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viernes, 8 de mayo de 2015

Capítulo - 30



Lali se despertó sintiendo una extraña sensación de terror. La luz de la habitación había cambiado y ahora era más tenue, teñida de un azul grisáceo. De una forma perezosa, se dio la vuelta y parpadeó para librarse de la somnolencia mientras sofocaba un bostezo. Las voces femeninas del piso de abajo habían desaparecido, así como los ruidos del trabajo de los hombres y los ladridos de los perros en el exterior. Había silencio. Entonces se oyó el traqueteo amortiguado de un coche y el roce de las ruedas sobre la calle asfaltada.

Lali salió de debajo de las sábanas y se sentó en el borde de la cama con los ojos muy abiertos. El dormitorio era azul y blanco. En una esquina había una lámpara eléctrica. Lali contempló con fijeza el póster que había en la pared, el cual representaba a Rudolph Valentino, con su pelo liso y moreno y sus ojos seductores, y experimentó una sensación de asfixia.

—¡No! ¡no permitas que me suceda esto! —Se levantó con vacilación, se dirigió a la puerta e intentó abrirla. Estaba cerrada—. ¡Déjame salir! —exclamó, aunque no había nadie que pudiera oírla. Lali giró con más fuerza el pomo de la puerta—. ¡Déjame salir! —Su voz sonó aguda a causa del pánico—. ¿Peter, dónde estás? ¡Peter! Peter...

Lali se despertó sobresaltada y profirió un sonido sordo. El corazón le latía con fuerza en la garganta. Temblando, miró a su alrededor, al dormitorio rosa y blanco. Saltó de la cama, se colocó en medio de la habitación y se volvió mientras miraba a su alrededor. Todo estaba allí. Sus hombros y su columna se relajaron. Se dirigió al espejo y contempló su rostro, que estaba pálido como una sábana y todavía reflejaba el miedo puro que había experimentado. Sólo había sido un sueño.

—Yo pertenezco aquí —declaró Lali en voz alta y con un ligero temblor en la voz—. Pertenezco aquí y no regresaré al Sunrise del futuro. No regresaré.

Los ojos marrones que le devolvían la mirada reflejaban desesperación y duda.


—¡Ah, aquí viene la dormilona! —exclamó Candela con afecto cuando Lali bajó las escaleras.

Lali sonrió con languidez y ocupó su lugar en la mesa. Emilia le sirvió café y la acarició, y una sensación de confort y tranquilidad invadió a Lali.

—Te has levantado tarde esta mañana —declaró Emilia con una sonrisa—. ¿Has pasado una buena noche?

—Yo... Yo... ¿Qué quieres decir? —preguntó Lali con nerviosismo.

—Bueno, hemos dormido unos cuantos días en el rancho de los Fanin y resulta agradable volver a dormir en la propia cama, ¿no crees?

—Yo estoy encantada de volver a dormir en mi cama —declaró Candela mientras apoyaba una mano en la espalda de Lali—. Las camas de los Fanin son muy duras y últimamente me cuesta encontrar una posición cómoda para dormir.

Lali la contempló con compasión.

—Pobre Cande, aunque la verdad es que casi te envidio por el hecho de estar esperando a un bebé al que podrás querer y cuidar.

—Son dignos de envidia cuando son de los demás —respondió Candela con ironía—. Sólo cuando tienes uno propio comprendes lo molesto que es. Y éste me causa más molestias que las que me causó Alelí. Aunque quizás es que soy más vieja.

—Treinta años no es ser vieja.

—Díselo a Agustín. —Candela sonrió levemente—. Creo que está a punto de enviarme al retiro.

—¿A qué te refieres?

Candela dejó de sonreír.

—¡Oh, a nada! Sólo hablaba por hablar.

—No lo entiendo.

—Cuando te cases entenderás muchas cosas —la interrumpió Emilia con dulzura—. Incluidas algunas inquietudes y preocupaciones que las mujeres tienen que soportar.

—Pero sería maravilloso si fuera con la persona adecuada—contestó Lali con ensoñación mientras resistía la tentación de ver cuál era la reacción de Emilia a sus palabras—. Tengo muchas ganas de casarme.

—¿Y con quién tienes planeado casarte?

—Oh, ahora mismo con nadie.

Lali infundió la cantidad justa de turbación a su voz. Después, cambiaron de tema, pero Emilia no dejó de mirarla con extrañeza durante el resto de la mañana.


A Nicolás le gustaba refunfuñar en voz alta por las noches, cuando trabajaba en su despacho. Sus cálculos y sus exclamaciones de frustración traspasaban las paredes, flotaban por el pasillo y llegaban, perfectamente audibles, a la salita donde Emilia, Candela y Lali cosían y bordaban. Emilia y Candela arreglaban ropa y Lali bordaba un cojín.

Llevaban mucho rato cosiendo, tanto que a Lali le dolía el cuerpo de estar sentada. Se agitó en la silla y contempló la escena que la rodeaba. Stéfano había terminado sus deberes y había subido a acostarse y el resto de los habitantes de la casa ya estaban dormidos. La salita estaba silenciosa. Demasiado silenciosa para su tranquilidad.

Lali intentó centrar su atención en la flor a medio bordar que tenía en el regazo, pero sus pensamientos vagaban sin descanso. Las cabezas de Emilia y Cande estaban inclinadas sobre sus labores. A Lali le sorprendía lo mucho que se parecían en cuanto a su serenidad exterior.

Se preguntó cómo podían parecer tan calmadas, cuando, en realidad, estaban tan intranquilas como ella. Lali había percibido y escuchado la amargura que sentía Emilia cuando le habló de la vida que podía haber elegido tiempo atrás, una vida muy distinta a la que tenía en aquellos momentos. Y Candela era más compleja de lo que nadie podía deducir de su aspecto. Lali sacudió ligeramente la cabeza mientras contemplaba a Emilia y a Cande. ¿Por qué podían ocultar sus verdaderos sentimientos tan bien y ella no? «Al menos yo me atrevo a decir lo que pienso la mayoría de las veces, pero ellas casi nunca lo hacen. Ninguna de las mujeres de por aquí dice lo que de verdad piensa.» ¿Quién había inventado la norma de que las mujeres nunca debían enfadarse y siempre tenían que ser tolerantes, calmadas y pacientes? Los hombres lo habían decidido. A los hombres les gustaba que sus mujeres fueran poco menos que unas santas, mientras que ellos nunca se preocupaban de dominar su temperamento ni elegir sus palabras con cuidado. Ellos podían avasallar a los demás y ser tan rudos y groseros como quisieran y, después, las mujeres tenían que suavizar las cosas y hacer que todo volviera a estar bien. Emilia y Candela eran unos ejemplos perfectos de las mujeres del siglo XIX. Cuidadoras y conciliadoras.

«Yo nunca seré como ellas —pensó Lali con aire taciturno—. No podría aunque quisiera. Esto significaría tener que estar siempre representando un papel y yo no soy tan buena actriz.»

Candela, sin embargo, representaba aquel papel a la perfección. Lali desplazó su atención a su hermana. ¡Qué distinta era Cande en el interior en comparación con el exterior! Parecía que nunca hubiera hecho o dicho nada inadecuado en su vida. Rubia, serena, desapasionada... Parecía que no hubiera heredado nada de la naturaleza extrovertida de su padre. Parecía haberse amoldado por completo al hecho de que su esposo no compartiera la cama con ella. Hacía ya unas semanas que Agustín y Cande dormían en habitaciones separadas y habían alegado el embarazo de Cande como excusa. En aquel momento, Agustín estaba durmiendo y no vería a su esposa hasta el día siguiente, durante el desayuno.

Lali se quedó atónita ante la falta de sorpresa que la familia mostró ante aquella situación. Todos habían dado por sentado que Candela no necesitaba tener relaciones íntimas con un hombre a no ser que fuera con la intención de concebir hijos. Sin embargo, Lali conocía la relación que Cande había mantenido con Vico Colton. Candela era una mujer de carne y hueso, no de mármol, y tenía la necesidad de dar y recibir amor.

Lali sintió lástima por ella. ¿Era esto lo que Candela estaba dispuesta a tener durante el resto de su vida, un matrimonio insulso y unos cuantos recuerdos apasionados? Lali tenía la sensación de que en el interior de Cande todavía ardía el amor por aquel vaquero apasionado que había sido su amante, por el padre de su primera hija, un hombre que había muerto tan violentamente como había vivido. Mientras estaba allí, cosiendo con placidez, ¿Cande pensaba alguna vez en él y en lo que habían compartido? Quizá no podía permitírselo.

«Yo nunca podría cometer el error que ella cometió —reflexionó Lali—. Yo no podría renunciar a Peter y vivir con otro hombre, por muy razonable que pareciera la idea. Supongo que no tengo la fortaleza suficiente para hacer algo así.»

Lali nunca había sido tan consciente de las diferencias que había entre ella y las otras dos mujeres. Hacía tiempo que habían aceptado el papel que se suponía que las mujeres tenían que asumir: sacrificio, sumisión, poner las necesidades de los demás por delante de las propias, tolerar las cosas que les causaban dolor, y doblegarse como un junco al viento. Todo esto requería de una fortaleza que Lali no tenía. A ella la habían educado para respetar sus propias necesidades, igual que los hombres respetaban las de ellos. Ella no duraría mucho como mártir. Ella no tenía la paciencia serena e inquebrantable necesaria para sufrir sin quejarse día tras día.

Los días de su infancia ya habían pasado, pero todavía formaban parte de ella. Durante su vida con Alelí, en los años posteriores a la guerra, Lali aprendió a trabajar y a ahorrar hasta el último penique. En aquella época descubrió que podía cargar con más de un peso sobre sus hombros, siempre que contara con la libertad de poder tomar sus propias decisiones. No debía permitir que nadie le arrebatara la libertad de elegir por sí misma.

«Nunca viviré mi vida sin sentir y sin pertenecer a nadie. Nunca más. No viviré los días esperando que pasen con rapidez y sintiéndome insensible respecto a todo.»

Lali se sobresaltó un poco al notar un pinchazo de su aguja.

—¡Ay!

—¿Te has pinchado? —preguntó Emilia.

—Sí, mamá. No consigo concentrarme en el bordado.

—¿Por qué no lees un libro?

Lali no tenía ganas de leer, de modo que asintió sin mucho entusiasmo con la cabeza y dejó la labor a un lado. Al ver que había una gota de sangre en el cojín, la cual tendría que ocultar con más bordado, realizó una mueca. Entonces oyó el leve y cautivador punteo de una guitarra y su pulso se aceleró. Peter estaba tocando la guitarra en los escalones de la entrada del cobertizo de dos habitaciones en el que vivía, como era su costumbre cuando la cena terminaba temprano. La melodía era suave y seductora.

—¡Qué canción tan bonita! —comentó Candela.

Lali se levantó a toda prisa. Le resultaba imposible resistirse al reclamo de la música.

—Voy a dar un paseo —murmuró, y salió de la habitación.

Todas sabían adónde se dirigía.

Emilia la llamó con voz grave y tensa.

—¡Mariana, no tardes! ¿Me oyes?

Entonces se oyó la voz suave y convincente de Candela dirigiéndose a Emilia.


—Mamá, ya sabes que, digas lo que digas en contra de Peter, lo único que conseguirás es que ella se emperre más en él. Sería más inteligente no decir nada.

Continuará...

+10 :o

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