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domingo, 17 de mayo de 2015

Cap / 1



El fantasma había intentado en numerosas ocasiones abandonar la casa, pero le resultaba imposible. Cada vez que se acercaba a la puerta principal o se asomaba a una ventana, desaparecía; todo cuanto era se desvanecía como la neblina en el aire. Lo inquietaba no ser algún día capaz de adquirir forma nuevamente. Se preguntaba si estar allí atrapado era el castigo por un pasado que no recordaba... y, en tal caso, ¿cuánto iba a durar?
           
La casa, de estilo victoriano, se encontraba al final de Rainshadow Road, la pintura de los listones había sufrido el efecto de las inclemencias del aire marino y su interior estaba en un estado lamentable tras una sucesión de inquilinos descuidados. Habían forrado los suelos originales de parqué con una moqueta de mala calidad y dividido las habitaciones con tabiques de aglomerado recubiertos por una docena de capas de pintura barata.

            El fantasma había observado aves marinas por las ventanas: correlimos, pitiamarillos, chorlitos cenicientos y zarapitos trinadores que se lanzaban en picado sobre la abundante comida de las marismas en los amaneceres pajizos. Por la noche miraba fijamente las estrellas y los cometas y la luna entre las nubes, y algunas veces veía la aurora boreal danzando en el horizonte.
           
No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba en la casa. Sin latidos del corazón para contar los segundos, el tiempo era intemporal. Se había encontrado allí un día, sin nombre, sin cuerpo, y sin saber quién era. No sabía cómo había muerto, ni dónde, ni por qué. Sin embargo, unos cuantos recuerdos pugnaban por materializarse al borde de su conciencia. Estaba seguro de que había vivido en el archipiélago de San Juan durante un tiempo. Suponía que había sido barquero o pescador. Cuando contemplaba la bahía recordaba cosas sobre el agua que había más allá de la orilla: los canales entre las islas de San Juan, los angostos estrechos de Vancouver. Conocía la silueta sinuosa del estrecho de Puget, el modo en que por sus ensenadas en forma de diente de dragón se llegaba a Olympia.
           
También sabía muchas canciones y rimas y poemas. Cuando el silencio le resultaba demasiado insoportable, cantaba para sí mientras recorría las habitaciones vacías: «Every time it rains, it rains pennies from heaven...» o «I like bananas, because they have no bones...» y «We’ll meet again, don’t know where, don’t know when, but I know we’ll meet again, some sunny day...»
           
Ansiaba comunicarse con cualquier criatura. Pasaba desapercibido incluso a los insectos que se escabullían por el suelo. Estaba sediento por conocer lo que fuera de quien fuese, desesperado por recordar a alguien a quien hubiera conocido. Pero no tendría acceso a aquellos recuerdos hasta el misterioso día en que le fuera revelado su destino por fin.
           
Una mañana, llegó gente a ver la casa.
           
Electrizado, el fantasma vio acercarse un coche. Las ruedas aplastaban los hierbajos del camino sin asfaltar. El vehículo se detuvo y se apearon de él dos personas, un joven moreno y una mujer de más edad, con vaqueros, zapatos planos y una chaqueta rosa.
           
—Todavía no me creo que me lo haya dejado a mí —decía—. Mi primo la compró en los años setenta. Su intención era arreglarla y venderla, pero nunca llegó a hacerlo. El valor de esto se limita al terreno. Tendrás que derribar la casa, de eso no cabe duda.

            —¿Has calculado lo que cuesta?

            —¿Lo que vale el terreno?

            —No. Lo que costaría restaurar la casa.

            —¡Dios mío, no! La estructura está dañada. Habría que reconstruirla por entero.

            El joven miraba el edificio fascinado.

            —Me gustaría echar un vistazo al interior.

            La mujer frunció el ceño y la frente se le arrugó mucho.

            —¡Por favor, Gastón! No es seguro entrar, créeme.

            —Tendré cuidado.

            —No quiero asumir la responsabilidad si te lastimas. ¿Y si se hunde el suelo o se te cae una viga encima? Eso por no hablar de los bichos que...

            —No me ocurrirá nada —le dijo zalamero—. Cinco minutos. Solo quiero echar un vistazo.

            —Está claro que no debería permitírtelo.

            Gastón le dedicó una sonrisa encantadora.

            —Pero lo harás. Porque eres incapaz de negarme nada.

            La mujer intentaba parecer severa, pero se le escapó una sonrisa.

            «Así era yo», pensó el fantasma, sorprendido. Lo asaltaron fugaces recuerdos de antiguos flirteos y veladas en porches delanteros. Sabía cómo engatusar a las mujeres, ya fueran jóvenes o mayores, cómo hacerlas reír. Había besado muchachas de aliento dulce, con maquillaje perfumado en el cuello y los hombros.

            El hombretón subió al porche y abrió la puerta dándole un empujón con el hombro porque estaba atascada. En cuanto entró en el vestíbulo se volvió cauteloso, como si esperara que se le echara algo encima. A cada paso, la capa de polvo del suelo se levantaba en volutas cenicientas que lo hacían estornudar.

            Un sonido humano. El fantasma había olvidado lo que era estornudar.

            Gastón recorrió con la mirada las paredes destartaladas. Incluso en aquella penumbra se veía que tenía los ojos azules, con patas de gallo en las comisuras. No era guapo, aunque sí fuerte y de facciones suaves que le daban un aspecto agradable. Tomaba mucho el sol, porque estaba bronceado. Mirándolo, el fantasma casi recordó la sensación del sol, el ligero calor sobre la piel.

            La mujer, que se había acercado con cautela a la puerta principal, asomó la cabeza dentro. El pelo le rodeaba la cabeza como un nimbo plateado. Se agarró a una jamba como si fuera la barra de sostén de un vagón de metro traqueteante.

            —Aquí dentro está muy oscuro. No creo que...

            —Me harán falta más de cinco minutos —dijo Gastón, escogiendo una diminuta linterna de su llavero y encendiéndola—. A lo mejor te apetece ir a tomar un café y volver dentro de, digamos... ¿media hora?

            —¿Y dejarte aquí solo?

            —No voy a hacer ningún desastre.

            La mujer bufó.

            —No es la casa lo que me preocupa, Gastón.

            —Llevo el móvil. —Se dio unos golpecitos en el bolsillo trasero—. Te llamaré si surge algún problema. —Las patas de gallo se le marcaron más—. Podrás venir a rescatarme.

            Ella suspiró con dramatismo.

            —¿Qué esperas encontrar exactamente en esta ruina?

            Él ya no la miraba, sino que contemplaba con atención todo cuanto lo rodeaba.

            —Un hogar, tal vez.

            —Esto lo fue en otra época. Pero no veo cómo podría volver a serlo.

            El fantasma sintió alivio cuando la mujer se marchó.

            Describiendo despacio arcos con el haz de la linterna, Gastón se puso a explorar concienzudamente, mientras el fantasma iba siguiéndolo de habitación en habitación. El polvo cubría la repisa de la chimenea y los muebles rotos como un velo de gasa.

            Gastón vio un pedazo rasgado de la moqueta; se puso en cuclillas, tiró del borde y enfocó la luz hacia el parqué de debajo.

            —¿Caoba? —murmuró, examinando la superficie oscura y pegajosa—. ¿Roble?

            «Nogal», pensó el fantasma, mirando por encima del hombro de Gastón. Otra revelación: sabía instalar parqué. Sabía lijar y pasar el cepillo y clavarlo con tachuelas; sabía aplicar tinte con una muñequilla de lana.

            Entraron en la cocina, con su espacio para empotrar una cocina de hierro y unas cuantas hileras de azulejos rotos que todavía quedaban en las paredes. Gastón dirigió el haz de luz hacia el techo alto y los armarios torcidos. Enfocó un nido de pájaro abandonado y bajó la vista hacia las salpicaduras de excremento que había debajo.

            —Debo de estar loco —murmuró, sacudiendo la cabeza.

            Salió de la cocina y se acercó al pie de la escalera, donde se detuvo a pasar el pulgar por la barandilla. Dejó una marca en la suciedad. Debajo había madera brillante. Apoyando con cautela los pies en los escalones para evitar posibles agujeros o zonas podridas, subió al piso de arriba. De vez en cuando hacía una mueca y resoplaba como si percibiera un olor repugnante.

            —Tiene razón —dijo, cuando llegó arriba—. Esto habrá que demolerlo.

            La angustia de la preocupación sacudió al fantasma. ¿Qué sería de él si alguien derribaba la casa? Podría ser su fin. No concebía haberse visto atrapado allí, solo, únicamente para terminar apagándose sin motivo aparente. Dio una vuelta alrededor de Gastón, estudiándolo, deseoso de comunicarse con él pero temeroso de que si lo hacía saliera chillando de la casa.

            Gastón lo atravesó y se detuvo frente a la ventana que daba al camino delantero. La mugre cubría el cristal, convirtiendo la luz del sol en un resplandor apagado. Soltó un suspiro.

            —Llevas mucho tiempo esperando, ¿verdad? —preguntó en voz baja.

            La pregunta sobresaltó al fantasma. Pero cuando Gastón siguió hablando se dio cuenta de que conversaba con la casa.

            —Apuesto a que hace un siglo eras digna de ver. Sería una pena no darte una oportunidad. Pero, ¡caray!, me vas a costar un riñón, y poner en marcha el viñedo va a dejarme casi sin un céntimo. ¡Maldita sea! No sé...

            Mientras el fantasma acompañaba a Gastón en su recorrido por el resto de la casa, notaba cómo el apego de este por la casa ruinosa iba en aumento, cómo crecía su deseo de devolverla a la plenitud de su belleza. Solo un idealista o un loco, comentó en voz alta Gastón, se embarcaría en un proyecto de aquella envergadura. Y el fantasma tuvo que darle la razón.

            Al final Gastón oyó el claxon del coche y salió. El fantasma intentó acompañarlo, pero percibió la misma sensación de vértigo y estremecimiento, de desintegración, que experimentaba cada vez que intentaba marcharse. Miró por una ventana rota cómo Gastón abría la puerta del coche.

            Gastón se detuvo a echar un último vistazo a la casa hundida en la pradera, a su silueta destartalada suavizada por franjas de juncos marinos y apretada hierba salada, y las erizadas marañas de totora. Al azul sereno de la bahía False en lontananza, al resplandor de las marismas que empezaban al borde del fecundo légamo marrón.

            El joven asintió brevemente, como si hubiera tomado una determinación.

            Y el fantasma hizo un nuevo descubrimiento: era capaz de sentir esperanza.

            Antes de hacer una oferta por la propiedad, Gastón trajo a alguien para echarle un vistazo: un hombre aparentemente de su misma edad, unos treinta años. Quizás un poco más joven. Tenía una mirada fría, de un cinismo que no habría bastado una vida entera para forjar.

            Eran seguramente hermanos, porque tenían el mismo semblante, la misma boca grande y la misma complexión. Pero mientras que los ojos de Gastón eran de un azul tropical, los de su hermano eran de color verde y este carecía de expresión, a excepción del rictus amargo de la boca enmarcada por profundos surcos. El aspecto agradable de Gastón contrastaba con la arrebatadora belleza de las facciones afiladas y perfectas del otro. Era un hombre aficionado a ir bien vestido y a la buena vida, dispuesto a pagar por un corte de pelo caro y un par de zapatos a medida.

            Lo único que no encajaba en la pinta impecable de aquel hombre eran sus manos, encallecidas y hábiles. El fantasma había visto antes manos como aquellas... ¿las suyas? Miró su invisible figura, deseando tener forma, una voz. ¿Por qué estaba allí con aquellos dos hombres, capaz de observar pero no de hablar ni de interactuar con ellos? ¿Qué se suponía que tenía que aprender?

            El fantasma tardó menos de diez minutos en darse cuenta de que Peter, como lo llamaba Gastón, lo sabía todo acerca de construir casas. Empezó por dar la vuelta a la casa, buscando grietas en el sustrato, agujeros, estudiando las vigas podridas del porche frontal. Una vez dentro, Peter fue precisamente a los puntos que el fantasma le habría enseñado para demostrarle el estado de la casa: allí donde el suelo estaba desnivelado, las puertas que cerraban mal, el moho de las filtraciones de los escapes de las cañerías.

            —Según el inspector, los daños estructurales tienen solución —comentó Gastón.

            —¿Qué inspector era ese? —Peter se agachó para examinar la campana rota de la chimenea, y las fracturas en el tubo que había quedado al descubierto.

            —Ben Rawley. —Gastón se había puesto a la defensiva viendo la cara que ponía Peter—. Sí, ya sé que es un poco viejo...

            —Es un fósil.

            —Pero sabe de esto. Y me hizo el trabajo gratis, como un favor.

            —Yo no le haría caso. Necesitas que venga un ingeniero para hacer una valoración realista. —Peter tenía una forma característica de hablar, pronunciando las sílabas de un modo mesurado y sin inflexiones, como una cinta grabada, con un deje de aspereza—. Lo único positivo de todo esto es que, con una casa en estado precario, la propiedad vale «menos» que si en el terreno no hubiera nada construido. Así que puedes conseguir una rebaja en el precio, teniendo en cuenta los gastos de la demolición y el desescombro.

            El fantasma estaba fuera de sí. La destrucción de la casa podía ser su fin. Se vería relegado al olvido.

            —No la voy a derribar —dijo Gastón—. Voy a salvarla.

            —Buena suerte.

            —Ya. —Gastón se pasó los dedos por el pelo, desgreñándose los mechones cortos y oscuros. Suspiró profundamente—. El terreno es perfecto para el viñedo. Sé que debería conformarme con eso y darme por satisfecho. Pero esta casa... tiene algo que yo... —sacudió la cabeza. Parecía perplejo y preocupado y decidido al mismo tiempo.

            Tanto el fantasma como Gastón esperaban que Peter se burlara, pero en lugar de hacerlo deambuló por el saloncito y acabó por acercarse a una ventana cegada con tablones. Tiró de una vieja plancha de contrachapado que cedió con facilidad, con apenas un crujido de protesta. La luz entró en la habitación junto con una bocanada de aire puro; el polvo se levantó en remolinos hasta las rodillas y las motas brillaron al sol.

            —A mí también me atraen las causas perdidas. —En la voz de Peter había un tinte irónico—. No digamos las casas Victorianas.

            —¿En serio?

            —Claro. Caras de mantener, la eficiencia energética es nula, los materiales son tóxicos... ¿no es fantástico?

            Gastón sonreía.

            —Así que, en mi lugar, ¿tú qué harías?

            —Correr como el viento en dirección contraria. Pero puesto que evidentemente vas a comprarla... no pierdas el tiempo pidiendo un préstamo bancario. Tendrás que recurrir a un prestamista y te comerán los intereses.

            —¿Conoces a alguno?

            —Puede que sí. Antes de que empecemos a hablar de esto, me parece a mí, tienes que afrontar la realidad. Te harán falta 250.000 dólares para la reforma, como mínimo. Y no cuentes conmigo para conseguir materiales ni mano de obra gratis. Sigo adelante con lo de Dream Lake, así que no tendré tiempo ni para ir al baño.

            —Créeme, Peter. Nunca cuento contigo para nada —le respondió con sequedad Gastón—. Eso ya lo tengo más que aprendido.

            La tensión era palpable, una mezcla de afecto y hostilidad que solo podía provenir de una historia familiar turbulenta. El fantasma estaba dominado por una sensación extraña, un frío cortante que le habría hecho tiritar de haber tenido un cuerpo. Peter Lanzani irradiaba una desesperación tan profunda que, ni siquiera el fantasma, en su funesta soledad, había sentido jamás.

            El fantasma se alejó instintivamente, sin lograr por ello huir de aquella sensación.

            —¿Es así como te sientes? —le preguntó, compadeciéndose de aquel hombre. Se sobresaltó al ver que Peter echaba un breve vistazo hacia atrás por encima del hombro—. ¿Puedes oírme? —prosiguió, esperanzado, dando una vuelta a su alrededor—. ¿Oyes mi voz?

            Peter no respondió, sino que se limitó a sacudir la cabeza como para despertar de una ensoñación.


            —Te mandaré a un ingeniero —dijo por fin—. Sin coste alguno. Ya vas a gastar más que suficiente en este sitio. Me parece que no sabes en lo que te estás metiendo.

Continuará...

+10 ;)

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