mortecina luz, una más grande que la otra. Regresó al despacho con piernas temblorosas y se arrodilló delante del archivador.
«No lo abras. Olvídate de la llave. Olvídate del cajón. Olvídate de esa ridícula factura. Nada bueno puede surgir de esto. Ya has pasado suficiente por hoy», se dijo.
Tragó saliva para deshacer el nudo que tenía en la garganta. Antes de poder cambiar de idea, giró la llave en la cerradura. El cajón se abrió con un chasquido.
En el interior había una caja metálica alargada. La dejó con cuidado en el escritorio antes de volver a sentarse en la silla y secarse el sudor de las manos con las perneras de los pantalones. La segunda llave entró en la cerradura de la caja con facilidad.
Inspiró hondo y levantó la tapa. El interior estaba lleno de informes médicos, evaluaciones y facturas. Sacó cada papel por separado para leer las fechas y el contenido. Todos hacían referencia a una clínica privada en San Francisco. Todos mencionaban fechas que iban desde hacía cinco a dos años atrás.
Según esos documentos, ella había estado en coma casi tres años, no cuatro días. Tomás nació por cesárea mientras ella seguía en coma.
Cerró los ojos. Era imposible. Había sufrido un parto larguísimo: más de veinticuatro horas. Benjamín le había sostenido la mano durante todo el tiempo. La habían llevado al quirófano en silla de ruedas cuando dejó de dilatar. Benjamín estuvo con ella en cuanto le sacaron a su hijo. Se lo había contado todo. Le había contado tantas veces la historia del nacimiento de Tomás que se lo imaginaba perfectamente.
Se le llenaron los ojos de lágrimas. Volvió a mirar los documentos mientras su cabeza se debatía entre lo que le habían contado y los hechos que tenía delante.
No había fotografías. No había fotos de su embarazo. En ninguna parte de la casa. Benjamín le había explicado que se debía a que detestaba estar embarazada y no quería recordar su aspecto.
Sin embargo, tampoco había fotos con el camisón del hospital, sonriente y con su hijo en brazos. Ninguna dándole el pecho a su hijo. Había creído a Benjamín cuando le dijo que se le había olvidado la cámara de fotos el día que Tomás nació.
Corrió hacia el salón, sacó los álbumes de fotos de la estantería y comenzó a hojearlos. Benjamín acunando a un Tomás recién nacido. Benjamín bañándolo. Benjamín dándole de comer sus primeros alimentos sólidos. «¡Dios mío!», pensó. Benjamín sonriéndole en su primer cumpleaños. En todas las fotos aparecía Benjamín. No había ni una sola de Tomás y de ella hasta después de su segundo cumpleaños.
El pánico la atenazó. Siempre había supuesto que fue ella quien hizo las fotos. Nunca se había planteado otra posibilidad. Se frotó una mano sobre el nudo que tenía en el pecho, intentó encontrarle una explicación lógica a todo eso. No pudo.
Benjamín era médico. Era su marido. Había creído en su palabra. Nunca se le había pasado por la cabeza no hacerlo. ¿Por qué? ¿Por qué le habría mentido?
«No, no, no. No puede ser verdad», se dijo.
Aunque las piernas amenazaban con flaquearle, regresó al despacho. Clavó la mirada en la evaluación de un neurocirujano cuyo nombre desconocía.
«Daños en el córtex lateral del lóbulo temporal anterior como resultado de un fuerte traumatismo. Pronóstico: pérdida de memoria, posiblemente permanente e irreversible.»
Pérdida de memoria permanente. Coma. Tres años.
Ahogada por las lágrimas, siguió leyendo los informes. Se le cayó el alma a los pies al ver la firma de Benjamín en varios documentos. Había sido uno de los médicos de la clínica privada.
Concretamente, el médico que la atendió.
«No, no, no», se repitió. Jamás le habrían permitido a su marido que supervisara su recuperación. Jamás. Ni en un millón de años. Ella no era doctora, pero conocía las reglas.
Sintió un reguero de sudor que le bajaba por el cuello hasta empaparle la espalda. Tenía que haber una explicación. Algo. ¡Cualquier cosa!
Sacó cada uno de los documentos que contenía la caja, impulsada por la frenética necesidad de saber la verdad. Su mente era un hervidero de preguntas y de recuerdos que ya no sabía si eran ciertos o inventados. Cuando sacó el último papel de la caja, creyó que el suelo se abría bajo sus pies.
Le fallaron las piernas y se dejó caer en el sillón. En el fondo de la caja había una foto. Se le atascó el aliento en la garganta. Con dedos temblorosos, sacó la foto al tiempo que sentía una punzada en el corazón.
Era la foto de una niña, de unos cinco años de edad. Estaba sentada en una barca. El agua relucía a su espalda. Los árboles brillaban a lo lejos. Tenía una melena castaña y rizada, y los ojos más verdes que Lali había visto en la vida. La cara de la niña le resultaba inquietantemente familiar…
Entonces lo supo.   
«¡Dios mío! ¡Dios mío!»
Se quedó sin aliento. Y en un recóndito lugar de su interior supo que esa niña solo podía ser su hija.
Continuará... +15 :)

17 comentarios:

  1. Pobre Lali pero que bueno que comience a descubrir la verdad y a contárnosla jaja.
    bastante enfermo estaba benjamin.

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  2. ++++++++++++++++++++++++++++++++++++++

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  3. Ayy noo pobre lali
    Que locura toodooo
    Masss
    Ya quiero q se encuentre con peter! Jajaja

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  4. Noo, benjamín era un maldito obsesivo!!

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  5. Diosss quiero saber como sigue!!!

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  6. Mentiraaaaaa!!!!!! Esta novela es lo maaaaas lejoooos lo mejor esperando el proximo capituloooo porfaaaaaa subeloooo quede con las ansias de mas

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  7. Geniaaaaaa muy buena esta novela esperandp el proximos capitulo!!!!

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  8. Me encanta la nove esperando el próximo boluda. Subiiiii rápido
    Atte: Maruu

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  9. QUIEROOOO MAS TE EXIGO QUE SUBAS OTROO NAAA CHISTEEE ESPERAAANDOOO OTROOOO

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  10. mas mas mas mas porfiiiiiis

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  11. NOOOOO PERO QUE CAPITULOOON SE ENTEROOO AHORA FALTA PETER Y ESTAMOOOOS OTRO OTRO OTRO

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  12. D locos ,espero k mantenga la cabeza fría ,xk mucha info para como se encuentra Lali.

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