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lunes, 25 de mayo de 2015

Cap / 31



            Aunque Elena se estabilizó durante los días que siguieron, Lali se daba cuenta de que se había vuelto notablemente más olvidadiza y distraída. Había que recordarle que siguiera la rutina matutina porque podía olvidarse de desayunar o de ducharse y, cuando estaba en la ducha, podía olvidar algún paso, como usar champú o acondicionador.

            A finales de semana Mery pasó una tarde con Elena para llevarla a la peluquería. Luego comieron en los muelles. Lali agradeció el descanso y, cuando Mery la devolvió a casa, Elena estaba de un humor estupendo.

            —Me ha estado sermoneando al menos una hora sobre con qué clase de hombres debo salir —le contó Mery a Lali a la mañana siguiente, mientras esta última lavaba los platos en la posada.

            —Nada de moteros —aventuró Lali.

            —Exacto. Luego se le olvidó lo que acababa de decirme y volvió a empezar desde el principio.

            —Lo siento.

            —No, si da igual, pero ¡demonios!, si tuviera que convivir con ella, me volvería loca con esa clase de repeticiones.

            —No hay para tanto. Tiene días peores que otros. Por alguna razón, está mejor cuando Peter anda cerca.

            —¿En serio? ¿Y eso por qué?

            —Le gusta. Hace verdaderos esfuerzos para estar centrada cuando él está aquí. Está alicatando el aseo que construyó en ese armario que había. El otro día me la encontré sentada en la cama, hablando por los codos mientras Peter ponía azulejos.

            —Así que incluso las abuelas encuentran atractivos a los carpinteros.

            Lali se rio.

            —Supongo. Además, Peter tiene mucha paciencia con ella. La trata con mucha dulzura.

            —¡Vaya! Es la primera vez en la vida que oigo que alguien encuentra dulce a Peter Lanzani.

            —Lo es —dijo Lali—. No te imaginas lo distinto que es con Elena.

            —¿Y contigo? —Mery la observaba atentamente.

            —Sí. Vendrá a cenar el sábado por la noche. Le pedí apoyo moral, porque mi padre estará aquí.

            —Me tendrás a mí para darte apoyo moral.

            Lali se puso a fregar una bandeja de horno en el fregadero.

            —Necesitaré el apoyo de cuanta más gente mejor. Ya sabes cómo es mi padre.

            Mery suspiró.

            —Si te facilita las cosas el sábado, bienvenido sea Peter Lanzani. Incluso seré amable con él. ¿Qué vas a preparar, por cierto?

            —Algo especial.

            Mery estaba expectante.

            —Tu padre no merece la cena que vas a prepararle, pero me alegro de cosechar los beneficios.

            Lali no quiso decirle a su prima que, en realidad, no cocinaría para su padre, ni siquiera para Elena. Cocinaría para Peter. Le hablaría en el idioma de los aromas, los colores, las texturas, los sabores. Iba a servirse de toda su habilidad y todo su instinto para crear un plato que nunca olvidara.


            Mery recibió a Peter en la puerta principal de la posada y le dio la bienvenida. Llevaba el pelo suelto en una cortina de seda en lugar de la habitual cola de caballo. Estaba sorprendentemente atractiva con zapato plano, pantalones pitillo y un top verde esmeralda con un escote muy pronunciado. Estaba un poco apagada esa noche, sin embargo: su usual vitalidad había mermado.

            —Hola, Peter. —Se fijó en los botes de cristal que llevaba en las manos, llenos de sales de baño con perfume a lavanda y con un vaporoso lazo morado.

            —¿Qué son?

            —Regalos para las anfitrionas. —Le tendió uno—. Para ti y para Lali.

            —Gracias. —Parecía sorprendida—. Qué amable. El de lavanda es el perfume favorito de Lali.

            —Lo sé.

            Mery lo estudió atentamente.

            —Últimamente se han hecho muy amigos los dos, ¿eh?

            Él se puso de inmediato a la defensiva.

            —Yo no diría eso.

            —No hace falta. Que hayas venido a esta cena lo deja bien claro. La relación de Lali con su padre es un campo de minas emocional. Nunca ha hecho lo más mínimo por ella. Creo que él es la razón por la que siempre la atraen los hombres que seguro que la dejarán.

            —¿Intentas decirme algo?

            —Sí. Si le haces daño a Lali, sea de la manera que sea, te echaré una maldición.

            Mery parecía tan sincera que Peter no pudo evitar preguntarle:

            —¿Qué clase de maldición?

            —Alguna de por vida y que te deje impedido.

            Peter estuvo tentado de decirle que se ocupara de sus asuntos, pero la preocupación de Mery por su prima lo conmovió.

            —Entendido —le dijo.

            Mery, al parecer satisfecha, lo llevó a la biblioteca privada de la posada.

            —¿Está Duane esta noche? —le preguntó Peter.

            —Hemos roto —murmuró Mery.

            —¿Puedo preguntarte por qué?

            —Lo he asustado.

            —¿Cómo has podido tú...? Da igual, cambiemos de tema. ¿Cuándo llegó el padre de Lali.

            —Anoche, tarde —dijo ella—. Él y su novia, Phyllis, han pasado casi todo el día con Elena.

            —¿Ella cómo está?

            —Tiene un día bastante bueno: de vez en cuando se confunde un poco y pregunta quién es Phyllis. Pero Phyllis está siendo muy amable. Creo que te gustará.

            —¿Qué me dices de James?

            Mery soltó un bufido.

            —James no le cae bien a nadie.

            Entraron en la biblioteca, donde habían vestido una mesa larga de caoba con mantel de lino y cristalería y la habían decorado con una hilera de flores de hortensia flotando en cuencos de cristal. Elena estaba con su hijo y la novia de este junto a la chimenea, llena de velas encendidas en una variedad de candelabros de vidrio plateado.

            Elena le sonrió radiante en cuanto lo vio. Llevaba un vestido de seda color ciruela y su pelo relucía al resplandor de las velas.

            —¡Aquí estás! —exclamó.

            Peter se le acercó y se inclinó a besarle la mejilla.

            —Estás muy guapa, Elena.

            —Gracias. —Se volvió hacia la morena que estaba a su lado—. Phyllis, este guapo demonio es Peter Lanzani. Él es quien está reformando la casa del lago.

            La mujer era alta y de huesos anchos, con un corte de pelo práctico.

            —Encantada —dijo, dándole a Peter un firme apretón de mano, sonriendo con simpatía.

            —Y este es mi hijo James —prosiguió Elena, indicando con un gesto a un hombre de peso medio y bien plantado.

            Peter le estrechó la mano.

            El padre de Lali lo saludó con la alegría de un maestro sustituto al que acaban de asignarle una clase de niños traviesos. Tenía una de esas caras aniñadas y envejecidas al mismo tiempo, los ojos sosos como peniques detrás de unas gafas de montura gruesa.

            —Hoy hemos ido a ver la casa —le dijo—. Por lo que parece has hecho un buen trabajo.

            —Eso ha sido la versión de James de un cumplido —terció rápidamente Phyllis. Sonrió a Peter—. Es una casa increíble. Según Mery y Lali, la has transformado por completo.

            —Todavía queda mucho por hacer —dijo Peter—. Empezaremos con el garaje esta semana.

            Siguieron conversando y James le contó que era el gerente de un almacén de electrónica en Arizona y Phyllis veterinaria especializada en caballos. Estaban considerando la idea de comprar una granja de veinte mil metros cuadrados.

            —Está en las afueras de un pueblo fantasmagórico —dijo Phyllis—. Hubo un tiempo en que la población tenía la mina de plata más rica del mundo, pero cuando la hubieron extraído toda, la gente se marchó.

            —¿Está encantado? —preguntó Elena.

            —Hay quien asegura que hay un fantasma en el antiguo café —le contó Phyllis.

            —¿No es un poco raro que nunca haya fantasmas rondando por un lugar hermoso? —preguntó secamente James—. Siempre están en alguna casa derruida o en un viejo edificio abandonado y polvoriento.

            El fantasma, que había estado paseando por delante de la librería, leyendo detenidamente los títulos, dijo con sarcasmo:

            —No es que pueda elegir entre un ático y un Club Med.

            Fue Elena quien respondió, con cara seria.

            —Los fantasmas rondan normalmente por los lugares donde más han sufrido.

            James soltó una carcajada.

            —Madre... Tú no crees en fantasmas, ¿verdad?

            —¿Por qué no?

            —Nade ha probado jamás su existencia.

            —Nadie ha probado tampoco que no existan —dijo Elena.

            —Si crees en fantasmas, también puedes creer en los duendes y en Papá Noel.

            Oyeron la voz risueña de Lali desde la puerta cuando entraba con una jarra de agua.

            —Papá siempre me decía que Papá Noel no era real. —No se dirigía a nadie en particular—. Pero yo quería creer en él. Así que se lo pregunté a una autoridad superior.

            —¿A Dios? —le preguntó Mery.

            —No, a Upsie, y ella me dijo que podía creer en lo que quisiera.

            —Muy propio del firme apego de mi madre a la realidad —comentó James con acidez.

            —Yo me atengo a la realidad —dijo Elena, muy digna—, pero a veces me gusta someterla a golpes.

            El fantasma la miraba con aprobación, sonriente.

            —¡Qué mujer!

            Lali rio y miró a Peter.

            —¡Hola! —le dijo bajito.

            Peter se había quedado momentáneamente sin habla. Lali estaba increíblemente hermosa con aquel vestido negro sin mangas. La tela elástica se le pegaba a las espectaculares curvas. De adorno solo llevaba un broche prendido en el nacimiento del escote, un semicírculo art déco con piedras de imitación blancas y verdes.

            —He olvidado la música —le dijo Lali—. ¿Tienes una lista de reproducción en el móvil? ¿Tal vez una de esas melodías antiguas que le gustan a Upsie? Hay un acoplador con altavoces en ese estante.

            Peter tardaba en responder, así que el fantasma le dijo, impaciente:

            —La lista de jazz. Pon un poco de música.

            Peter sacudió la cabeza para despejársela y fue a insertar el teléfono en el aparato. Enseguida sonó la seductora melodía Prelude To a Kiss, de Duke Ellington.

            Sentado a la mesa al lado de Elena, Peter observó cómo Lali traía una bandeja de cucharas de porcelana blanca. Le puso una delante. Contenía una pequeña vieira perfectamente frita sobre un lecho de algo verde.

            —Es una vieira con panceta sobre un puré de alcachofa —dijo Lali sonriéndole—. Tómatelo de un solo bocado.

            Peter se metió el contenido de la cuchara en la boca. La panceta salada crujía en contraste con la fragante vieira y el toque de pimienta negra templaba la suavidad de la alcachofa. Oyó unos cuantos susurros de placer en la mesa.

            Lali se quedó junto a Peter, con las pestañas bajas, observando su reacción.

            —¿Te gusta? —le preguntó.

            Era lo mejor que había probado nunca.

            —¿Hay más? Porque puedo saltarme el resto de la cena y comer solo de esto.

            Lali negó con la cabeza, sonriendo, y recogió la cuchara vacía.

            —Era un amuse-bouche —le dijo, y se fue a la cocina para traer el siguiente plato.

            —Esta es mucho más alegre —exclamó Phyllis, balanceándose un poco en la silla cuando empezó Sing Sing Sing, de Benny Goodman. Sostuvo en alto la botella de vino, ofreciéndoselo.

            —¿Un poco de vino?

            —No, gracias —repuso Peter.

            —La abstinencia es al amor lo que el aire al fuego —murmuró Elena, dándole unas palmaditas en el hombro.

            A pesar de que estaba al otro lado de la mesa, James la había oído.

            —Madre, el refrán no es así exactamente,


            —De hecho —dijo Peter, sonriéndole a Elena—, ha sido más que exacta.

Continuará...

+10 :D

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