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domingo, 24 de mayo de 2015

Cap / 21



           Las pesadillas atormentaron a Peter toda la noche. Su cuerpo se sacudía como si estuviera sometido a descargas eléctricas. Sus demonios se sentaban a los pies de la cama, aguardando para hacerlo pedazos con sus largas zarpas o el suelo se abría a sus pies y caía en una oscuridad sin fin. En uno de los sueños lo atropelló un choche a medianoche en una carretera oscura y el impacto lo arrojó hacia atrás, al duro asfalto. Se quedó flotando sobre el cuerpo inconsciente en la carretera, mirando su propio rostro. Estaba muerto.

            Se despertó sobresaltado y se sentó en la cama. Estaba sudado y tenía las sábanas pegadas. Miró con los ojos legañosos el reloj y vio que eran las dos de la madrugada.

            —Hijo de puta... —murmuró.

            El fantasma estaba allí.

            —Ve a beber un poco de agua —le dijo—. Estás deshidratado.

            Peter se levantó con dificultad de la cama para ir al baño. Bebió agua, abrió el grifo de la ducha y se quedó debajo un buen rato, con el chorro caliente en la nuca. Deseaba un trago. Se sentiría mejor. Se llevaría los sueños, el espantoso sudor. Deseaba el sabor del alcohol, la sensación dulce de ardor en la boca. Pero el hecho de desearlo tan desesperadamente era suficiente para hacerse fuerte y no ceder.

            Cuando salió de la ducha se puso unos pantalones de pijama y quitó la manta de la cama. Demasiado agotado para cambiar las sábanas, se fue a la sala de estar. Jadeando por el esfuerzo, se dejó caer en el sofá.

            —A lo mejor deberías ir al médico —le comentó el fantasma desde un rincón—. Algo habrá que pueda darte para que esto te resulte más fácil.

            Peter movió despacio la cabeza sin levantarla del brazo del sofá, negando.

            —No quiero que sea más fácil. —Le pesaba la lengua—. Quiero acordarme exactamente de lo que me está sucediendo.

            —Corres un riesgo intentando hacer esto por tu cuenta. Tal vez no lo logres.

            —Lo haré.

            —¿Cómo estás tan seguro?

            —Porque si no lo consigo voy a ponerle fin a esto.

            El fantasma lo atravesó con la mirada.

            —¿Vas a poner fin a tu vida?

            —Sí.

            El otro se quedó callado, pero flotaban en el aire la preocupación y el enojo.

            La respiración de Peter fue calmándose y los recuerdos aparecieron a pesar del dolor de cabeza.

            —Cuando mis hermanos y mi hermana se marcharon de casa —dijo al cabo de un rato, con los ojos cerrados—, tanto mi padre como mi madre bebían constantemente. Cuando convives con un borracho, tu infancia se acaba en media hora. Los días buenos eran aquellos en los que se olvidaban de que yo estaba allí. Pero cuando cualquiera de los dos se acordaba de que seguía habiendo un niño en casa, malo. La convivencia con ellos era como un campo de minas. Nunca sabías si habías dado un mal paso. A veces bastaba con pedirle comida a mamá o intentar que firmara un permiso escolar para que estallara. Una vez cambié de canal de televisión cuando mi padre dormía en el sillón y se despertó el tiempo justo para darme una bofetada. Aprendí a no pedir nunca nada. A no necesitar nada.

            Era lo más que Peter le había contado jamás a nadie acerca de cómo se había criado. Nunca le había dicho tanto ni siquiera a Darcy. No estaba seguro de por qué había intentado que el fantasma lo comprendiera.

            No hubo ningún ruido, ningún movimiento, pero tuvo la impresión de que el espectro, trasladándose en la noche, poblaba la sombra de un rincón.

            —¿Qué me dices de tus hermanos, de tu hermana? ¿Nadie intentó ayudarte?

            —Tenían sus propios problemas. La familia de un borracho no es normal y sana. El problema va con todos.

            —¿Ni tu padre ni tu madre intentaron cortar con esto alguna vez?

            —¿Te refieres a dejar de beber? —Peter bufó levemente, divertido—. No. Los dos habían perdido completamente el control.

            —Y tú seguías a bordo del barco.

            Peter cambió de postura, pero no sirvió para que se sintiera más cómodo en su propia piel. Tenía los nervios de punta y los sentidos aguzados. Las pesadillas estaban listas para apoderarse de él en cuanto se durmiera. Las notaba al acecho como una manada de lobos.

            —He soñado que estaba muerto —dijo de repente.

            —¿Esta noche, hace un rato?

            —Sí. Estaba de pie, mirando mi propio cuerpo.

            —Una parte de ti está muriendo —dijo el fantasma con pragmatismo. Viendo que Peter, horrorizado, guardaba silencio, añadió—: Muere la parte de ti que bebe para evitar el dolor. Pero evitar el dolor solo lo alimenta.

            —Pues ¿qué demonios se supone que tengo que hacer? —le preguntó con hartazgo, con hostilidad.

            —En algún momento —repuso el fantasma al cabo de un momento— tendrás que parar de correr y permitir que te alcance.

            Al cabo de unas cuantas horas de sueño agitado en un sofá que parecía un potro de tortura, Peter se dio una ducha, se vistió y se marchó a Artist’s Point como un muerto viviente.

            Tenía la viva esperanza de no tener que ver a Mery... porque no iba a ser capaz de soportarla aquel día.

            Para su alivio, Lali estaba sola. Lo hizo entrar en la cocina e insistió para que se sentara enseguida a la mesa.

            —¿Cómo te encuentras esta mañana?

            La miró con hosquedad.

            —Midiendo el dolor de cabeza con la escala Fujita, he alcanzado el nivel F-5.

            —Te serviré un café.

            El atroz latido en la frente le daba ganas de arrancarse los ojos. Con cuidado, la apoyó en los brazos e intentó pensar a pesar de los temblores.

            —¿Por qué no me sirves un pack de seis cervezas Old Milwaukee para soportarlo? —le dijo con voz un tanto apagada.

            Lali puso una taza en la mesa.

            —Antes tómate esto.

            Peter intentó cogerla sin éxito.

            —Déjame... —Lali quiso sujetarle las manos.

            —No me hace falta ayuda —gruñó él.

            —De acuerdo... —convino ella tranquilamente, y se apartó.

            Su paciencia lo sacaba de quicio. El papel pintado de cerezas le hería la vista. Tenía la cabeza como un bombo.

            Cuando se hubo llevado la taza a los labios bebió como si la vida le fuera en ello y pidió otra.

            —Antes toma un poco de esto. —Le puso delante un cuenco poco profundo.

            El cuenco contenía un cuadrado de algo parecido a un pastel espolvoreado con fruta confitada cortada en tiritas no más anchas que el bigote de un gato. Le llegó el aroma de la canela. Lali echó un chorrito de leche entera en el cuenco y le dio una cuchara.

            Aquellas gachas horneadas eran tiernas y untuosas, tostadas por los bordes, la quebradiza dulzura aromatizada con limón. Cuando la leche las empapaba, la textura se hacía más suave y cada cucharada era más húmeda y deliciosa que la anterior. Era todo lo opuesto al engrudo gris que solían ser las gachas de su infancia.

            Mientras comía, la sensación de malestar lo abandonó. Se relajó y empezó a respirar profundamente. Algo semejante a la euforia lo invadió, una calidez apacible.

            Lali se movía por la cocina, removiendo cazuelas, llenando jarras de leche y khablando de cualquier cosa sin necesidad de respuesta. Peter no tenía ni idea de lo que decía: era algo que tenía que ver con la diferencia entre una tarta de fruta y un budín de pan, nada de lo cual tenían para él ningún sentido. Sin embargo, tenía ganas de que el sonido de su voz lo envolviera como una manta limpia de algodón.

            Se hizo una costumbre: todas las mañanas, antes de ir a trabajar, se pasaba por la cocina de Artist’s Point y se tomaba lo que fuera que Lali le servía. La media hora que pasaba con ella era el tiempo alrededor del cual organizaba todo lo demás. Cuando se iba, el bienestar iba disminuyendo hora tras hora hasta que llegaba a las crudas noches.

            Su sueño estaba poblado de pesadillas. A menudo soñaba que volvía a beber y se despertaba avergonzado. A pesar de saber que no había sido más que un sueño, que no había cedido a la tentación, se adueñaba de él el pánico. Si sobrevivía a las noches era porque sabía que a la mañana siguiente vería a Lali.

            Ella siempre le decía «buenos días» como si realmente lo fueran. Le servía hermosos platos. Cada bocado era una explosión de color y fragancia, los sabores se sucedían en oleadas. Suflés tan ligeros que parecían inflados por arte de magia, huevos a la benedictina con crema holandesa del color de girasoles. Lali creaba sinfonías de huevos y carne, poemas de pan, melodías de fruta.

            La cocina era más personal de Lali que su habitación. Era su espacio artístico, ordenado exactamente como ella quería. La despensa abierta, cubierto del suelo al techo por estantes que contenían hileras de especias de colores intensos en botes cilíndricos de cristal y anticuados tarros de caramelos llenos de harina, azúcar, cereales, polenta de un amarillo intenso o gordas mitades beige de pacana. Había botellas de aceite de oliva ligeramente verdoso de España, vinagre balsámico oscuro como tinta, jarabe de arce de Vermont, miel de flores silvestres, tarros de jamón casero y conservas relucientes como joyas. Lali era tan puntillosa con la calidad de los ingredientes como Peter con que los ángulos de una casa fueran perfectos tanto vertical como horizontalmente, o con usar el clavo adecuado en cada caso.

            Se movía por la cocina como una bailarina, con movimientos elegantes que solían acabar abruptamente cuando levantaba con ambas manos una pesada cazuela o cerraba con decisión la puerta del horno. Empuñaba una sartén para saltear como si fuera un instrumento musical, agarrándola por el mango y sacudiéndola con un movimiento rápido del codo, de modo que el contenido saltaba y se daba la vuelta.

            Simplemente le encantaba verla trabajar.

Continuará...

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