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sábado, 23 de mayo de 2015

Cap / 19



Peter se sintió aliviado cuando empezó el trabajo físico de la reforma. Empezó derribando el tabique de la cocina. Él y dos hombres de su equipo, Gavin e Isaac, prepararon la zona con plásticos y quitaron los aparatos y las tomas de corriente. Tanto Gavin, carpintero de oficio, como Isaac, que estaba en trámites de obtener la certificación LEED para trabajos de construcción ecológicos, se tomaban en serio su trabajo. Peter podía confiar en que terminarían a tiempo y lo harían todo del modo más seguro y eficiente. Con gafas protectoras y mascarillas para no respirar el polvo, los tres desmantelaron el tabique con palancas. Arrancaron pedazos de yeso, echando mano de vez en cuando a la sierra de vaivén para cortar los clavos rebeldes.

            El duro trabajo físico le sentó bien a Peter, porque lo ayudó a gastar parte de la frustración acumulada durante los días pasados con Lali. Aquella mujer tenía cosas que lo sacaban de quicio. Por la mañana temprano estaba excesivamente llena de vida y siempre quería alimentarlo. Leía libros de cocina como si fueran novelas y repetía menús de restaurantes con asombroso detalle, como si esperara que él encontrara el tema tan fascinante como ella. Peter nunca había sido aficionado a la gente que lo ve todo por el lado bueno, y Lali había hecho de aquello un arte.

            Se olvidaba de cerrar las puertas. Confiaba en los comerciantes. Iniciaba una conversación con el vendedor de electrodomésticos diciéndole exactamente cuánto iba a gastar.

            Adondequiera que iba con ella, ya fuera a la ferretería o a la empresa de pavimentos o a la tienda de bocadillos para comprar un par de bebidas frías, los hombres la repasaban con los ojos. Algunos intentaban hacerlo con discreción, pero otros no se molestaban en ocultar su fascinación por la belleza de Lali, que los dejaba con la boca abierta.

El hecho era que Lali era un bombón y, salvo desfigurarse, no había nada que pudiera hacer para remediarlo. En la tienda de bocadillos, cuatro o cinco tipos la habían mirado con lascivia hasta que Peter se había puesto delante de ella y les había lanzado una mirada asesina. Entonces se habían dado media vuelta. Había hecho lo mismo otras veces, en otros lugares, manteniendo a los hombres a raya sin decir nada aunque no tenía ningún derecho. Ella no le pertenecía pero, de todos modos, él la vigilaba.

            Ahuyentar a los moscones era un trabajo a tiempo completo. Hasta conocer a Lali, Peter se había mofado de la idea de que la belleza pudiera ser para alguien un problema. Sin embargo, tenía que ser difícil para cualquier mujer verse sometida a esa implacable atención. Aquello explicaba la timidez innata de Lali: lo asombroso era que se atreviera siquiera a salir de casa. Ahora que las reformas en la casa de Dream Lake habían empezado, Peter no tendría que ver a Lali al menos durante un mes, a no ser de pasada. Sería un alivio, se dijo. Se aclararía las ideas.

            Recibiría el primer pago al día siguiente. Mery le había ofrecido mandárselo por correo, pero Peter le había pedido recogerlo en la posada por la mañana. Le hacía falta llevarlo directamente al banco. Había puesto su propio dinero para los gastos iniciales y, desde su divorcio, no tenía demasiada liquidez que digamos.

            Tras trabajar hasta tarde en la casa con Gavin e Isaac, Peter se marchó a casa. Estaba tan cansado por el esfuerzo que no se molestó en comer alguna lata para cenar. Ni siquiera cogió la botella. Se dio una ducha y se acostó.

            Cuando sonó la alarma del despertador a las seis y media de la mañana, Peter se sentía fatal. A lo mejor había pillado algo. Tenía la boca reseca y la cabeza le dolía terriblemente. El esfuerzo de sostener el cepillo de dientes era como levantar pesas. Se dio una larga ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta con una camisa de franela encima, pero seguía teniendo frío y temblaba. Llenó un vaso de plástico con agua del lavabo y bebió hasta que una oleada de náuseas lo obligó a parar.

            Sentado al borde de la bañera, hizo un esfuerzo por tragarse el agua y se preguntó qué le pasaba. Gradualmente fue dándose cuenta de que el fantasma estaba de pie en la puerta del baño.

            —No invadas mi espacio personal —le recordó—. Sal de ahí.

            El fantasma no se movió.

            —Anoche no bebiste.

            —¿Y?

            —Pues que tienes síndrome de abstinencia.

            Peter lo miró sin decir nada.

            —Te tiemblan las manos, ¿verdad? —prosiguió el fantasma—. Eso es por la abstinencia.

            —En cuanto me haya tomado un café estaré bien.

            —Deberías tomar un trago. Los que beben tanto como tú es mejor que se desenganchen despacio en vez de dejarlo de golpe.

            Peter se sentía ultrajado. El fantasma estaba exagerando. Bebía mucho, pero sabía lo que podía tolerar. Solo los borrachos sufrían delírium trémens, como los sin techo de los callejones o los bebedores empedernidos que se pasaban la noche entera empinando el codo. O como su padre, que había muerto de un infarto mientras hacía submarinismo en un complejo turístico de México. Tras toda una vida abusando del alcohol, las arterias coronarias de Alan Lanzani estaban tan obstruidas que, según los médicos, le habría hecho falta un quíntuple bypass para sobrevivir.

            —No necesito desengancharme de nada —dijo Peter.

            Habría sido más fácil de aceptar si el fantasma se hubiera estado burlando o mostrándose superior o incluso disculpándose. Sin embargo, el modo en que lo miraba, con una seriedad teñida de piedad, era demasiado ofensivo para ser soportable.

            —Deberías tomarte un día de descanso —le dijo el espectro—, porque no vas a poder trabajar mucho.

            Peter lo fulminó con la mirada y se levantó, tambaleándose. Por desgracia, el movimiento fue demasiado para su sistema digestivo y se vio obligado a inclinarse sobre el váter, sacudido por las arcadas.

            Tardó un buen rato en volver a incorporarse. Se enjuagó la boca y se echó agua fría en la cara. Cuando se miró en el espejo vio una cara pálida, demacrada, con los ojos hinchados. Retrocedió horrorizado, porque había visto a su padre con aquel aspecto mil veces de niño.

            Se agarró a los bordes del lavabo y se obligó a levantar la cabeza y mirarse al espejo una vez más.

            No era quien quería ser, pero en eso se había convertido.

            De haberle quedado lágrimas, habría sollozado.

            —Peter —oyó que le decía el fantasma desde la puerta con voz tranquilizadora—. A ti no te amedrenta el trabajo. Estás acostumbrado a demoler cosas y a recontruirlas.

            A pesar de lo enfermo que se sentía, a Peter no se le escapó la metáfora.

            —Las casas no son como las personas.

            —Todos tenemos algo que necesita arreglo. —El fantasma hizo una pausa y luego añadió—: En tu caso resulta que es tu hígado.

            Peter luchó por sacarse la camisa y la camiseta, empapadas de sudor.

            —Por favor —logró decir—. Si te queda algo de piedad... no hables.

            El fantasma le hizo el favor de marcharse.

            Para cuando Peter estuvo otra vez vestido, los temblores habían remitido, pero seguía teniendo la húmeda sensación de calor y frío y los nervios tensos como cuerdas. La dificultad para encontrar las botas de trabajo que quería, las mismas que llevaba el día anterior, lo enfureció. En cuanto puso las manos sobre ellas, lanzó una contra la pared con tanta fuerza que estropeó la pintura y dejó una marca en el yeso.

            —Peter. —El fantasma reapareció—. Te estás comportando como un loco.

            Lanzó la otra bota, que atravesó la cintura del fantasma y dejó otra marca en la pared.

            —¿Ahora te sientes mejor? —le preguntó el espectro.

            Ignorándolo, Peter recogió la botas y se las calzó con violencia. Intentó pensar a pesar del martilleo de su cabeza. Tenía que recoger el cheque de Mery e ingresarlo en el banco.

            —No vayas a Artist’s Point —oyó que le decía imperiosamente el fantasma—. No estás en condiciones. No quieres que nadie te vea en este estado.

            —Cuando dices «nadie» te refieres a Lali.

            —Sí. Vas a disgustarla.

            Peter apretó los dientes.

            —Me importa un bledo. —Cogió las llaves del coche, la cartera y unas gafas negras de sol, se subió a la furgoneta y la sacó del garaje. En cuanto se incorporó a la calle, fue como si la luz le partiera el cráneo con la precisión de un instrumento quirúrgico. Gimió y viró bruscamente, buscando un sitio para detenerse en caso de tener que vomitar.

            —Conduces como si estuvieras en un videojuego —le dijo el fantasma.

            —¿A ti qué te importa? —le espetó Peter.

            —Me importa porque no quiero que mates a nadie, ni que te mates.

            Cuando llegaron a Artist’s Point, Peter había sudado otra camiseta y temblaba como si tuviera fiebre.

            —¡Por el amor de Dios! —le dijo el fantasma—. No entres por la puerta principal. Vas a asustar a los huéspedes.

            Por mucho que a Peter le hubiera gustado desafiarlo, el fantasma tenía razón. Exhausto como estaba por el esfuerzo de conducir, rodeó el edificio y aparcó en la parte posterior de la posada, junto a la puerta de la cocina, de la que salía olor a comida. Aquel olor le dio náuseas. Las gafas se le escurrieron por el sudor. Se las quitó de un manotazo y las arrojó a la gravilla, maldiciendo.

            —Contrólate —oyó que le decía el fantasma lacónicamente.

            —Que te jodan.

            Una puerta de rejilla cubría la entrada trasera de la cocina. A través de la malla, Peter vio que Lali estaba sola en la cocina preparando el desayuno. Había ollas hirviendo en los fogones y algo se estaba horneando. El olor de mantequilla y queso casi hizo retroceder a Peter.

            Dio unos golpecitos en la jamba y Lali levantó los ojos de una tabla de cortar en la que había un montón de fresas. Vestía una falda corta de color rosa y sandalias planas, con un top blanco y el delantal atado a la cintura. Tenía las piernas tonificadas, con los músculos de la pantorrilla desarrollados. Se había recogido los rizos rubios en la coronilla y unos cuantos se le habían soltado y le caían sobre las mejillas y el cuello.

            —Buenos días —le dijo sonriente—. Entra. ¿Cómo estás?

            Peter evitó mirarla a los ojos cuando entró en la cocina.

            —He estado mejor.

            —Te apetece un poco de...

            —He venido a recoger el cheque —la cortó él.

            —Bien. —Aunque no era desde luego la primera vez que había sido brusco con ella, Lali lo interrogó con la mirada.

            —El primer pago —dijo Peter.

            —Sí, lo recuerdo. Mery es quien lleva el papeleo, así que ella te extenderá el cheque. Yo no estoy segura de en qué cuenta hacértelo.

            —Bien. ¿Dónde está?

            —Acaba de salir para hacer un recado. Volverá dentro de cinco o diez minutos. La cafetera grande está rota, así que ha ido a recoger una cuantas garrafas de un bar de la zona. —Sonó un cronómetro de cocina y Lali fue a sacar una fuente del horno—. Si quieres esperarla, voy a servir un poco de café y puedes...

            —No quiero esperar. —Necesitaba el cheque. Necesitaba irse. El calor y la luz de la cocina lo estaban matando, y tenía que apretar los dientes para que no le castañetearan como una de esas calaveras de plástico de una tienda de bromas—. Sabía que tenía que darme el cheque hoy. Le mandé un mensaje de texto.

            Lali puso la fuente de guiso sobre un par de salvamanteles. Había dejado de sonreír y habló con más suavidad de lo usual cuando le respondió.

            —No creo que supiera que vendrías tan temprano.

            —¿Cuándo si no, demonios? Estaré todo el día trabajando en la casa. —La rabia lo invadió en oleadas cada vez más intensas sin que pudiera evitarlo.

            —¿Qué te parece si te lo llevo después del desayuno? Iré en coche hasta la casa y...

            —No quiero interrupciones mientras trabajo.

            —Mery llegará de un momento a otro. —Lali sirvió café en una taza de porcelana blanca—. No tienes... buen aspecto.

            —He dormido mal. —Peter se acercó a la encimera y tiró de un rollo de papel de cocina. El papel se desenrolló sin control y él soltó unas cuantas ordinarieces mientras caía en cascada.

            —No pasa nada. —Lali se le acercó enseguida—. Yo lo arreglaré. Ve a sentarte.

            —No quiero sentarme. —Cogió un pedazo de papel y se secó el sudor de la cara mientras ella volvía a enrollar hábilmente el cilindro blanco. Aunque intentaba mantener la boca cerrada, las palabras se le escaparon, cortantes como cuchillas de afeitar; estaba furioso y nervioso, tenía ganas de arrojar algo, de patear algo.

            —¿Es así como llevas un negocio? ¿Haces un trato y luego no lo cumples? Vamos a tener que rehacer el calendario de pagos. Puede que mi tiempo no tenga importancia para ti, pero yo debo contar con que las cosas se harán cuando se supone que tienen que hacerse. Tengo que irme a trabajar. Mis muchachos seguramente ya habrán llegado.

            —Lo siento. —Lali dejó una taza de café en la encimera, junto a él—. Tu tiempo es importante para mí. La próxima vez me aseguraré de que tengas el cheque preparado a primera hora de la mañana.


            Peter odiaba que le hablara de aquella manera, como si estuviera siguiéndole la corriente a un lunático o tranquilizando a un perro furioso. En cualquier caso, funcionó. La rabia se le pasó tan repentinamente que se mareó. Además, estaba tan cansado que apenas podía mantenerse en pie. ¡Dios! Estaba verdaderamente mal.

Continuará...

+10 :o

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