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lunes, 18 de mayo de 2015

Cap / 6



Se escuchó la voz crispada de Darcy en el contestador mientras dejaba un mensaje a las nueve de la mañana. Escuchándolo, Peter se arrastró fuera de la cama, se puso los pantalones y fue tambaleándose a la cocina.

            —«... no sé si ya has encontrado otro sitio donde vivir —decía Darcy—, pero casi no queda tiempo. Empezaré a enseñar la casa la semana que viene, así que tienes que haberla dejado para entonces. Quiero que esté vendida el Día del Trabajo. Si quieres comprármela, habla con el agente inmobiliario...»

            —No voy a pagar la misma condenada casa dos veces —murmuró Peter, sin escuchar el resto del mensaje. Apretó un botón de la cafetera para preparar café exprés y esperó a que se calentara. Con los párpados entrecerrados, vio al fantasma de pie junto a la isla de la cocina con los antebrazos apoyados en el granito.

            El espectro lo miró a los ojos.

            —Hola.

            Peter no respondió.

            La noche anterior había puesto la televisión y se había sentado a verla en el sofá con una botella de Jack Daniels. El fantasma había tomado asiento en una silla cercana y le había preguntado con sarcasmo:

            —¿Ya no te molestas siquiera en usar un vaso?

            Llevándose el gollete a los labios, Peter se había quedado mirando fijamente la pantalla, sin hacerle caso. El fantasma había guardado silencio, pero no se había ido hasta que Peter se había desmayado.

            Esa mañana seguía allí.

            Peter vio que la cafetera estaba a punto y pulsó el botón de marcha. Sonó el chillido metálico del molinillo automático. La máquina chasqueó y bombeó una doble dosis de café molido en un recipiente oculto de plástico. Peter se tomó el café de un trago y dejó la taza vacía en el fregadero.

            Se volvió a mirar al fantasma con sombría resignación. No tenía sentido que siguiera ignorándolo, puesto que no parecía que fuera a irse a ninguna parte. Y de aquel modo tan extraño, como por transferencia, percibía el humor del espectro, la cansada paciencia de un hombre que ha estado solo mucho tiempo. Aunque nunca lo habían acusado de ser compasivo, no pudo evitar sentir una pizca de compasión.

            —¿Te llamas de algún modo? —le preguntó al final.

            —Antes tenía nombre pero no me acuerdo.

            —¿Por qué llevas esa chaqueta de aviador?

            —No lo sé —repuso el fantasma—. ¿Lleva el escudo de algún escuadrón o la etiqueta de un nombre?

            Peter negó con la cabeza.

            —Parece una vieja A-2 con solapas en los bolsillos. ¿Tú la ves?

            —Solo tú puedes verme.

            —Menuda suerte. —Lo miró con dureza—. Mira... No sirvo para nada si me sigues a todas partes. Tienes que hacerte invisible de nuevo.

            —No quiero ser invisible; quiero ser libre.

            —Pues ya somos dos.

            —A lo mejor si me ayudas a descubrir quién era... encontraré una salida. Quizá sea capaz de alejarme de ti.

            —Con un «a lo mejor» y un «quizá» no me basta.

            —Es todo cuanto puedo decirte. —El fantasma se puso a caminar de un lado para otro—. Algunas veces recuerdo cosas. Retazos, pedazos de mi vida. —Se detuvo a mirar por la ventana de la cocina el azul sereno de Roche Harbor—. La primera vez que tuve... conciencia, supongo que tú dirías... fue en la casa de Rainshadow. Creo que en mi vida pasada estaba de algún modo ligado a ese lugar. Sigue habiendo un montón de trastos viejos allí, sobre todo en la buhardilla. Valdría la pena buscar pistas.

            —¿Por qué no lo hiciste?

            —Porque me hace falta un cuerpo físico para hacerlo. —Sus palabras rezumaban sarcasmo—. No puedo abrir una puerta ni mover ningún mueble. No tengo «poderes». —Acompañó la palabra con un pase mágico—. Lo único que puedo hacer es mirar mientras los otros se joden la vida. —Hizo una pausa—. Tendrás que sacar todo eso de la buhardilla, en cualquier caso.

            —Ya lo hará Gastón. Es su casa.

            —No puedo hablar con Gastón, y a él podría pasársele algo importante. Necesito que lo hagas tú.

            —Yo no soy tu asistenta. —Peter salió de la cocina y el fantasma lo siguió—. En esa buhardilla hay trastos suficientes para llenar un contenedor. Tardaría días en ordenarlo yo solo, puede que semanas.

            —¿Pero lo harías? —le preguntó el fantasma ansiosamente.

            —Me lo pensaré. Ahora voy a darme una ducha. —Peter se detuvo y lo miró de reojo—. Y mientras esté duchándome, ni se te ocurra acercarte.

            —Tranquilo —repuso el fantasma con sorna—. No estoy interesado.


            A principio de quinto curso, el padre de Lali dijo que iba a coger un nuevo trabajo en Arizona y que viviría con la abuela hasta que la mandara llamar.

            —Tengo que preparar la casa para tu llegada —le comentó—. ¿De qué color quieres que te pinte la habitación?

            —De azul —dijo la niña con vehemencia—. Azul turquesa. Ah, y... papá... ¿podré tener un gatito cuando me mude a nuestra nueva casa?

            —Pues claro que sí. Siempre y cuando te ocupes de él.

            —¡Oh, sí! Gracias, papi.

            Durante meses, Lali había dibujado su habitación nueva y su gatito tal como los imaginaba, y les había dicho a todas sus amigas que se iba a vivir a Arizona.

            Su padre nunca la había reclamado. Fue a verla unas cuantas veces y se ponía al teléfono cuando Lali lo llamaba, pero siempre que se atrevía a preguntarle si la casa ya estaba lista, si había lugar en su vida para ella, le contestaba con evasivas y se mostraba irritable. Debía tener paciencia. Tenía que ocuparse de otras cosas primero.

            Cuando empezó en el instituto, Lali lo llamó para hablarle de las clases y de los profesores nuevos. La voz de una desconocida respondió al teléfono. Fue muy amable y le dijo lo mucho que le gustaría conocerla algún día. Habían hablado unos minutos. Fue así como Lali se enteró de que su padre le había pedido a una mujer con una hija de doce años que se fuera a vivir con él. Eran su nueva familia. Lali no era más que un recuerdo indeseado de un matrimonio fallido y de una mujer que lo había abandonado.

            Había ido a buscar a Elena, claro, y había llorado amargas lágrimas en el regazo de su abuela.

            —¿Por qué no me quiere? —había sollozado—. ¿Tan molesta soy?

            —No tiene nada que ver contigo. —La voz de Elena era dulce y suave. Se le notaba en la cara lo apenada que estaba cuando se inclinó sobre el pelo revuelto de Lali—. Eres la mejor niña, la más inteligente y la más maravillosa del mundo. Cualquier hombre estaría orgulloso de que fueras su hija.

            —Entonces ¿por... por qué él no lo está?

            —Está destrozado, corazón. Tan destrozado que me temo que nadie podrá curarlo. Tu madre... bueno, el modo en que lo dejó... eso lo cambió. Desde entonces no ha sido el mismo. Si lo hubieras conocido antes, te parecería otra persona. Siempre estaba de buen humor. Todo le parecía bien. Pero se enamoró de tu madre tan profundamente... que fue como si se cayera en un pozo sin tener modo alguno de salir de él. Cada vez que te mira, no puede evitar pensar en ella.

            Lali escuchó atentamente, intentando entender entre líneas los secretos que escondían aquellas breves revelaciones. Necesitaba enterarse de por qué la habían abandonado consecutivamente su madre y su padre. Solo encontró una respuesta: la culpa tenía que ser suya.

—Nadie te reprocha, Lali, tu enfado y tu amargura. Pero tienes que centrarte en lo bueno de la vida y pensar en todos los que te quieren. No permitas que esto te agrie el carácter. —La abuela le acariciaba con dulzura el pelo.

            —No quiero, Upsie —susurró Lali. Así llamaba a su abuela desde que tenía memoria—. Pero siento... siento que no pertenezco a ningún lugar.

            —Me perteneces a mí. Soy tu abuela.

            Levantando los ojos hacia el rostro de Elena, surcado por las arrugas que el humor, la tristeza y la reflexión habían cincelado a lo largo de sus siete décadas de vida plena, Lali se dijo que su abuela había sido lo único permanente para ella.

            Después habían ido a la cocina a preparar algo.

            Tres veces a la semana, Elena preparaba platos para algunos de los vecinos ancianos de su calle. Lali, a quien le encantaba cocinar, siempre la ayudaba.

            Ralló barras de chocolate negro hasta formar sobre la tabla de cortar un fragante montón de virutas. Mientras el horno se calentaba, mezcló el chocolate con dos paquetes de mantequilla y puso la mezcla al baño María en un cuenco de cristal. Separó las claras de las yemas de ocho huevos e incorporó estas últimas, de un amarillo intenso, junto con una cucharada de extracto de vainilla al chocolate fundido antes de añadirle el azúcar moreno.

            Con cariño, fue incorporando la emulsión a las claras batidas a punto de nieve. Vertió en tazas de café la espuma perfumada y las puso al horno al baño María. Cuando los pasteles estuvieron cocidos, los dejó enfriar antes de coronarlos con un copo de nata batida.

            Elena se acercó a contemplar las hileras de pastelitos de chocolate y una sonrisa le iluminó el rostro.

            —¡Qué bonitos! —exclamó admirada—. Y huelen de maravilla.

            —Prueba uno. Lali le ofreció una cucharita.

            Elena tomó un bocado y su reacción no pudo ser mejor. Gimió de placer, cerrando los ojos para apreciar mejor el sabor profundo del chocolate. Cuando los abrió, Lali se sorprendió porque tenía lágrimas en los ojos.

            —¿Qué te pasa, Upsie?

            Elena sonreía.

            —Sabe como el amor al que te has visto obligada a renunciar pero cuya dulzura persiste.

            Lali caminaba despacio por los pasillos del hospital. Las suelas de goma de sus manoletillas cliqueteaban en el suelo verde pálido. Iba dándole vueltas a la información que el médico acababa de darle: sobre la dolencia cerebrovascular, la apoplejía, la posibilidad de que Elena tuviera «demencia mixta», una combinación de demencia vascular y Alzheimer; era demasiado pronto para decirlo.

            Al margen de las incógnitas y los problemas, una cosa estaba clara: Elena había dejado de ser autónoma. Pronto no podría vivir en la comunidad geriátrica. Iba a necesitar todos los cuidados y toda la supervisión posibles. Fisioterapia para el brazo y la pierna izquierdos a diario. Medios de seguridad para su entorno, como asideros en la ducha y una taza de váter con barras laterales. Su estado iría deteriorándose progresivamente, así que sus necesidades irían también en aumento.

            Lali estaba abrumada. No había ningún familiar al que acudir: su padre había renunciado a tener nada que ver con su vida hacía mucho. La familia Espósito era numerosa pero sus lazos prácticamente inexistentes. «Solitarios como mofetas», había bromeado en una ocasión Mery acerca de sus insociables parientes. Y era verdad, los Espósito tenían una veta de implacable introversión que había impedido siempre que la familia estuviera unida.

            Sin embargo, nada de aquello importaba. Elena se había ocupado de Lali cuando nadie más, incluido su propio padre, quiso hacerlo. Ni se le pasaba por la cabeza no cuidar de ella ahora.

            La habitación del hospital estaba silenciosa. Se oían apenas los apagados pitidos del monitor cardíaco y el murmullo distante de la voz de una enfermera al otro extremo del pasillo. Con cuidado, Lali se acercó a la ventana y abrió un poquito la persiana para dejar entrar la suave luz grisácea.

            De pie, junto a la cama, Lali contempló el aspecto cerúleo de Elena, la fragilidad como de pétalos de sus párpados cerrados, el tono plateado de su pelo. Le habría gustado cepillárselo y recogérselo con horquillas.

            Elena parpadeó y abrió los ojos. En cuanto vio a Lali, sus labios resecos se abrieron en una sonrisa.

            A Lali se le hizo un nudo en la garganta mientras se inclinaba a besar a su abuela.

            —Hola, Upsie. —Elena solía oler a L’Heure Bleue, el perfume floral que había usado durante décadas. En aquel momento olía a antiséptico y medicinas.

            Sentada al borde de la cama, Lali pasó la mano entre los hierros de la barandilla de seguridad para tomar la de Elena. Sus dedos estaban fríos e inertes. Cuando vio la mueca de dolor de su abuela, se la soltó de golpe, recordando demasiado tarde que eran el brazo y la pierna derecha los afectados por el ataque.

            —Lo siento. ¿Te duele?

            —Sí. —Elena cruzó el brazo derecho por encima del pecho y Lali se inclinó para agarrarle la mano, con cuidado, evitando moverle la aguja del gotero. Los ojos azules de Elena la miraban con cansancio pero con calidez.

            —¿Has hablado con los médicos?

            Lali asintió.

            —Dicen que estoy perdiendo la chaveta —le dijo Elena, que nunca se andaba con rodeos. Lali la miró con escepticismo.

            —Estoy segura de que no te han dicho eso.

            —Pero lo piensan. —Le apretó la mano—. He tenido una vida larga —dijo al cabo de un momento—. No me importa morirme. Pero no quería que fuera así.

            —¿Cómo, entonces?

            Su abuela sopesó la respuesta.

            —Me hubiera gustado morirme estando dormida, soñando.

            Lali apretó la palma de su mano contra el frío dorso de la de su abuela, sobre las venas que se entrecruzaban como un encaje.

            —¿Qué clase de sueño?

            —Tal vez... Bailando en brazos de un hombre apuesto... al compás de mi canción favorita.

            —¿De qué hombre? ¿El abuelo Gus? —El único marido de Elena había muerto de cáncer de pulmón años antes del nacimiento de Lali.

            Un destello del humor de Elena hizo su aparición.

            —Ni el hombre ni la canción no son de tu incumbencia.


            Lali fue desde el hospital al despacho de Colette Lin, la asistenta social para la tercera edad de Elena. Colette fue amable pero práctica y le dio un montón de folletos, formularios y libros para ayudarla a entender la situación a la que se enfrentaba Elena.

         —La demencia vascular no es tan predecible como el Alzheimer —le dijo—. Puede presentarse repentinamente o de forma gradual, y afecta aleatoriamente a distintas partes del cuerpo. Además, siempre cabe la posibilidad de que tenga un ataque masivo sin previo aviso. —Hizo una pausa antes de añadir—: Si Elena padece demencia mixta, como sospechan los médicos, serás testigo de ciclos de comportamiento repetidos. Olvidará cosas sucedidas recientemente pero se acordará de otras de hace años, porque están localizadas más profundamente en el cerebro y más protegidas.

            —¿Cuáles son sus necesidades más inminentes? —le preguntó Lali—. ¿Cómo estaría mejor?

            —Va a necesitar un entorno estable y saludable. Una buena alimentación, ejercicio, descanso, unas pautas de medicación fijas. Por desgracia, no podrá volver a su apartamento, donde no carecería de los cuidados que requiere ahora mismo.

            Lali tenía un caos mental.

            —Tendré que hacer algo con los muebles... con todas sus cosas...

            Elena lo guardaba todo. Habría que embalar una vida entera de recuerdos y guardar las cajas en alguna parte. Antigüedades, platos, una montaña de libros, ropa de todas las décadas desde la presidencia de Truman.

            —Puedo recomendarle una buena empresa de mudanzas —le dijo Colette—, y un guardamuebles de la zona.

            —Gracias. —Lali se recogió el pelo detrás de las orejas. Tenía la boca seca y tomó un sorbo de agua de un vaso de plástico. Tenía que tomar demasiadas decisiones en muy poco tiempo. Su vida iba a cambiar tan drásticamente como la de Elena.

            —¿Cuánto tiempo queda antes de que mi abuela tenga que dejar el hospital?

            —Es un suponer... pero unas tres semanas, cuatro a lo sumo. Su seguro complementario cubrirá una semana en rehabilitación intensiva, luego tendrá que pasar a un centro de cuidados expertos. Por lo común Medicare lo cubre durante una breve temporada. Si quiere que continúe allí más tiempo, tendrá usted que asumir los costes de alguien que la ayude a bañarse y vestirse y que le dé de comer. A partir de ese momento será caro.

            —Si me llevo a la abuela a vivir conmigo, ¿me cubrirá el seguro lo que cuesta que alguien venga a casa todos los días para ayudarme a cuidarla?

            —Si es solo para vigilarla, tendrá que pagarlo usted. Más temprano o más tarde... —Colette le tendió otro folleto—, su abuela tendrá qué ingresar en una residencia donde la supervisen constantemente y atiendan sus necesidades diarias. Le recomiendo esta. Es un lugar muy bonito, con una sala común, música de piano e incluso sirven el té por las tardes.

            —Una residencia —repitió Lali con un hilo de voz, mirando el folleto, cuyas fotos estaban teñidas de cálidos tonos rosa y ámbar—. No creo que pueda dejar a Elena en un sitio así. Estoy segura de que querrá tenerme cerca y, como vivo en Friday Harbor, solo podría visitarla de cuando en...

        —Lali... —la interrumpió Colette, con dulzura en sus ojos oscuros—, para entonces seguramente ya no te recordará. 

Continuará... 

+10 :o

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