El fantasma había intentado en numerosas ocasiones abandonar la casa,
pero le resultaba imposible. Cada vez que se acercaba a la puerta principal o
se asomaba a una ventana, desaparecía; todo cuanto era se desvanecía como la
neblina en el aire. Lo inquietaba no ser algún día capaz de adquirir forma
nuevamente. Se preguntaba si estar allí atrapado era el castigo por un pasado
que no recordaba... y, en tal caso, ¿cuánto iba a durar?
La casa, de estilo victoriano, se encontraba
al final de Rainshadow Road, la pintura de los listones había sufrido el efecto
de las inclemencias del aire marino y su interior estaba en un estado
lamentable tras una sucesión de inquilinos descuidados. Habían forrado los
suelos originales de parqué con una moqueta de mala calidad y dividido las
habitaciones con tabiques de aglomerado recubiertos por una docena de capas de
pintura barata.
El
fantasma había observado aves marinas por las ventanas: correlimos,
pitiamarillos, chorlitos cenicientos y zarapitos trinadores que se lanzaban en
picado sobre la abundante comida de las marismas en los amaneceres pajizos. Por
la noche miraba fijamente las estrellas y los cometas y la luna entre las
nubes, y algunas veces veía la aurora boreal danzando en el horizonte.
No estaba seguro de cuánto tiempo llevaba en
la casa. Sin latidos del corazón para contar los segundos, el tiempo era intemporal.
Se había encontrado allí un día, sin nombre, sin cuerpo, y sin saber quién era.
No sabía cómo había muerto, ni dónde, ni por qué. Sin embargo, unos cuantos
recuerdos pugnaban por materializarse al borde de su conciencia. Estaba seguro
de que había vivido en el archipiélago de San Juan durante un tiempo. Suponía
que había sido barquero o pescador. Cuando contemplaba la bahía recordaba cosas
sobre el agua que había más allá de la orilla: los canales entre las islas de
San Juan, los angostos estrechos de Vancouver. Conocía la silueta sinuosa del
estrecho de Puget, el modo en que por sus ensenadas en forma de diente de
dragón se llegaba a Olympia.
También sabía muchas canciones y rimas y
poemas. Cuando el silencio le resultaba demasiado insoportable, cantaba para sí
mientras recorría las habitaciones vacías: «Every
time it rains, it rains pennies from heaven...» o «I like bananas, because
they have no bones...» y «We’ll meet again, don’t know where, don’t
know when, but I know we’ll meet again, some sunny day...»
Ansiaba comunicarse con cualquier criatura.
Pasaba desapercibido incluso a los insectos que se escabullían por el suelo.
Estaba sediento por conocer lo que fuera de quien fuese, desesperado por
recordar a alguien a quien hubiera conocido. Pero no tendría acceso a aquellos
recuerdos hasta el misterioso día en que le fuera revelado su destino por fin.
Una mañana, llegó gente a ver la casa.
Electrizado, el fantasma vio acercarse un
coche. Las ruedas aplastaban los hierbajos del camino sin asfaltar. El vehículo
se detuvo y se apearon de él dos personas, un joven moreno y una mujer de más
edad, con vaqueros, zapatos planos y una chaqueta rosa.
—Todavía no me creo que me lo haya dejado a
mí —decía—. Mi primo la compró en los años setenta. Su intención era arreglarla
y venderla, pero nunca llegó a hacerlo. El valor de esto se limita al terreno.
Tendrás que derribar la casa, de eso no cabe duda.
—¿Has
calculado lo que cuesta?
—¿Lo
que vale el terreno?
—No. Lo que costaría
restaurar la casa.
—¡Dios
mío, no! La estructura está dañada. Habría que reconstruirla por entero.
El
joven miraba el edificio fascinado.
—Me
gustaría echar un vistazo al interior.
La
mujer frunció el ceño y la frente se le arrugó mucho.
—¡Por
favor, Gastón! No es seguro entrar, créeme.
—Tendré
cuidado.
—No
quiero asumir la responsabilidad si te lastimas. ¿Y si se hunde el suelo o se
te cae una viga encima? Eso por no hablar de los bichos que...
—No
me ocurrirá nada —le dijo zalamero—. Cinco minutos. Solo quiero echar un
vistazo.
—Está
claro que no debería permitírtelo.
Gastón
le dedicó una sonrisa encantadora.
—Pero
lo harás. Porque eres incapaz de negarme nada.
La
mujer intentaba parecer severa, pero se le escapó una sonrisa.
«Así
era yo», pensó el fantasma, sorprendido. Lo asaltaron fugaces recuerdos de
antiguos flirteos y veladas en porches delanteros. Sabía cómo engatusar a las
mujeres, ya fueran jóvenes o mayores, cómo hacerlas reír. Había besado
muchachas de aliento dulce, con maquillaje perfumado en el cuello y los
hombros.
El
hombretón subió al porche y abrió la puerta dándole un empujón con el hombro
porque estaba atascada. En cuanto entró en el vestíbulo se volvió cauteloso,
como si esperara que se le echara algo encima. A cada paso, la capa de polvo
del suelo se levantaba en volutas cenicientas que lo hacían estornudar.
Un
sonido humano. El fantasma había olvidado lo que era estornudar.
Gastón
recorrió con la mirada las paredes destartaladas. Incluso en aquella penumbra
se veía que tenía los ojos azules, con patas de gallo en las comisuras. No era
guapo, aunque sí fuerte y de facciones suaves que le daban un aspecto
agradable. Tomaba mucho el sol, porque estaba bronceado. Mirándolo, el fantasma
casi recordó la sensación del sol, el ligero calor sobre la piel.
La
mujer, que se había acercado con cautela a la puerta principal, asomó la cabeza
dentro. El pelo le rodeaba la cabeza como un nimbo plateado. Se agarró a una
jamba como si fuera la barra de sostén de un vagón de metro traqueteante.
—Aquí
dentro está muy oscuro. No creo que...
—Me
harán falta más de cinco minutos —dijo Gastón, escogiendo una diminuta linterna
de su llavero y encendiéndola—. A lo mejor te apetece ir a tomar un café y
volver dentro de, digamos... ¿media hora?
—¿Y
dejarte aquí solo?
—No
voy a hacer ningún desastre.
La
mujer bufó.
—No
es la casa lo que me preocupa, Gastón.
—Llevo
el móvil. —Se dio unos golpecitos en el bolsillo trasero—. Te llamaré si surge
algún problema. —Las patas de gallo se le marcaron más—. Podrás venir a
rescatarme.
Ella
suspiró con dramatismo.
—¿Qué
esperas encontrar exactamente en esta ruina?
Él
ya no la miraba, sino que contemplaba con atención todo cuanto lo rodeaba.
—Un
hogar, tal vez.
—Esto
lo fue en otra época. Pero no veo cómo podría volver a serlo.
El
fantasma sintió alivio cuando la mujer se marchó.
Describiendo
despacio arcos con el haz de la linterna, Gastón se puso a explorar
concienzudamente, mientras el fantasma iba siguiéndolo de habitación en
habitación. El polvo cubría la repisa de la chimenea y los muebles rotos como
un velo de gasa.
Gastón
vio un pedazo rasgado de la moqueta; se puso en cuclillas, tiró del borde y
enfocó la luz hacia el parqué de debajo.
—¿Caoba?
—murmuró, examinando la superficie oscura y pegajosa—. ¿Roble?
«Nogal»,
pensó el fantasma, mirando por encima del hombro de Gastón. Otra revelación:
sabía instalar parqué. Sabía lijar y pasar el cepillo y clavarlo con tachuelas;
sabía aplicar tinte con una muñequilla de lana.
Entraron
en la cocina, con su espacio para empotrar una cocina de hierro y unas cuantas
hileras de azulejos rotos que todavía quedaban en las paredes. Gastón dirigió
el haz de luz hacia el techo alto y los armarios torcidos. Enfocó un nido de
pájaro abandonado y bajó la vista hacia las salpicaduras de excremento que
había debajo.
—Debo
de estar loco —murmuró, sacudiendo la cabeza.
Salió
de la cocina y se acercó al pie de la escalera, donde se detuvo a pasar el
pulgar por la barandilla. Dejó una marca en la suciedad. Debajo había madera
brillante. Apoyando con cautela los pies en los escalones para evitar posibles
agujeros o zonas podridas, subió al piso de arriba. De vez en cuando hacía una
mueca y resoplaba como si percibiera un olor repugnante.
—Tiene
razón —dijo, cuando llegó arriba—. Esto habrá que demolerlo.
La
angustia de la preocupación sacudió al fantasma. ¿Qué sería de él si alguien
derribaba la casa? Podría ser su fin. No concebía haberse visto atrapado allí,
solo, únicamente para terminar apagándose sin motivo aparente. Dio una vuelta
alrededor de Gastón, estudiándolo, deseoso de comunicarse con él pero temeroso
de que si lo hacía saliera chillando de la casa.
Gastón
lo atravesó y se detuvo frente a la ventana que daba al camino delantero. La
mugre cubría el cristal, convirtiendo la luz del sol en un resplandor apagado.
Soltó un suspiro.
—Llevas
mucho tiempo esperando, ¿verdad? —preguntó en voz baja.
La
pregunta sobresaltó al fantasma. Pero cuando Gastón siguió hablando se dio
cuenta de que conversaba con la casa.
—Apuesto
a que hace un siglo eras digna de ver. Sería una pena no darte una oportunidad.
Pero, ¡caray!, me vas a costar un riñón, y poner en marcha el viñedo va a
dejarme casi sin un céntimo. ¡Maldita sea! No sé...
Mientras
el fantasma acompañaba a Gastón en su recorrido por el resto de la casa, notaba
cómo el apego de este por la casa ruinosa iba en aumento, cómo crecía su deseo
de devolverla a la plenitud de su belleza. Solo un idealista o un loco, comentó
en voz alta Gastón, se embarcaría en un proyecto de aquella envergadura. Y el
fantasma tuvo que darle la razón.
Al
final Gastón oyó el claxon del coche y salió. El fantasma intentó acompañarlo,
pero percibió la misma sensación de vértigo y estremecimiento, de
desintegración, que experimentaba cada vez que intentaba marcharse. Miró por
una ventana rota cómo Gastón abría la puerta del coche.
Gastón
se detuvo a echar un último vistazo a la casa hundida en la pradera, a su silueta
destartalada suavizada por franjas de juncos marinos y apretada hierba salada,
y las erizadas marañas de totora. Al azul sereno de la bahía False en
lontananza, al resplandor de las marismas que empezaban al borde del fecundo
légamo marrón.
El
joven asintió brevemente, como si hubiera tomado una determinación.
Y
el fantasma hizo un nuevo descubrimiento: era capaz de sentir esperanza.
Antes
de hacer una oferta por la propiedad, Gastón trajo a alguien para echarle un
vistazo: un hombre aparentemente de su misma edad, unos treinta años. Quizás un
poco más joven. Tenía una mirada fría, de un cinismo que no habría bastado una
vida entera para forjar.
Eran
seguramente hermanos, porque tenían el mismo semblante, la misma boca grande y
la misma complexión. Pero mientras que los ojos de Gastón eran de un azul
tropical, los de su hermano eran de color verde y este carecía de expresión, a
excepción del rictus amargo de la boca enmarcada por profundos surcos. El
aspecto agradable de Gastón contrastaba con la arrebatadora belleza de las
facciones afiladas y perfectas del otro. Era un hombre aficionado a ir bien
vestido y a la buena vida, dispuesto a pagar por un corte de pelo caro y un par
de zapatos a medida.
Lo
único que no encajaba en la pinta impecable de aquel hombre eran sus manos,
encallecidas y hábiles. El fantasma había visto antes manos como aquellas...
¿las suyas? Miró su invisible figura, deseando tener forma, una voz. ¿Por qué
estaba allí con aquellos dos hombres, capaz de observar pero no de hablar ni de
interactuar con ellos? ¿Qué se suponía que tenía que aprender?
El
fantasma tardó menos de diez minutos en darse cuenta de que Peter, como lo
llamaba Gastón, lo sabía todo acerca de construir casas. Empezó por dar la
vuelta a la casa, buscando grietas en el sustrato, agujeros, estudiando las
vigas podridas del porche frontal. Una vez dentro, Peter fue precisamente a los
puntos que el fantasma le habría enseñado para demostrarle el estado de la
casa: allí donde el suelo estaba desnivelado, las puertas que cerraban mal, el
moho de las filtraciones de los escapes de las cañerías.
—Según
el inspector, los daños estructurales tienen solución —comentó Gastón.
—¿Qué
inspector era ese? —Peter se agachó para examinar la campana rota de la chimenea,
y las fracturas en el tubo que había quedado al descubierto.
—Ben
Rawley. —Gastón se había puesto a la defensiva viendo la cara que ponía Peter—.
Sí, ya sé que es un poco viejo...
—Es
un fósil.
—Pero
sabe de esto. Y me hizo el trabajo gratis, como un favor.
—Yo
no le haría caso. Necesitas que venga un ingeniero para hacer una valoración
realista. —Peter tenía una forma característica de hablar, pronunciando las
sílabas de un modo mesurado y sin inflexiones, como una cinta grabada, con un
deje de aspereza—. Lo único positivo de todo esto es que, con una casa en
estado precario, la propiedad vale «menos» que si en el terreno no hubiera nada
construido. Así que puedes conseguir una rebaja en el precio, teniendo en
cuenta los gastos de la demolición y el desescombro.
El
fantasma estaba fuera de sí. La destrucción de la casa podía ser su fin. Se
vería relegado al olvido.
—No
la voy a derribar —dijo Gastón—. Voy a salvarla.
—Buena
suerte.
—Ya.
—Gastón se pasó los dedos por el pelo, desgreñándose los mechones cortos y
oscuros. Suspiró profundamente—. El terreno es perfecto para el viñedo. Sé que
debería conformarme con eso y darme por satisfecho. Pero esta casa... tiene
algo que yo... —sacudió la cabeza. Parecía perplejo y preocupado y decidido al
mismo tiempo.
Tanto
el fantasma como Gastón esperaban que Peter se burlara, pero en lugar de
hacerlo deambuló por el saloncito y acabó por acercarse a una ventana cegada
con tablones. Tiró de una vieja plancha de contrachapado que cedió con facilidad,
con apenas un crujido de protesta. La luz entró en la habitación junto con una
bocanada de aire puro; el polvo se levantó en remolinos hasta las rodillas y
las motas brillaron al sol.
—A
mí también me atraen las causas perdidas. —En la voz de Peter había un tinte
irónico—. No digamos las casas Victorianas.
—¿En
serio?
—Claro.
Caras de mantener, la eficiencia energética es nula, los materiales son
tóxicos... ¿no es fantástico?
Gastón
sonreía.
—Así
que, en mi lugar, ¿tú qué harías?
—Correr
como el viento en dirección contraria. Pero puesto que evidentemente vas a
comprarla... no pierdas el tiempo pidiendo un préstamo bancario. Tendrás que
recurrir a un prestamista y te comerán los intereses.
—¿Conoces
a alguno?
—Puede
que sí. Antes de que empecemos a hablar de esto, me parece a mí, tienes que
afrontar la realidad. Te harán falta 250.000 dólares para la reforma, como
mínimo. Y no cuentes conmigo para conseguir materiales ni mano de obra gratis.
Sigo adelante con lo de Dream Lake, así que no tendré tiempo ni para ir al
baño.
—Créeme,
Peter. Nunca cuento contigo para nada —le respondió con sequedad Gastón—. Eso
ya lo tengo más que aprendido.
La tensión era
palpable, una mezcla de afecto y hostilidad que solo podía provenir de una
historia familiar turbulenta. El fantasma estaba dominado por una sensación
extraña, un frío cortante que le habría hecho tiritar de haber tenido un
cuerpo. Peter Lanzani irradiaba una desesperación tan profunda que, ni siquiera
el fantasma, en su funesta soledad, había sentido jamás.
El
fantasma se alejó instintivamente, sin lograr por ello huir de aquella
sensación.
—¿Es
así como te sientes? —le preguntó, compadeciéndose de aquel hombre. Se
sobresaltó al ver que Peter echaba un breve vistazo hacia atrás por encima del
hombro—. ¿Puedes oírme? —prosiguió, esperanzado, dando una vuelta a su
alrededor—. ¿Oyes mi voz?
Peter
no respondió, sino que se limitó a sacudir la cabeza como para despertar de una
ensoñación.
—Te
mandaré a un ingeniero —dijo por fin—. Sin coste alguno. Ya vas a gastar más
que suficiente en este sitio. Me parece que no sabes en lo que te estás
metiendo.
Continuará...
+10 ;)
Massssss :)
ResponderEliminar+++++++++++++
ResponderEliminarme encanta la nueva nove mas :)
ResponderEliminarMe gustó el primer cap!
ResponderEliminarSubí más :)
ResponderEliminarMas porfa :)
ResponderEliminarSe ve interesante, q raro q el fantasma no pueda salir, algo debe de haberle pasado dentro de esa casa
ResponderEliminarsubi otroooooooooo
ResponderEliminar++++++++
ResponderEliminarMe encanta!!!!
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