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domingo, 24 de mayo de 2015

Cap / 28



            Peter no se acordó del fantasma ni de Elena hasta que iba por la mitad de la segunda ración. La puerta del dormitorio principal estaba cerrada y no se oía ningún ruido ni se notaba movimiento alguno. Sin embargo, Peter captó una dulzura flotando libremente en el aire, una euforia que lo rodeó hasta que no pudo evitar respirarla y absorberla por los poros. El sentimiento era incluso más intenso por su complejidad, al igual que una pizca de sal realza el sabor de un pastel. El torbellino de alegría le dejó el pecho molestamente tenso, como si se lo estuvieran abriendo con una palanca. Bajó los ojos, concentrándose desesperadamente en el grano de la madera de la encimera.

            «No», dijo mentalmente, sin saber siquiera a quién.

            Elena.

            El fantasma se acercó a la figura dormida de la cama, la delicadeza de cuya piel iluminaba un rayo de luz matutina que se colaba por las ventanas entrecerradas. Seguía siendo hermosa. Su estructura ósea, la piel marcada por miles de alegrías y disgustos que él no había compartido porque no estaba. Si hubiera podido compartir la vida con ella, su cara habría estado marcada por los mismos acontecimientos, por las mismas marcas del tiempo. Que tu cara sea un espejo de tu vida... ¡qué regalo tan maravilloso!

            —¡Hola! —le susurró.

            Elena pestañeó. Se frotó los ojos y se sentó. Por un instante creyó que podía verlo.

            —¿Elena? —dijo, en voz baja.

            Ella se levantó, delgada y frágil, con un pijama adornado de encaje. Fue a mirar por la ventana. Se llevó las manos a los ojos y un sollozo escapó entre sus dedos. El sonido le habría roto el corazón de haberlo tenido. Ver el brillo de sus lágrimas estuvo a punto de hacer añicos el alma que era.

            —No llores —le rogó, aunque no podía oírlo—. No estés triste. Dios mío, te quiero. Siempre te he...

            Elena empezó a respirar agitadamente, sobrecogida por el pánico. Corrió hacia la puerta gritando más fuerte a cada paso.

            —Elena, ten cuidado, no te caigas...

            Arrasado por la pena y la preocupación, el fantasma la siguió hasta el salón.

            Peter y Lali estaban sentados en los taburetes de la isla de la cocina y levantaron la cabeza al mismo tiempo cuando Elena entró a trompicones.

            Lali se puso pálida del susto. Saltó del taburete y corrió hacia su abuela.

            —¿Qué pasa, Upsie? ¿Has tenido una pesadilla?

            —¿Por qué estamos aquí? —sollozó Elena, temblorosa—. ¿Cómo he llegado aquí?

            —Viniste conmigo ayer. Vamos a vivir juntas. Ya hablamos de eso, Upsie...

            —No puedo. Llévame a casa, por favor. Quiero irme a casa. —Elena apenas podía hablar entre sollozos.

            —Esta es tu casa —le dijo con dulzura Lali—. Todas tus cosas están aquí. Deja que te lo enseñe...

            —¡No me toques! —Elena retrocedió hacia la esquina, más desconsolada por momentos.

            Peter miró duramente al fantasma.

            —¿Qué le has hecho?

            Aunque se lo había susurrado al fantasma, fue Lali quien le respondió.

            —No se ha tomado la medicina esta mañana. A lo mejor no debería haber esperado a...

            —No, tú no —le dijo Peter con impaciencia, y Lali parpadeó, confusa.

            —No me ve ni me oye —le dijo el fantasma—. No sé por qué se ha puesto sí. Ayúdala. ¡Haz algo!

            —Upsie, por favor. Ven, siéntate —le rogó Lali, intentando cogerla, pero Elena la apartó de un manotazo, negando con la cabeza, desesperada.

            Peter avanzó para acercarse a Elena.

            —Ten cuidado —le espetó el fantasma—. No te conoce.

            Peter lo ignoró.

            El contraste entre Peter, físicamente tan poderoso y Elena, temblorosa y frágil, alarmó al fantasma. Por un momento pensó que Peter iba a sujetar a Elena o a hacer algo que la asustaría. Puede que Lali pensara lo mismo, porque le puso una mano en el brazo y le dijo algo.

            Peter, sin embargo, solo estaba pendiente de la anciana.

            —Señora Espósito... Soy Peter. Tenía ganas de conocerla.

            Aquella voz desconocida llamó la atención de Elena, que lo miró con los ojos llorosos, muy abiertos, y el pecho agitado por los sollozos.

            —He trabajado en la casa para que estuviera todo a punto para usted —prosiguió Peter—. Soy el carpintero. También estoy ayudando a mi hermano a restaurar la casa victoriana de Rainshadow Road. Usted vivió allí, ¿verdad? —Hizo una pausa, sonriéndole—. Suelo poner música mientras trabajo. ¿Quiere oír una de mis canciones favoritas?

            Para asombro del fantasma, y de Lali, Elena asintió y se secó las lágrimas.

            Peter se sacó el móvil del bolsillo, jugueteó con él un segundo y subió el volumen del altavoz. La voz de barítono de Johnny Cash se difundió en una melancólica versión de We’ll Meet Again.

            Elena miraba asombrada a Peter. Las lágrimas habían cesado y los sollozos cedían. Peter le sostuvo la mirada mientras escuchaban los primeros compases de la canción. Luego, sorprendentemente, se puso a cantar, en voz baja pero firme: «Keep smiling through, just like you always do/’til the blue skies chase the dark clouds far away...»

            Lali cabeceó mirando la escena, como hipnotizada.

            Peter, sonriendo, le tendió una mano a Elena. Ella la aceptó como si estuviera en un sueño. Él la atrajo hacia sí y le puso una mano en la espalda. La música flotaba en el aire mientras la pareja bailaba un foxtrot arrastrando los pies y Peter tenía todo el cuidado con la pierna izquierda de Elena, más débil.

            «Would you please say hello, to folks that I know/ tell ’em I won’t be long...»

            Un hombre joven intentando olvidar su pasado y una anciana intentando desesperadamente recordar el suyo, pero de algún modo había encontrado una conexión en aquel in pass.

            «We’ll meet again / don’t know where / don’t know when...»

            El fantasma estaba embobado. No podía creerlo. Había llegado a conocer a Peter tan bien que habría jurado que no podía sorprenderlo con nada. Pero aquello jamás lo hubiera esperado.

            Peter apoyó la mejilla en el pelo de Elena, sosteniéndola con una ternura que tenía que haber guardado en algún rincón oculto de su corazón. Elena se dejó llevar por la vibración de su canturreo.

            «... but I know we’ll meet again, some sunny day...»

            El fantasma se acordó de haber bailado con Elena en una velada al aire libre. La pista de baile estaba iluminada con hileras de farolitos metálicos.

            —Esta canción no me gusta demasiado —le había dicho Elena.

            —Dijiste que era tu favorita.

            —Es bonita, pero siempre me pone triste.

            —¿Por qué, cariño? —le había preguntado él—. Trata acerca de encontrarse de nuevo, de volver a casa.

            Elena había levantado la cabeza de su hombro y lo había mirado muy seria.

            —Va de perder a alguien y tener que esperar hasta reunirse en el cielo.

            —La letra no dice nada del cielo.

            —Pero se refiere a eso. No soportaría la idea de verme separada de ti toda la vida, o un año, ni siquiera un día. Así que no puedes irte al cielo sin mí.

            —Claro que no —le había susurrado él—. Sin ti no sería el cielo.

            ¿Qué les había sucedido? ¿Por qué no se habían casado? No alcanzaba a entender cómo se había ido a luchar en la guerra sin haberse casado con Elena. Tenía que habérselo propuesto. De hecho, estaba seguro de que lo había hecho. A lo mejor lo había rechazado. A lo mejor su familia se había interpuesto. Elena y él se amaban tanto que parecía imposible que nada en el mundo pudiera haberlos separado. Algo había salido increíblemente mal y tenía que descubrir qué.

            La canción terminó con un coro espectral. Peter levantó la cabeza despacio y miró a Elena.

            —Él solía cantármela —le dijo.

            —Lo sé —le susurró Peter.

            Elena le apretó los dedos hasta que se le marcaron las venas en el dorso de la mano como un delicado encaje azul.

            Lali se adelantó para pasarle un brazo por los hombros a su abuela, deteniéndose apenas para decirle a Peter en tono distraído:

            —Gracias.

            —Está bien.

            Mientras Lali llevaba a Elena a una silla de la mesa del comedor, esta le comentó:

            —Tenías razón, Lali. Tiene unos buenos músculos.

            Lali miró avergonzada a Peter.

            —Yo no le dije eso —protestó—. Es decir... se lo dije, pero...

            Él arqueó las cejas, burlón.

            —Lo que quiero decir es que... —dijo Lali, violenta—. No voy por ahí hablando del tamaño de tus... —Calló de golpe, roja como un tomate.

            Peter apartó la cara para que no lo viera sonreír.

            —Voy a la furgoneta por las herramientas —dijo.

            El fantasma salió detrás de él.

            —Gracias por ocuparte de Elena —le dijo, mientras Peter sacaba un par de cajas de herramientas de la trasera de la furgoneta.

            Peter dejó las cajas de herramientas en el suelo y lo miró.

            —¿Qué ha pasado?

            —Se ha despertado desconsolada. No sé por qué.

            —¿Estás seguro de que no te ve ni te oye?

            —Lo estoy. ¿Por qué le has puesto esa canción?

            —Porque es tu canción preferida.

            —¿Cómo lo sabes?

            Peter lo miró burlón.

            —No paras de cantarla. ¿Por qué estás tan cabreado?

            El fantasma tardó en responder.

            —La has tenido en los brazos.

            —Ah. —Peter cambió de cara. Miró al fantasma con lástima, como si comprendiera la tortura de estar tan cerca de una persona a la que amas más que nada en el mundo sin poder tocarla, sabiendo que eres solo una sombra, un esbozo del ser de carne y hueso que un día fuiste.

            En el clamoroso silencio, Peter dijo:

            —Huele a agua de rosas y a laca y como el aire después de llover.

            El fantasma se le acercó más, pendiente de cada una de sus palabras.

            —Tiene las manos más suaves que haya visto —prosiguió Peter—; un poco frías, como las de algunas mujeres, y unos huesos como de pajarillo. Diría que era una buena bailarina. De no ser por su pierna débil, seguiría moviéndose bien. —Hizo una pausa—. Tiene una sonrisa preciosa. Los ojos se le iluminan. Apostaría a que cuando la conociste era divertidísima.

            El fantasma asintió, consolado.

            Lali le sirvió el desayuno a su abuela y fue al baño a buscar su medicación. Se vio en el espejo, con las mejillas demasiado encendidas y los ojos brillantes. Se sentía como si tuviera que reaprender a respirar.

            Treinta y dos compases, la duración media de una canción. Nada más que eso había tardado la tierra en salirse de su órbita y caer dando tumbos en una red de estrellas.

            Amaba a Peter Lanzani.

            Lo amaba por todas las razones y por ninguna.

            «Eres todo lo que siempre he preferido —deseaba decirle—. Eres mi canción de amor, mi tarta de cumpleaños, el sonido de las olas del mar y de las palabras en francés y de la risa de un bebé. Eres un ángel de nieve, crema quemada, un caleidoscopio lleno de purpurina. Te quiero y nunca me alcanzarás, porque te llevo ventaja y mi corazón va a la velocidad de la luz.»

            Algún día le diría cómo la hacía sentirse y él la dejaría. Le rompería el corazón como hacen aquellos a quienes les han roto el corazón hace mucho. Pero eso no cambiaría nada. El amor seguiría su curso.

            Lali cuadró los hombros y le llevó la medicina a Elena, que ya se había comido la mitad de su ración de manzana frita.

            —Aquí están tus pastillas, Upsie.

            —Tiene manos de carpintero —le dijo Elena—. Fuertes, llenas de callos. Yo quería a un hombre con unas manos así.

            —¿De verdad? ¿Cómo se llamaba?

            —No me acuerdo.

            Lali sonrió.
            —Yo creo que sí.

            Peter entró en la casa y fue con las cajas de herramientas hasta la puerta de la habitación de Lali.

            —¿Puedo entrar? —preguntó—. Quiero trabajar en el armario.

            A Lali le costó mirarlo, porque había vuelto a ponerse colorada.

            —Sí, está bien.

            Peter se dirigió a Elena.

            —Tengo que poner unas placas de yeso, señora Espósito. ¿Le parece que podrá soportar los martillazos un ratito?

            —Llámame Elena. Cuando un hombre me ha visto en pijama, ya es demasiado tarde para formalidades.

            —Elena —repitió él con una fugaz sonrisa que mareó a Lali.

            —¡Oh, Dios! —murmuró Elena cuando Peter hubo entrado en el cuarto y cerrado la puerta—. ¡Qué hombre tan guapo! Aunque tendría que engordar un poco.

            —Eso intento —dijo Lali.

            —Si tuviera tu edad ya habría perdido la cabeza por él.

            —Puedo perder mucho más que la cabeza, Upsie.

            —Tranquila —le dijo Elena—. Hay cosas peores que el hecho de que te rompan el corazón.

            —¿Como cuáles...? —le preguntó Lali, escéptica.

            —Que nunca te lo rompan. Nunca entregarte al amor.

            Lali reflexionó sobre aquello.

            —Entonces ¿qué te parece que debería hacer?

            —Me parece que deberías prepararle la cena una de estas noches y decirle que el postre eres tú.

            Lali no pudo evitar reírse.

            —Tú quieres que me meta en un lío.


            —Ya estás metida —puntualizó su abuela—. Así que adelante y disfruta.

Continuará...

+10 :) 

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