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martes, 26 de mayo de 2015

Cap / 40



            —¿Qué clase de maldición? —le preguntó Mery, ojeando un viejo libro ajado en la cocina mientras Lali preparaba el desayuno—. Veamos... ¿impotencia? ¿Verrugas, furúnculos? Un trastorno digestivo, halitosis, alopecia... Me parece que no le quitaremos el deseo sexual pero lo haremos tan horroroso que nadie le querrá.

            Lali cabeceó, divertida, usando una pala para helado para llenar de masa unas bandejas de magdalenas. Esa mañana le había confesado a Mery que ella y Peter habían roto hacía unos días y su prima se había puesto hecha una furia. Parecía convencida de que podía exigir alguna clase de venganza sobrenatural en nombre de Lali.

            —Mery... ¿Qué estás mirando?

            —Un libro que me dio mi madre. Aquí hay un montón de buenas ideas. Mmmm... a lo mejor alguna plaga... de ranas o algo así...

            —Mery... No quiero echar una maldición a nadie.

            —Claro que no, eres demasiado buena. Yo, sin embargo, no tengo ese inconveniente.

            Lali dejó la pala y se acercó a la mesa a la que estaba sentada su prima. Echó un vistazo al sucio libro de aspecto vetusto. Estaba lleno de extraños símbolos e ilustraciones un tanto alarmantes. Algo gelatinoso goteó del borde.

            —¡Dios santo, Mery! Lávate las manos después de haber tocado esta porquería... Todas las páginas están mugrientas.

            —No, no todas. Solo las del tercer capítulo. Siempre rezuma un poco.

            Haciendo una mueca, Lali llevó espray multiusos y papel de cocina a la mesa.

            —Vuelve a envolverlo —le ordenó a Mery, indicando con un gesto el trozo de tela en el que había estado envuelto.

            —Espera, deja que encuentre un hechizo rapidito...

            —¡Ya! —dijo Lali, categórica.

            Poniendo mala cara, Mery envolvió el libro en la tela y se lo puso en el regazo mientras la otra limpiaba la mesa.

            —No sé si lo dices en serio o si estás bromeando —le dijo Lali—, pero no hacen falta hechizos ni maldiciones. Si un hombre no quiere estar conmigo, tiene derecho a tomar esa decisión.

            —Estoy de acuerdo. Tiene derecho a tomar esa decisión... y yo lo tengo a hacerle sufrir por haberla tomado.

            —No le lances ningún hechizo a Peter. No se lo lanzaste a Duane, ¿a que no?

            —Si alguna vez lo ves sin patillas, sabrás por qué.

            —Bien, quiero que dejes en paz a Peter.

            Mery estaba cabizbaja.

            —Lali, tú eres la única verdadera familia que he tenido. Tengo un padre ausente y mi madre es una de esas mujeres que no deberían haber tenido hijos. Pero tuve la suerte de tenerte. Eres la única buena persona que he conocido. Me conoces lo bastante para herirme más de lo que podría hacer nadie, pero nunca lo harías. Una hermana no te querría tanto como yo.

            —Yo también te quiero —dijo Lali, sentándose a su lado, sonriendo pero con lágrimas en los ojos.

            —Desearía que hubiera un hechizo para encontrar a un hombre que te tratara como te mereces, pero los hechizos no funcionan así. Sabía que Peter era peligroso para ti, y lo peor que hay en el mundo es ver a alguien por quien te preocupas ir de cabeza hacia un peligro y no ser capaz de detener a esa persona. Así que no creo que una maldición, una pequeñita, esté completamente injustificada.

            Lali se apoyó en ella y permanecieron las dos sentadas en silencio.

            —Peter ya está suficientemente maldito, Mery —dijo por fin—. No puedes hacerle nada peor de lo que ya tiene encima. —Se levantó y volvió a la encimera para terminar de llenar los moldes.

            —¿Quieres una bolsa de plástico para guardar ese libro repugnante?

            Mery se llevó el libro al pecho, protectora.

            —No. Tiene que respirar.

            Mientras Lali metía la bandeja en el horno, sonó el móvil. El corazón le dio un brinco, como cada vez que había sonado durante los últimos días. Sabía que no era Peter quien llamaba, pero no podía evitar desear que lo fuera.

            —¿Puedes contestar por mí? —le preguntó a Mery—. Está en mi bolso, en el respaldo de la silla.

            —Claro.

            —Antes límpiate las manos.

            Mery le hizo una mueca, se puso espray multiusos en las manos y se las secó con un trozo de papel de cocina. Luego sacó el teléfono del bolso de su prima.

            —Es el número de tu casa —le dijo—. ¡Hola! Soy Mery. Lali está en plena faena. ¿Le doy el mensaje? —Un momento de silencio—. Estará ahí enseguida. —Otra pausa—. Lo sé, pero querrá ir. De acuerdo Jeannie.

            —¿Qué pasa? —preguntó Lali, metiendo otra bandeja en el horno.

            —Nada serio. Jeannie dice que Elena tiene la tensión un poco alta y parece confusa. Confunde las palabras más de lo normal. Jennie le está dando su medicina y dice que no hace falta que vayas, pero ya has oído lo que le he dicho.

            —Gracias, Mery. —Tenía el ceño fruncido. Se quitó el delantal y lo dejó en la encimera—. Saca esas magdalenas dentro de exactamente quince minutos, ¿vale?

            —Sí. Llámame cuando puedas. Házmelo saber si al final tienes que llevarla al hospital.

            Lali tardó solo quince minutos en llegar a casa. Esa mañana no había visto a Elena, porque cuando Jeannie había llegado la anciana todavía dormía. Había sido la última de una serie de noches malas. Al anochecer Elena estaba cada vez peor: confusa e irritable. No dormía bien. Jeannie había hecho varias sugerencias útiles, como animar a la anciana a echar cabezaditas durante el día y a escuchar música suave justo antes de acostarse.

            —Los pacientes con demencia tienden a agobiarse al anochecer —le había explicado la enfermera—. Les cuesta hacer incluso las cosas más simples.

            Aunque le habían advertido lo que podía esperar, para Lali era enervante ver que su abuela se comportaba de un modo completamente impropio de ella. Una vez que no encontraba un par de zapatillas bordadas la había avergonzado acusando a Jeannie de habérselas robado. Por suerte, la enfermera había sido amable, no había perdido la calma y no se había ofendido en absoluto.

            —Hará y dirá muchas cosa que no quiere decir —le había dicho—. Forma parte de la enfermedad.

            Entró en la casa y vio que su abuela estaba sentada en el sofá, con cara de cansada. Jeannie estaba a su lado, intentando desenredarle el pelo, pero Elena le apartaba la mano con irritación.

            —Upsie —le dijo Lali sonriente, acercándosele—. ¿Cómo te encuentras?

            —Llegas tarde. La comida no me ha gustado. Jeannie me ha preparado una hamburguesa y estaba demasiado cruda por dentro para que no me la comiera si no quería. Pero no me ha gustado mi comida y tú preparas la comida cuando no está cruda pero yo no quiero comer.

            Lali hizo un esfuerzo para que no se le notara el pánico que la había invadido. Aquel batiburrillo verbal era inusual en Elena.

            Jeannie se levantó y le dio el cepillo, murmurando:

            —La tensión. Estará mejor cuando la medicación surta efecto.

            —No me ha gustado la comida —insistió Elena.

            —Todavía no es hora de comer —le dijo Lali, sentándose a su lado—, pero, cuando lo sea, te prepararé lo que quieras. Deja que te cepille el pelo, Upsie.

            —Quiero a Fermín —dijo la anciana, muy seria—. Dile a Peter que lo traiga.

            —Vale. —Aunque Lali quería preguntarle quién era Fermín, pensó que era mejor seguirle la corriente hasta que la presión le bajara. Le pasó el cepillo por el pelo con cariño, parando para deshacerle un enredo. Elena se quedó callada un rato, como si le gustara notar las manos de su nieta en el pelo. Aquella tarea contribuyó a que las dos se relajaran.

            Elena había hecho incontables veces lo mismo por Lali cuando esta era una niña. Siempre acababa diciéndole que era hermosa, por dentro y por fuera, y aquellas palabras habían arraigado en ella. Todo el mundo debería tener a alguien que lo ame incondicionalmente... y para Lali esa persona había sido siempre Elena.

            Cuando terminó de peinarla, dejó el cepillo y le sonrió a su abuela.

            —Eres hermosa —le dijo—. Por dentro y por fuera.

            Elena la abrazó. Compartieron las dos, así abrazadas, un momento de pura felicidad, sin pensar en el pasado ni en el futuro, centradas en lo que tenían en aquel preciso instante, juntas.

            Elena estuvo descansando toda la tarde mientras Jeannie vigilaba su tensión. Al final, satisfecha porque la hipertensión había cedido, la enfermera dio por terminada su jornada.

            —Intenta que beba agua siempre que sea posible —le recomendó a Lali—. Se olvida de beber y no queremos que se nos deshidrate.

            Lali asintió.

            —Gracias, Jeannie. No sabes lo mucho que valoro todo lo que haces por Elena... y por mí. Estaríamos perdidas sin ti.

            La enfermera le sonrió.

            —Estoy encantada de ayudar. Por cierto, pude que después de cenar quieras darle a Elena uno de los sedantes que le han recetado. Hoy ha descansado mucho y, aunque me parece que le hacía falta, esta noche será difícil que duerma sin un poco de ayuda.

            —Se lo daré. Gracias.

            Como había descubierto que su abuela no se alteraba si por la noche la televisión estaba apagada, Lali puso un poco de música suave. Las notas de We’ll Meet Again flotaron en el ambiente. Elena escuchaba la canción, como hipnotizada.

            —¿Cuándo vendrá Peter? —le preguntó.

            Aquella pregunta le encogió el corazón a Lali. Cuando más echaba de menos a Peter era por la noche. Echaba de menos la conversación relajada mientras la ayudaba a recoger los platos, el modo en que le acariciaba la espalda. Una noche había descubierto que el punto rojo de luz de su medidor láser danzando por el suelo enloquecía a Byron. Se había dedicado a hacer correr en círculos al gato por la habitación, intentado atrapar el punto y luego lo apagaba para que Byron creyera que lo tenía sujeto debajo de la pata. Observando sus travesuras, Elena se había reído tanto que casi se había caído del sofá. Otra noche, después de darse cuenta de que Elena tenía dificultades para recordar dónde estaba guardada cada cosa en las alacenas, Peter había rotulado cada puerta con una nota adhesiva: una para los platos, otra para los vasos, otra para los cubiertos y así todas. Las notas seguían allí, y a Lali le dolía el corazón cada vez que las veía.

            —No sé cuando vendrá —le dijo a Elena. «Ni si volverá alguna vez.»

            —Fermín está con él. Quiero que venga Fermín. ¿Puedes llamar a Peter?

            —¿Quién es Fermín?

            —Un granuja. —Elena le sonrió ligeramente—. Un rompecorazones.

            Un antiguo novio. Lali le devolvió la sonrisa.

            —¿Estabas enamorada de él? —le preguntó dulcemente.

            —Sí. Sí. Llama a Peter y pídele que traiga a Fermín.

            —Dentro de un ratito, cuando me haya bañado —dijo Lali, con la esperanza de que Elena se olvidara de aquello cuando el sedante le hiciera efecto. Miró a su abuela sonriendo con socarronería, preguntándose qué conexión había establecido entre su antiguo novio y Peter—. ¿Te recuerda Peter a Fermín?

            —¡Oh, sí! Alto como él y moreno. Y Fermín era carpintero. Construyó cosas hermosas.

            No había modo de saber si Fermín había sido alguien real, se dijo Lali, o era un producto de la imaginación de Elena.

            —Estoy cansada —murmuró su abuela, dándole vueltas a un botón de su pijama floreado—. Quiero verle, Lorraine. He esperado tanto tiempo...

            Lorraine había sido una de las hermanas de Elena. Tragando saliva con dificultad, Lali se inclinó hacia ella y la besó.

            —Voy a darme un baño —le susurró—. Descansa y escucha la música.

            Elena asintió, mirando hacia las ventanas. El cielo se oscurecía. El sol se estaba poniendo.

Continuará...

+10 :/

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