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lunes, 25 de mayo de 2015

Cap / 33



            Elena iba adormilada y satisfecha en el camino de vuelta a Dream Lake, por no mencionar lo aliviada que estaba de que Lali no estuviera disgustada por el comportamiento de su padre.

            —¡Claro que no lo estoy! —le había dicho Lali con una leve carcajada—. Sé cómo es. Estoy contenta de que haya traído a Phyllis, sin embargo, porque me gusta.

            —A mí también —había dicho Elena y, tras una breve reflexión, había añadido—: Algo de bueno tendrá cuando es capaz de atraer a una mujer como ella.

            —A lo mejor cuando nosotras no estamos es diferente —dijo Lali—. Quizá cuando está en Arizona es más positivo.

            —Espero —dijo Elena sin demasiado convencimiento.

            Peter guardaba silencio, ocupado con una feroz lucha interior. Sabía que le convenía dejar a Lali y a Elena en la casa del lago y marcharse enseguida. Pensaba incluso que tenía posibilidad de hacerlo. Setenta a treinta a favor de irse.

            Tal vez sesenta-cuarenta.

            Peter deseaba tanto a Lali que no quedaba espacio para nada más. Se derretía por dentro, pero, en los últimos minutos, su corazón se había aquietado y se había vuelto frío como el hielo. La diferencia de temperatura, la tensión entre el fuego y el hielo, amenazaba con quebrarle el pecho.

            El fantasma, que iba en el asiento trasero, junto a Elena, no decía nada. No cabía duda de que había percibido la agitación de Peter. Había comprendido que algo no iba bien.

            —Peter entrará a tomar un café —le dijo Lali a Elena cuando se apearon del coche.

            —¡Oh, qué amable! —Elena se colgó del brazo de su nieta mientras iban hacia la puerta de la casa.

            —¿A ti te apetece un poco también, Upsie?

            —¿A estas horas? No, no. Ha sido un día maravilloso, pero estoy cansada. —Echó un vistazo por encima del hombro—. Gracias por traernos en coche, Peter.

            —Encantado.

            Entraron.

            —No tardo nada. Hay limonada en la nevera —le susurró Lali a Peter.

            Entró en la habitación de Elena y cerró la puerta.

            Limonada. Peter sospechaba que sabría como el agua de un florero. Pero le ardía el cuerpo y tenía la piel y la boca resecas. Fue a la nevera, sacó la jarra de limonada y se sirvió un vaso.

            Era ácida, suave y estaba maravillosamente fría. Tomó un buen trago, sentado en uno de los taburetes de la isla de la cocina. No se veía al fantasma por ninguna parte.

            Sentía un batiburrillo inextricable de emociones y se esforzó por separarlas en elementos identificables: deseo, lo primero y más importante; enojo; quizás una pizca de miedo, pero tan mezclado con el enojo que no estaba seguro; pero lo peor de todo era esa terrible ternura punzante que en la vida había sentido por nadie.

            Las mujeres con las que había estado en el pasado, incluida Darcy, tenían experiencia, estaban seguras de sí mismas, eran unas veteranas. Con Lali iba a ser diferente. Los términos familiares para referirse al sexo, como «hacer un polvo», «un clavo» o «follar» no eran aplicables. Ella esperaría que fuera tierno, caballeroso. ¡Dios! Tenía que encontrar la manera de fingir eso.

            La puerta del dormitorio se abrió y se cerró con suavidad. Lali se había quitado los zapatos de tacón. Se le acercó con aquel condenado vestido negro, cuya tela fruncida se le pegaba a cada curva generosa. Peter siguió sentado en el taburete. Una sensación de tensión lo invadió, el deseo amenazaba con aniquilarlo... y a ella con él.

            —Ya se ha dormido —susurró Lali, poniéndose frente a él. Su sonrisa era temblorosa. Peter se acercó para tocarle la garganta, pálida como la luz de la luna. Bajó los dedos con suavidad hacia su clavícula. La ligera caricia la hizo estremecer.

            Tiró de ella, acercándola, poniéndosela entre los muslos separados y le bajó una manga del vestido unos centímetros. Apoyó los labios en su cuello y le besó la piel suave; bajó hasta el músculo firme de su hombro y se lo mordisqueó cariñosamente. Ella gimió. Peter notó cómo se encendía y el rubor le cubría la piel. Por un momento tuvo bastante con tenerla sujeta de aquel modo, saboreando la silueta femenina atrapada entre sus muslos y el velo del pelo de ella contra su cara y su cuello.

            —Sabes que esto es un error —dijo ásperamente, alzando la cabeza.

            —No me importa.

            Él hundió la mano en su pelo y la besó, abriéndole la boca con la suya, buscando agresivamente su lengua y acariciándola luego más suave y profundamente. Ella se envaró apoyada en él, ahogando un gemido, tanteándole los hombros.

            Peter jamás había experimentado una necesidad tan intensa, tanto que en diez vidas no habría podido satisfacerla. Quería extenderla como un festín, besarla y saborear cada parte de su cuerpo. Encontró la cremallera oculta de la espalda del vestido, que bajó con un siseo metálico. Metió la mano por la abertura y la abrió sobre la calidez satinada de sus riñones. El placer de tocarla lo saturó. Le pasó los labios por el cuello y susurró su nombre, frotando las sílabas contra su piel con los labios y la lengua...

            Oyó detrás de él un maullido discordante que lo sobresaltó. Cuando se volvió, vio al gran gato mirándolo fijamente con ojos torvos.

            Lali se apartó de Peter con los ojos muy abiertos. Vio al gato y se rio entre dientes.

            —Lo siento. Pobre Byron —se inclinó sobre el persa.

            —¿Pobre Byron? —preguntó Peter, incrédulo.

            —Es inseguro —le explicó ella—. Creo que necesita consuelo.

            Peter miró al gato achicando los ojos.

            —A mí me parece que lo que necesita es que lo echen de una patada. —Se distrajo al ver que Lali se sostenía la parte delantera del vestido con una mano.

            —Vamos a la habitación —le dijo ella—. Dentro de nada se habrá calmado.

            Peter siguió a Lali, se dio la vuelta y le cerró la puerta en las narices al gato. Tras un breve silencio, oyeron un maullido ahogado acompañado de ruido de arañazos.

            Lali miró a Peter, disculpándose.

            —Se estará callado si dejamos la puerta abierta.

            Que un gato lo mirara mientras hacía el amor... de eso nada.

            —Lali, ¿sabes lo que significa ser un «plasta»?

            —No.

            —Pues tu gato lo es.
            —Le daré un poco de hierba gatera —dijo Lali en un arrebato de inspiración. Abrió la puerta y se paró en el umbral para decirle—: No cambies de opinión mientras no esté.

            —No cambiaré de opinión —repuso Peter misteriosamente—. Ya he perdido la cabeza.

            Lali echó una cucharada llena de hierba gatera seca en una bolsa de papel de tienda de comestibles y la dejó tumbada en el suelo de la cocina. Byron ronroneó y se arqueó bajo su mano, complacido de tener toda su atención.

            —Sé un buen chico y quédate aquí, ¿vale? —le susurró ella.

            El gato olisqueó la bolsa y se metió dentro. El papel crujió y se combó mientras Byron giraba lentamente en su interior.


            Lali volvió al dormitorio y cerró la puerta.

Continuará...

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