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martes, 19 de mayo de 2015

Cap / 8



        —¿Por qué no te reúnes tú con él en la casa? —le preguntó Lali a Mery mientras ambas retiraban del comedor los platos del desayuno.

            —Va a ser tu casa —respondió Mery de modo bastante razonable mientras la seguía hacia la cocina—. Y, de las dos, tú eres la que sabe mejor lo que va a necesitar Elena.

            —Sigo queriendo que me acompañes.

            —No puedo. He quedado en el banco con el responsable de los créditos. Lo harás bien. Simplemente, ten en cuenta los costes.

            —Lo que me preocupa no son los costes. —Lali dejó el plato del desayuno en el fregadero con innecesario vigor—. Sabes que no me gusta hablar con desconocidos.

            —Peter no es un desconocido. Ya se han visto.

            —Treinta segundos, más o menos.

            —Acabas de volver de Everett donde has hablado con un montón de gente a la que no conocías.

            —Eso no es lo mismo.

            —¡Ah! —Mery se quedó quieta con el montón de platos que iba a meter en el lavaplatos—. Capto la idea, pero te prometo que no va hacer nada para que estés incómoda. Es un profesional.

            —¿Estás segura?

            —Claro que estoy segura. Es hermano de Gastón. Sabe que le daría una patada en el culo si te ofendiera.

            —Supongo.

            —Hablaste con él por teléfono para concertar la reunión, ¿no? ¿Fue amable?

            Lali sopesó su respuesta.

            —No fue desagradable...

            —Pero fue educado...

            Lali repasó mentalmente la breve conversación que habían mantenido, sin bromas, sin rastro del natural encanto de Gastón, pero sí... había sido educado. Le respondió a Mery con un breve gesto de asentimiento.

            —La única manera de vencer la timidez es practicando —le dijo Mery, tan práctica como siempre—. Ya sabes: sé amigable, mantén una conversación intrascendente. Los hombres no son tan diferentes de nosotras.

            —Sí que lo son.

            —Verdad, son diferentes. Lo que quiero decir es que no son tan complicados.

            —Sí que lo son.

            —Bueno, a veces llegan a serlo, pero son completamente predecibles.

            Lali suspiró. Envidiaba el aplomo de Mery y sabía que tenía razón: le hacía falta práctica. La idea de estar a solas en la casa del lago con un hombre que la intimidaba tantísimo, sin embargo, la angustiaba.

            —¿Sabes lo que hago yo cuando me enfrento a algo que me da miedo? —la aconsejó Mery—. Lo divido en etapas. Si tuviera que encontrarme con Peter en la casa, evitaría pensar en las tres horas que va a durar...

            —¿Va a durar tres horas?

            —Más bien dos. Bueno, pues empezaría por decirme: «Primer paso: lo único que tengo que hacer es meterme en el coche y conducir hasta la casa.» No te preocupes por lo demás, limítate a eso. Cuando hayas llegado, vas y te dices: «Segundo paso: lo único que tengo que hacer es abrir la puerta, entrar y esperarlo.» Luego, cuando Peter llegue: «Tercer paso: lo dejo entrar y charlamos un par de minutos.» —Mery le sonrió, satisfecha—. ¿Lo ves? Ninguna de estas cosas es en sí misma tan terrible. Solo cuando las afrontas en su conjunto empiezas a sentirte como si te estuviera persiguiendo un tigre rabioso.

            —Las arañas —puntualizó Lali—. La idea de un tigre salvaje no me inquieta. Lo que me asusta son las arañas.

            —Vale, pero estropean la metáfora. Nadie tiene que correr para huir de una araña.

            —Las arañas licosas cazan sus presas. Y las viudas negras son rapidísimas. Hay arañas saltadoras que...

            —Primer paso —la interrumpió Mery—: Busca las llaves del coche.


            En cuanto Peter aparcó delante de la casita del lago, el fantasma se quedó fascinado. Dejó de hablar, para variar, y se quedó mirándolo todo, maravillado, fijándose en todos los detalles.

            Peter no entendía qué le parecía tan interesante. La casa era pequeña y rústica, con revestimiento exterior de cedro, un porche delantero, aleros anchos y chimenea de piedra.

            Algunos detalles artesanales, como las columnas estriadas del porche y los cimientos de piedra, la convertían en la clase de edificio que, convenientemente restaurado, tendría cierto encanto. Sin embargo, el cobertizo lateral para los coches, de materiales baratos, desmerecía y a primera vista se notaba que la inmobiliaria que se ocupaba del mantenimiento había hecho un trabajo bastante mediocre. El jardín estaba descuidado y necesitaba una poda, y el camino de gravilla estaba lleno de hierbajos. Si el interior estaba tan mal cuidado como el exterior habría más de un problema.

            Como habían llegado pronto y Lali todavía no estaba, Peter decidió dar una vuelta por fuera para localizar manchas de moho, grietas en los cimientos o desperfectos en el revestimiento.

            —Conozco este lugar —dijo el fantasma, asombrado, bajándose de la furgoneta detrás de Peter—. Recuerdo haber estado aquí. Recuerdo... —dijo de repente.

            Peter, que notó su melancolía, lo miró.

            —¿Vivías aquí?

            —No... Yo, visité a alguien... —dijo el fantasma, distraídamente. Parecía inquieto.

            —¿A quién?

            —A una mujer.

            —¿Para qué? —insistió Peter.

            A pesar de que el fantasma no podía ruborizarse, su incomodidad fue manifiesta.

            —No es asunto tuyo —le espetó.

            —Así que te la tirabas.

            El fantasma lo fulminó con la mirada.

            —¡Que te den!

            Contento de haberlo molestado, Peter siguió deambulando alrededor de la casa. Su satisfacción se esfumó pronto, sin embargo, barrida por la conciencia de un anhelo tan poderoso, tan salvaje que estar cerca de él era casi hiriente. ¿Sabía el fantasma quién o qué le había inspirado aquel sentimiento? Estuvo tentado de preguntárselo, pero algo tan brutal... La única manera de respetar tal grado de mudo dolor era guardar silencio.

            —Ya ha llegado —dijo el fantasma, y oyeron el crujido de los neumáticos sobre la grava del camino.

            —Estupendo —dijo Peter con hosquedad. La perspectiva de hablar con Lali, de relacionarse con ella aunque fuera de la manera más superficial, bastaba para que tuviera sudores fríos. Se masajeó los músculos tensos de la nuca.

            El fantasma estaba en lo cierto al llamarlo cobarde. Pero Peter no temía por su propia seguridad.

            El malogrado matrimonio con Darcy le había confirmado algunas de las peores cosas que sospechaba acerca de sí mismo. Le había enseñado que ese grado de intimidad no solo te da las armas sino la voluntad de herir a la persona a la que más apegado estás. Aquello lo había convencido de que estaba predestinado a acabar como sus padres. Destruiría inevitablemente todo y a todos cuantos le importaban.

            Lo peor de todo se había hecho evidente después de su separación. Darcy y él habían continuado acostándose cada vez que ella iba a la isla. «Por los viejos tiempos», había dicho en una ocasión, pero en sus violentos encuentros no había habido espacio ni para recuerdos ni para lamentos, solo rabia. Represalias. Habían follado con mutuo resentimiento, y lo peor era que aquellos polvos habían sido con diferencia mejores que cualquier otra experiencia de afecto que hubieran compartido. Seguían acosándolo los recuerdos de lo que habían hecho, de cómo habían sacado el uno la peor versión del otro.

            Después de aquello era imposible recuperar la inocencia, y en su vida no había lugar para alguien como Lali Espósito. El único gesto de amabilidad que podía tener con ella era mantenerse alejado.

            Antes de ir hacia la puerta principal, Peter dijo:

            —Salte de en medio y no me distraigas mientras hablo con ella. La gente no suele contratar a los constructores esquizofrénicos.

            —Mantendré la boca cerrada —prometió el fantasma.

            Lo dudaba. Pero los dos sabían que si lo cabreaba, se negaría a ir a la buhardilla para rebuscar entre los montones de trastos olvidados que podían revelarle la clave de su vida anterior. Y el fantasma deseaba desesperadamente enterarse de quién era. Aunque Peter nunca lo habría admitido, también él sentía curiosidad. Era inevitable preguntarse por qué había sido condenado a aquel cruel aislamiento. Tal vez estuviera expiando sus pecados... tal vez había sido un criminal o pertenecido a los bajos fondos... pero eso no explicaba por qué él había acabado llevándolo permanentemente de carabina.

            Peter lo miró, receloso, pero el otro no pareció darse cuenta. Observaba la casa y a Lali, que se acercaba, fascinado por sombras distantes.

            Para consternación de Lali, había una furgoneta aparcada en el cobertizo. ¿Peter ya había llegado? Todavía faltaban cinco minutos para la hora de la cita.

            El corazón se le disparó. Estacionó al lado de la furgoneta, se miró en el espejo retrovisor y comprobó que llevaba bien abrochada la camisa floreada. Los dos botones superiores, sin abrochar, dejaban al descubierto sus clavículas. Se lo pensó un momento y también se los abrochó. Salió del Volkswagen y se acercó al otro vehículo. No había nadie dentro. ¿Había encontrado Peter un modo de entrar en la casa?

            Caminó por la grava con sus manoletillas de piel rosa hacia la puerta principal. Seguía cerrada. Buscó en el bolso las llaves que le había dado la inmobiliaria. La primera no abría. Cuando metía la segunda en la cerradura notó que alguien se le acercaba desde un lado. Era Peter, que había estado dando la vuelta a la casa. De movimientos atléticos y sueltos, llevaba una camisa negra de manga corta y vaqueros. Estaba muy flaco. Se detuvo a su lado, alto y meditabundo.

            —¡Hola! —lo saludó con forzado entusiasmo.

            Peter le respondió con un escueto gesto de asentimiento. El sol le iluminaba los mechones de pelo castaño. Su belleza era casi inhumana: las mejillas angulosas y las cejas marcadas; en los ojos, un fuego helado. Algo acechaba bajo su fachada de control. Era como si no hubiera comido bastante, o dormido bastante, o le faltara... algo. Su piel prácticamente irradiaba aquella necesidad misteriosa e inexpresada.

            Indudablemente el divorcio le había pasado factura físicamente... le habría venido bien comer unas cuantas veces como era debido. Lali no pudo evitar pensar qué le habría preparado de tener ocasión. A lo mejor crema de calabacín con virutas de pastel de manzana verde y beicon ahumado, acompañada de panecillos de leche untados de mantequilla con una pizca de sal.

            Giró la llave con fuerza en la cerradura que se resistía, todavía pensando en la cena imaginaria. Tal vez le cocinaría algo más consistente, que saciara más: pastel de carne de cerdo, ternera y miga de pan de pueblo francés. Puré de patatas con chalota caramelizada y una guarnición de judías verdes salteadas en aceite de oliva con ajo hasta que estuvieran tiernas...

            Lali salió de su ensimismamiento cuando la llave se partió en dos. Para su consternación, se dio cuenta de que uno de los trozos se había quedado encajado en la cerradura.

            —¡Oh! —exclamó, y miró mortificada a Peter, que seguía impertérrito.

            —Esas cosas suelen pasar con las llaves viejas. Son quebradizas.

            —Podríamos intentar entrar por una ventana.

            Él miraba el llavero que Lali tenía en la mano.

            —¿No hay otra llave de la casa?

            —Supongo. Pero antes habrá que sacar el pedazo que se ha quedado dentro de la cerradura.

            Sin ningún comentario, Peter fue a la furgoneta, se asomó dentro y sacó la clásica caja de herramientas de metal roja. La llevó al porche y rebuscó entre el contenido.

            Procurando no estorbar, Lali se colocó a un lado de la puerta y observó cómo Peter insertaba un punzón en la cerradura atascada. En cuestión de un minuto había conseguido que sobresaliera el extremo de la llave rota, que sujetó con unas pinzas y extrajo limpiamente.

            —Viéndote se diría que es fácil —lo alabó Lali.

            Él devolvió las herramientas a la caja y se levantó. A la joven le daba la impresión de que le costaba sostenerle la mirada.

            —¿Puedo? —le preguntó, con la mano abierta para que le diera el llavero.

            Se lo entregó, evitando tocarle los dedos, y Peter eligió una llave, la probó, y la puerta se abrió con un chirrido.

            La casa estaba a oscuras, silenciosa, y olía a humedad. Lali siguió a Peter cuando entraron en el salón. Él encontró un interruptor y encendió la luz.

            Lali dejó el bolso en la puerta y fue hasta el centro de la sala de estar. Se volvió sobre sí misma despacio para valorar cuanto la rodeaba y le gustó ver que la planta baja era diáfana. La cocina americana, muy desangelada, con el suelo de viejo linóleo, estaba embutida en un reducido espacio. Los únicos muebles eran una mesa vieja cromada y tres sillas deslucidas con la tapicería de escay. Ocupaba la esquina una cocina de leña. Las persianas de láminas de aluminio, dobladas y rotas, cubrían las ventanas como esqueletos.

            Lali intentó abrir una ventana para airear la habitación, pero no pudo. Estaba atascada.

            Peter se acercó y pasó un dedo por la juntura de la ventana de guillotina.

            —La han pintado cerrada. —Se acercó a otra—. Esta también. Antes habrá que cortar la capa de pintura.

            —¿Por qué iba a pintar alguien las ventanas cerradas?

            —Normalmente se hace para evitar las corrientes de aire. Es más barato que los burletes. —Por su expresión se notaba claramente lo que pensaba de aquello. Se acercó al rincón, levantó un extremo suelto de la moqueta y miró debajo.

            —El suelo es de madera.

            —¿En serio? ¿Sería posible darle otro acabado?

            —A lo mejor. No hay modo de saber en qué estado está el suelo hasta haber quitado toda la moqueta. Algunas veces si lo tapan es por algo. —Peter fue a la cocina y se puso en cuclillas para inspeccionar una zona de la pared donde una mancha de moho se extendía como un cardenal—. Ha habido un escape —dijo—. Tendremos que picar parte del muro. He visto termitas fuera... anidan debido a la humedad.

            —¡Oh! —Lali frunció el ceño—. Espero que valga la pena arreglar esta casa, que no sea ya demasiado tarde.

            —No tiene tan mala pinta. Pero hará falta una inspección.

            —¿Cuánto va a costarme?

            —Unos doscientos dólares seguramente. —Dejó la caja de herramientas sobre la mesa cromada—. ¿Va a vivir aquí con su abuela?

            Lali asintió.

            —Tiene demencia vascular. Pronto necesitará usar un andador o ir en silla de ruedas. —Fue a coger el bolso, sacó un folleto y se lo dio—. Esto es lo que hace falta para que la casa sea más segura para ella.

            Peter leyó por encima el folleto y se lo devolvió.

            —Puede quedárselo —le dijo Lali.

            Peter negó con la cabeza.

            —Me sé de memoria los protocolos de adaptación de espacios. —Echó un vistazo especulativo al salón y añadió—: Si su abuela va a usar caminador o silla de ruedas, debería instalar parqué flotante.

            A Lali le daba rabia que no hubiera leído la lista más que por encima. Su actitud era bastante condescendiente.

            —No me gusta el parqué flotante. Prefiero el suelo de madera.

            —El laminado es más barato y dura más.

            —Lo tendré en cuenta. Pero en los dormitorios me gustaría poner moqueta.

            —Siempre que no sea demasiado mullida. Mover una silla de ruedas por encima de una moqueta mullida es como empujarla por la arena. —Peter se quedó en el umbral del espacio de la cocinita y encendió una luz—. Esta pared no es maestra, creo. Puedo tirarla y convertir esta zona en una isla. Habrá lugar para el doble de armarios y de encimera.

            —¿De veras? Sería estupendo tener una cocina abierta.

            Peter sacó un taco de notas de la caja de herramientas y garabateó algunas palabras en la primera hoja. Cogió una cinta métrica y se puso a tomar medidas de la cocina.

            —¿Ya sabe qué tipo de armarios quiere?

            —¡Oh, sí! —respondió de inmediato Lali—. De madera maciza. —Siempre había soñado con tener una encimera de madera maciza, pero nunca había podido. Cuando había empezado a trabajar en Artists Point, la encimera ya estaba instalada y era de mármol.

            La cintra métrica chasqueó unas cuantas veces más.

            —Si cocina mucho, la madera sufrirá. Es cara y lleva trabajo mantenerla.

            —Soy consciente de todo eso. He trabajado en cocinas con la encimera de madera.

            —¿Qué me dice del granito?

            —Prefiero la madera.

            Peter salió de la cocina dispuesto a decir algo, pero al ver la expresión defensiva de Lali cerró la boca y siguió tomando notas.

            Lali se dio cuenta de que empezaba a cogerle tirria. Sus silencios eran particularmente enervantes, porque era imposible saber qué ocultaban. No le extrañaba que se hubiera divorciado... parecía imposible que alguien pudiera convivir cómodamente con aquel hombre.

            Procurando no mirarlo, Lali se fue al fondo de la casa, donde dos cristaleras daban a un pequeño porche con los listones podridos. Había un patio trasero bonito, rodeado por una verja de hierro forjado, que daba a un bosquecillo y el lago.

            —¿Sería posible hacer una gatera? —preguntó.

            —¿Una qué? —le llegó su voz desde el otro extremo de la habitación, cerca de la cocina de leña.

            —Una gatera. Aquí detrás.

            —Tenía que ser un gato —lo oyó murmurar.

            —¿A qué se refiere? —le preguntó Lali, ruborizándose.

            —A nada.

            —¿Qué tiene de malo tener un gato?

            Peter sacó más cinta métrica y la apoyó en el suelo.

            —Me da igual qué mascota tenga. Olvide lo que he dicho. Y sí, puedo instalar una gatera. Aunque no le garantizo que no vaya a entrar un zorro o un mapache.

            —Me arriesgaré —le respondió bruscamente Lali.

            Silencio.

            Mientras Peter medía el salón y tomaba notas, Lali se puso a inspeccionar la diminuta cocina. Como había supuesto, no había microondas ni lavavajillas. Ella y Mery habían acordado de antemano que dedicarían una parte del presupuesto a electrodomésticos, dado que renovar la cocina aumentaría el valor de la casa. Lali se dijo que sería conveniente contar con un hueco para el microondas en la isleta de la cocina. El lavavajillas lo pondría al lado del fregadero, naturalmente, y la nevera tendría que estar donde pudiera abrirse la puerta sin que chocara con la pared.

            Sería posible ahorrar dinero pintando los muebles y añadiendo los electrodomésticos. Abrió una alacena. Dentro había una capa de polvo. Vio un objeto en el estante central y se puso de puntillas para cogerlo. Era una batidora de huevos antigua, de metal herrumbroso, con el mango de madera. Aunque estaba inutilizada, seguro que alguien la querría como objeto decorativo. Lali pensó con pesar que sería inevitable que abriera una cuenta en eBay para vender todas las antigüedades que Elena había conservado.

            Cuando dejaba la batidora, se quedó petrificada. Algo del tamaño de un palmo saltó del borde de la alacena y aterrizó en la encimera.

            Era una araña. Una araña enorme que se puso a correr a velocidad de vértigo hacia ella, tanto que las patas no se le distinguían.

Continuará...

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