Peter se sintió aliviado cuando empezó el trabajo físico de la reforma.
Empezó derribando el tabique de la cocina. Él y dos hombres de su equipo, Gavin
e Isaac, prepararon la zona con plásticos y quitaron los aparatos y las tomas
de corriente. Tanto Gavin, carpintero de oficio, como Isaac, que estaba en
trámites de obtener la certificación LEED para trabajos de construcción
ecológicos, se tomaban en serio su trabajo. Peter podía confiar en que terminarían
a tiempo y lo harían todo del modo más seguro y eficiente. Con gafas
protectoras y mascarillas para no respirar el polvo, los tres desmantelaron el
tabique con palancas. Arrancaron pedazos de yeso, echando mano de vez en cuando
a la sierra de vaivén para cortar los clavos rebeldes.
El
duro trabajo físico le sentó bien a Peter, porque lo ayudó a gastar parte de la
frustración acumulada durante los días pasados con Lali. Aquella mujer tenía
cosas que lo sacaban de quicio. Por la mañana temprano estaba excesivamente
llena de vida y siempre quería alimentarlo. Leía libros de cocina como si
fueran novelas y repetía menús de restaurantes con asombroso detalle, como si
esperara que él encontrara el tema tan fascinante como ella. Peter nunca había
sido aficionado a la gente que lo ve todo por el lado bueno, y Lali había hecho
de aquello un arte.
Se
olvidaba de cerrar las puertas. Confiaba en los comerciantes. Iniciaba una
conversación con el vendedor de electrodomésticos diciéndole exactamente cuánto
iba a gastar.
Adondequiera
que iba con ella, ya fuera a la ferretería o a la empresa de pavimentos o a la
tienda de bocadillos para comprar un par de bebidas frías, los hombres la
repasaban con los ojos. Algunos intentaban hacerlo con discreción, pero otros
no se molestaban en ocultar su fascinación por la belleza de Lali, que los
dejaba con la boca abierta.
El hecho era que Lali era un bombón y, salvo
desfigurarse, no había nada que pudiera hacer para remediarlo. En la tienda de
bocadillos, cuatro o cinco tipos la habían mirado con lascivia hasta que Peter
se había puesto delante de ella y les había lanzado una mirada asesina.
Entonces se habían dado media vuelta. Había hecho lo mismo otras veces, en
otros lugares, manteniendo a los hombres a raya sin decir nada aunque no tenía
ningún derecho. Ella no le pertenecía pero, de todos modos, él la vigilaba.
Ahuyentar
a los moscones era un trabajo a tiempo completo. Hasta conocer a Lali, Peter se
había mofado de la idea de que la belleza pudiera ser para alguien un problema.
Sin embargo, tenía que ser difícil para cualquier mujer verse sometida a esa
implacable atención. Aquello explicaba la timidez innata de Lali: lo asombroso
era que se atreviera siquiera a salir de casa. Ahora que las reformas en la casa
de Dream Lake habían empezado, Peter no tendría que ver a Lali al menos durante
un mes, a no ser de pasada. Sería un alivio, se dijo. Se aclararía las ideas.
Recibiría
el primer pago al día siguiente. Mery le había ofrecido mandárselo por correo,
pero Peter le había pedido recogerlo en la posada por la mañana. Le hacía falta
llevarlo directamente al banco. Había puesto su propio dinero para los gastos
iniciales y, desde su divorcio, no tenía demasiada liquidez que digamos.
Tras
trabajar hasta tarde en la casa con Gavin e Isaac, Peter se marchó a casa.
Estaba tan cansado por el esfuerzo que no se molestó en comer alguna lata para
cenar. Ni siquiera cogió la botella. Se dio una ducha y se acostó.
Cuando
sonó la alarma del despertador a las seis y media de la mañana, Peter se sentía
fatal. A lo mejor había pillado algo. Tenía la boca reseca y la cabeza le dolía
terriblemente. El esfuerzo de sostener el cepillo de dientes era como levantar
pesas. Se dio una larga ducha y se puso unos vaqueros y una camiseta con una
camisa de franela encima, pero seguía teniendo frío y temblaba. Llenó un vaso
de plástico con agua del lavabo y bebió hasta que una oleada de náuseas lo
obligó a parar.
Sentado
al borde de la bañera, hizo un esfuerzo por tragarse el agua y se preguntó qué
le pasaba. Gradualmente fue dándose cuenta de que el fantasma estaba de pie en
la puerta del baño.
—No
invadas mi espacio personal —le recordó—. Sal de ahí.
El
fantasma no se movió.
—Anoche
no bebiste.
—¿Y?
—Pues
que tienes síndrome de abstinencia.
Peter
lo miró sin decir nada.
—Te
tiemblan las manos, ¿verdad? —prosiguió el fantasma—. Eso es por la
abstinencia.
—En
cuanto me haya tomado un café estaré bien.
—Deberías
tomar un trago. Los que beben tanto como tú es mejor que se desenganchen
despacio en vez de dejarlo de golpe.
Peter
se sentía ultrajado. El fantasma estaba exagerando. Bebía mucho, pero sabía lo
que podía tolerar. Solo los borrachos sufrían delírium trémens, como los sin
techo de los callejones o los bebedores empedernidos que se pasaban la noche
entera empinando el codo. O como su padre, que había muerto de un infarto
mientras hacía submarinismo en un complejo turístico de México. Tras toda una
vida abusando del alcohol, las arterias coronarias de Alan Lanzani estaban tan
obstruidas que, según los médicos, le habría hecho falta un quíntuple bypass para sobrevivir.
—No
necesito desengancharme de nada —dijo Peter.
Habría
sido más fácil de aceptar si el fantasma se hubiera estado burlando o
mostrándose superior o incluso disculpándose. Sin embargo, el modo en que lo
miraba, con una seriedad teñida de piedad, era demasiado ofensivo para ser
soportable.
—Deberías
tomarte un día de descanso —le dijo el espectro—, porque no vas a poder
trabajar mucho.
Peter
lo fulminó con la mirada y se levantó, tambaleándose. Por desgracia, el
movimiento fue demasiado para su sistema digestivo y se vio obligado a
inclinarse sobre el váter, sacudido por las arcadas.
Tardó
un buen rato en volver a incorporarse. Se enjuagó la boca y se echó agua fría
en la cara. Cuando se miró en el espejo vio una cara pálida, demacrada, con los
ojos hinchados. Retrocedió horrorizado, porque había visto a su padre con aquel
aspecto mil veces de niño.
Se
agarró a los bordes del lavabo y se obligó a levantar la cabeza y mirarse al
espejo una vez más.
No
era quien quería ser, pero en eso se había convertido.
De
haberle quedado lágrimas, habría sollozado.
—Peter
—oyó que le decía el fantasma desde la puerta con voz tranquilizadora—. A ti no
te amedrenta el trabajo. Estás acostumbrado a demoler cosas y a recontruirlas.
A
pesar de lo enfermo que se sentía, a Peter no se le escapó la metáfora.
—Las
casas no son como las personas.
—Todos
tenemos algo que necesita arreglo. —El fantasma hizo una pausa y luego añadió—:
En tu caso resulta que es tu hígado.
Peter
luchó por sacarse la camisa y la camiseta, empapadas de sudor.
—Por
favor —logró decir—. Si te queda algo de piedad... no hables.
El
fantasma le hizo el favor de marcharse.
Para
cuando Peter estuvo otra vez vestido, los temblores habían remitido, pero
seguía teniendo la húmeda sensación de calor y frío y los nervios tensos como
cuerdas. La dificultad para encontrar las botas de trabajo que quería, las
mismas que llevaba el día anterior, lo enfureció. En cuanto puso las manos
sobre ellas, lanzó una contra la pared con tanta fuerza que estropeó la pintura
y dejó una marca en el yeso.
—Peter.
—El fantasma reapareció—. Te estás comportando como un loco.
Lanzó
la otra bota, que atravesó la cintura del fantasma y dejó otra marca en la
pared.
—¿Ahora
te sientes mejor? —le preguntó el espectro.
Ignorándolo,
Peter recogió la botas y se las calzó con violencia. Intentó pensar a pesar del
martilleo de su cabeza. Tenía que recoger el cheque de Mery e ingresarlo en el
banco.
—No
vayas a Artist’s Point —oyó que le decía imperiosamente el fantasma—. No estás
en condiciones. No quieres que nadie te vea en este estado.
—Cuando
dices «nadie» te refieres a Lali.
—Sí.
Vas a disgustarla.
Peter
apretó los dientes.
—Me
importa un bledo. —Cogió las llaves del coche, la cartera y unas gafas negras
de sol, se subió a la furgoneta y la sacó del garaje. En cuanto se incorporó a
la calle, fue como si la luz le partiera el cráneo con la precisión de un
instrumento quirúrgico. Gimió y viró bruscamente, buscando un sitio para
detenerse en caso de tener que vomitar.
—Conduces
como si estuvieras en un videojuego —le dijo el fantasma.
—¿A
ti qué te importa? —le espetó Peter.
—Me
importa porque no quiero que mates a nadie, ni que te mates.
Cuando
llegaron a Artist’s Point, Peter había sudado otra camiseta y temblaba como si
tuviera fiebre.
—¡Por
el amor de Dios! —le dijo el fantasma—. No entres por la puerta principal. Vas
a asustar a los huéspedes.
Por
mucho que a Peter le hubiera gustado desafiarlo, el fantasma tenía razón.
Exhausto como estaba por el esfuerzo de conducir, rodeó el edificio y aparcó en
la parte posterior de la posada, junto a la puerta de la cocina, de la que
salía olor a comida. Aquel olor le dio náuseas. Las gafas se le escurrieron por
el sudor. Se las quitó de un manotazo y las arrojó a la gravilla, maldiciendo.
—Contrólate
—oyó que le decía el fantasma lacónicamente.
—Que
te jodan.
Una
puerta de rejilla cubría la entrada trasera de la cocina. A través de la malla,
Peter vio que Lali estaba sola en la cocina preparando el desayuno. Había ollas
hirviendo en los fogones y algo se estaba horneando. El olor de mantequilla y
queso casi hizo retroceder a Peter.
Dio
unos golpecitos en la jamba y Lali levantó los ojos de una tabla de cortar en
la que había un montón de fresas. Vestía una falda corta de color rosa y
sandalias planas, con un top blanco y el delantal atado a la cintura. Tenía las
piernas tonificadas, con los músculos de la pantorrilla desarrollados. Se había
recogido los rizos rubios en la coronilla y unos cuantos se le habían soltado y
le caían sobre las mejillas y el cuello.
—Buenos
días —le dijo sonriente—. Entra. ¿Cómo estás?
Peter
evitó mirarla a los ojos cuando entró en la cocina.
—He
estado mejor.
—Te
apetece un poco de...
—He
venido a recoger el cheque —la cortó él.
—Bien.
—Aunque no era desde luego la primera vez que había sido brusco con ella, Lali
lo interrogó con la mirada.
—El
primer pago —dijo Peter.
—Sí,
lo recuerdo. Mery es quien lleva el papeleo, así que ella te extenderá el
cheque. Yo no estoy segura de en qué cuenta hacértelo.
—Bien.
¿Dónde está?
—Acaba
de salir para hacer un recado. Volverá dentro de cinco o diez minutos. La cafetera
grande está rota, así que ha ido a recoger una cuantas garrafas de un bar de la
zona. —Sonó un cronómetro de cocina y Lali fue a sacar una fuente del horno—.
Si quieres esperarla, voy a servir un poco de café y puedes...
—No
quiero esperar. —Necesitaba el cheque. Necesitaba irse. El calor y la luz de la
cocina lo estaban matando, y tenía que apretar los dientes para que no le
castañetearan como una de esas calaveras de plástico de una tienda de bromas—.
Sabía que tenía que darme el cheque hoy. Le mandé un mensaje de texto.
Lali
puso la fuente de guiso sobre un par de salvamanteles. Había dejado de sonreír
y habló con más suavidad de lo usual cuando le respondió.
—No
creo que supiera que vendrías tan temprano.
—¿Cuándo
si no, demonios? Estaré todo el día trabajando en la casa. —La rabia lo invadió
en oleadas cada vez más intensas sin que pudiera evitarlo.
—¿Qué
te parece si te lo llevo después del desayuno? Iré en coche hasta la casa y...
—No
quiero interrupciones mientras trabajo.
—Mery
llegará de un momento a otro. —Lali sirvió café en una taza de porcelana
blanca—. No tienes... buen aspecto.
—He
dormido mal. —Peter se acercó a la encimera y tiró de un rollo de papel de
cocina. El papel se desenrolló sin control y él soltó unas cuantas ordinarieces
mientras caía en cascada.
—No
pasa nada. —Lali se le acercó enseguida—. Yo lo arreglaré. Ve a sentarte.
—No
quiero sentarme. —Cogió un pedazo de papel y se secó el sudor de la cara
mientras ella volvía a enrollar hábilmente el cilindro blanco. Aunque intentaba
mantener la boca cerrada, las palabras se le escaparon, cortantes como
cuchillas de afeitar; estaba furioso y nervioso, tenía ganas de arrojar algo,
de patear algo.
—¿Es
así como llevas un negocio? ¿Haces un trato y luego no lo cumples? Vamos a
tener que rehacer el calendario de pagos. Puede que mi tiempo no tenga
importancia para ti, pero yo debo contar con que las cosas se harán cuando se
supone que tienen que hacerse. Tengo que irme a trabajar. Mis muchachos
seguramente ya habrán llegado.
—Lo
siento. —Lali dejó una taza de café en la encimera, junto a él—. Tu tiempo es
importante para mí. La próxima vez me aseguraré de que tengas el cheque
preparado a primera hora de la mañana.
Peter
odiaba que le hablara de aquella manera, como si estuviera siguiéndole la
corriente a un lunático o tranquilizando a un perro furioso. En cualquier caso,
funcionó. La rabia se le pasó tan repentinamente que se mareó. Además, estaba
tan cansado que apenas podía mantenerse en pie. ¡Dios! Estaba verdaderamente
mal.
Continuará...
+10 :o
Otro
ResponderEliminarEl siguiente
ResponderEliminarMás
ResponderEliminar:)
ResponderEliminar++++
ResponderEliminarOtro
ResponderEliminarOtro
ResponderEliminarMe puse al día! Subí otro :)
ResponderEliminarEs un cabezota orgulloso.
ResponderEliminar