—Tienes buen aspecto —fue lo primero que Darcy dijo cuando Peter le
abrió la puerta. Parecía un tanto sorprendida, como si hubiera esperado
encontrarlo tumbado entre un montón de botellas vacías de jarabe para la tos y
cosas para drogarse.
—Tú
también —repuso Peter.
Darcy
vivía y se vestía como si fuera la protagonista de una revista de moda, lista
para que la fotografiaran desde todos los ángulos. Externamente era un modelo
de maquillaje y elegancia. Llevaba la blusa desabotonada un poco más de lo
necesario, el pelo planchado y marcado con manos hábiles. Si tenía algún
objetivo más profundo que conseguir dinero por cualquier medio, nunca se lo
había dicho. Peter no se lo reprochaba. Sabía perfectamente que volvería a
casarse pronto, con algún hombre rico y bien relacionado de quien al final
cosecharía un acuerdo de divorcio más que generoso. Peter tampoco se lo
reprochaba. Ella nunca había fingido ser lo que no era.
Darcy
le presentó a la decoradora e intercambiaron las cortesías de rigor. Era una
mujer muy maquillada de edad indefinida, con el pelo escalonado y tieso de
laca. Se llamaba Amanda. Darcy y la decoradora recorrieron la casa apenas
amueblada, haciéndole de vez en cuando preguntas a Peter que lo obligaron a
seguir su estela. Todo estaba escrupulosamente limpio, la pintura de las
paredes retocada, la iluminación y las cañerías en perfecto estado y el jardín
pulcro, con una capa nueva de mantillo.
Darcy
había dejado un bolso de viaje Vuitton en la entrada. Peter lo miró y frunció
el ceño, porque esperaba que ella no se quedara cuando se fuera la decoradora.
La perspectiva de tener que hablar con su ex le resultaba deprimente. Se habían
quedado sin nada que decirse incluso antes de divorciarse.
La
perspectiva de acostarse con ella era incluso más deprimente. Daba igual que su
cuerpo estuviera pidiéndole una alegría, daba igual que Darcy fuera atractiva y
estuviera dispuesta... Eso no iba a suceder, porque el problema de haber
probado algo nuevo e increíble es que no puedes volver a obtener el mismo
placer de lo que antes solía gustarte. No puedes borrar la conciencia de que en
alguna parte hay una experiencia mejor que la que estás teniendo. Sabes que te
estás comiendo un producto de bollería industrial después de haber probado un
esponjoso y tierno pastel casero recubierto de glaseado crujiente, abierto por
la mitad y untado con miel.
—Tienes
que decírselo a Darcy antes de que decida quedarse —le dijo el fantasma,
inclinándose hacia él.
—¿Decirle
qué?
—Que
no vas a acostarte con ella.
—¿Por
qué piensas que no lo haré?
El
fantasma tuvo el descaro de sonreír.
—Porque
estás mirando esa bolsa como si estuviera llena de cobras vivas. —Su sonrisa se
suavizó—. Y Darcy no encaja en el camino que has tomado.
El
fantasma había estado de un humor extraño los últimos días, preocupado,
impaciente y sintiendo casi siempre la alegría abrasadora de saber que vería a Elena
pronto. Ponía nervioso a Peter estar en el vórtice de esas emociones tan
intensas, porque ya tenía bastante con mantener las suyas a raya. Seguramente
lo que más echaba de menos de beber era cómo lo anestesiaba de esa agitación
emocional.
Peter
apreciaba que el fantasma hubiera hecho un esfuerzo para dejarle tanto espacio
como era posible, intentando no entrometerse. El comentario que acababa de
hacerle sobre Darcy era la única cosa con intención vagamente manipuladora que
le había dicho desde hacía días. No había dicho ni una palabra acerca del modo en
que había besado a Lali en la casa del lago. De hecho, había fingido no darse
cuenta. Por su parte, Peter había intentado con toda el alma olvidarlo.
Una
parte de su cerebro, sin embargo, se aferraba a aquel recuerdo como una
abrazadera y no lo soltaba. Los ojos grandes y relucientes de Lali mirándolo,
el modo provocativo en que se había puesto de puntillas y se había pegado a él.
Nunca nadie lo había abrumado tanto. Nunca lo había apabullado tanto la idea de
que podía haber hecho realmente feliz por un instante a una mujer. Se había
acoplado a él con tanta facilidad, permitiéndole hacer lo que quisiera...
Estaría así en la cama, abierta a todo. Confiando en él.
«Dios
mío.»
Si
eso llegaba a suceder, en poco tiempo la habría convertido en alguien completamente
diferente, en una persona cínica, furiosa, cauta. En alguien como Darcy. Eso
era lo que les pasaba a las mujeres que se liaban con él.
Tras
un par de horas de intercambiar ideas y mirar fotos y diseños en una tableta,
Amanda dijo que debía marcharse. No quería perder el último ferry de la tarde.
—Llevaré
a Amanda a Friday Harbor y cenamos algo —le dijo Darcy—. ¿Qué te parece comida
italiana?
—¿Te
quedas a pasar la noche? —le preguntó Peter, sin ocultar su desagrado.
—Ya
has visto mi bolsa —le dijo Darcy con sorna y un punto de enfado—. Supongo que
no tienes ningún inconveniente, teniendo en cuenta que esto es mi casa.
—Yo
la mantengo y pago las facturas hasta que se venda. No es un mal trato.
—Es
verdad. —Sonrió, con una mirada provocativa en los ojos—. A lo mejor luego
puedo darte una bonificación.
—No
hace falta.
Al
cabo de poco más de una hora, Darcy volvió con envases de pasta y ensalada.
Sirvieron la comida en platos y se sentaron a la mesa de la cocina, exactamente
como hacían cuando estaban casados. Como ninguno de los dos cocinaba, habían
vivido de platos congelados y comida para llevar o yendo a restaurantes.
—He
traído una botella de chianti —dijo Darcy, buscando en un cajón el sacacorchos.
—Para
mí no, gracias.
Ella
le lanzó una mirada de sorpresa por encima del hombro.
—Bromeas,
¿verdad?
El
fantasma, que estaba sentado en una de las encimeras, con las piernas colgando,
formuló una pregunta retórica:
—¿Desde
cuándo bromea él acerca de algo?
—Simplemente,
esta noche no me apetece —le dijo Peter a Darcy, mirando con dureza al
fantasma.
—Bien
—dijo este, bajándose de la encimera y alejándose con paso despreocupado—. Los
dejo solos, tortolitos.
Darcy
sacó dos copas de vino de la alacena, las llenó y las llevó a la mesa.
—Amanda
dice que tenemos que hacer que la casa tenga más calidez. Será fácil, porque ya
está bastante vacía y todo lo que hay es de un tono neutro. Traerá almohadones
de colores para el sofá, algunas Albizias,
centros de mesa y cosas así.
Peter
miraba la copa de chianti, el líquido rojo granate que relucía. Recordaba su
sabor, seco, como de violetas. Llevaba semanas sin beber. Un vaso de vino no
podía perjudicarle. La gente bebe vino con las comidas muchas veces.
Se
acercó la copa pero no la cogió, sino que pasó las yemas de los dedos por la
base circular. Luego la apartó un poco.
Arrastró
la mirada hacia la cara de Darcy y se concentró en lo que decía. Estaba
hablando acerca de su último ascenso. Era gerente de marketing de una gran
empresa de software y acababan de ponerla al frente del boletín interno de
noticias del grupo, que llegaba a miles de personas.
—Me
alegro por ti —le dijo Peter—. Me parece que lo harás estupendamente.
Ella
le sonrió.
—Parece
casi como si lo creyeras.
—Lo
creo. Siempre te he deseado el éxito.
—Eso
es nuevo para mí. —Tomó un buen trago de vino. Extendió una larga pierna y le
puso un pie en el muslo. Con delicadeza, le hundió los dedos en la
entrepierna—. ¿Has estado con alguien desde nuestro último encuentro? —le
preguntó.
Él
negó con la cabeza y le agarró el pie para que se estuviera quieta.
—Necesitas
liberar presión —le dijo Darcy.
—No.
Estoy bien.
Darcy
sonrió, incrédula.
—No
estarás rechazándome, ¿verdad?
Peter
se acercó otra vez la copa y cerró los dedos alrededor del brillante contenido.
Miró con desconfianza a su alrededor, pero el fantasma no estaba en la cocina.
Levantó la copa y tomó un sorbo. El aroma del vino le llenó la boca. Cerró un
instante los ojos. Fue un alivio. Se prometió que pronto se sentiría mejor.
Quería más. Quería bebérselo todo sin respirar.
—He
conocido a una mujer —dijo.
Darcy
achicó lo ojos.
—Te
interesa.
—Sí.
—Era la verdad, aunque en su vida se había quedado tan corto al definir algo;
claro que no tenía intención de corregirse.
—No
tiene por qué enterarse —le dijo Darcy.
—Yo
lo sabría.
Darcy
fue descaradamente burlona.
—¿Quieres
serle fiel a una mujer con la que ni siquiera te has acostado todavía?
Peter
le apartó el pie con cuidado. La miró. Realmente la miró por primera vez desde
hacía tiempo. Vio en ella un destello de algo... de soledad, de tristeza. Le
recordó la compasión que había sentido a su pesar por Lali cuando le había
contado lo que había sido que su marido la dejara.A Darcy también la había
dejado un marido. La había dejado él.
Peter
se preguntaba cómo le había sido tan fácil pronunciar unos votos que nunca
había tenido intención de cumplir. Ninguno de los dos había tenido intención de
cumplirlos y no parecía que a Darcy le hubiera importado más que a él. «Tendría
que habernos importado», pensó.
Haciendo
un esfuerzo, vació la copa en el fregadero y la dejó en el escurridor. La
fragancia perfumó el aire, una fragancia de taninos e inconsciencia.
—¿Por
qué haces eso? —oyó que le preguntaba Darcy.
—He
dejado la bebida.
Parecía
incrédula. Frunció el ceño.
—¡Por
el amor de Dios! ¡Una copa no le hace daño a nadie!
—No
me gusta cómo soy cuando bebo.
—A
mí no me gusta cómo eres cuando no lo haces.
Peter
sonrió sin ganas.
—¿Qué
pasa? —le preguntó Darcy—. ¿Por qué finges ser quien no eres? Te conozco como
nadie. He vivido contigo. ¿Quién es esa mujer con la que sales? ¿Es mormona o
cuáquera o algo así?
—Eso
da lo mismo.
—¡Menuda
estupidez! —exclamó Darcy, pero en la tensión de su voz, él notó cierto
desconcierto. Sintió más compasión por ella en aquel momento que en todo su
matrimonio. En una ocasión había leído u oído algo acerca de que nunca era
demasiado tarde para salvar una relación, pero no era cierto. A veces el daño es
irreparable. Hay una línea invisible, un momento en que es «demasiado tarde»
para un matrimonio. Cuando se ha cruzado esa línea, la relación nunca prospera.
—Lo
siento —le dijo, mirándola apurar su copa del mismo modo que él había querido
hacerlo un momento antes—. Hiciste un mal negocio casándote conmigo.
—Me
he quedado con la casa —le recordó.
—No
me refiero al divorcio. Me refiero al matrimonio. —Algo le advertía que no
bajara la guardia, pero Darcy se merecía la verdad—. Podría haber sido mejor
marido. Podría haberte preguntado cómo te había ido el día y prestado atención
a lo que me dijeras. Podría haber comprado un maldito perro y procurado que
esta casa pareciera un hogar en lugar de una suite del Westin. Siento haberte
hecho perder el tiempo. Te merecías mucho más de lo que te di.
Darcy
se levantó y se le acercó. Se había puesto colorada y, para su asombro, vio que
tenía los ojos cuajados de lágrimas. Le temblaba la barbilla. Cuando se le
acercó más, tuvo la desagradable idea de que iba a intentar abrazarlo, algo que
no deseaba lo más mínimo. Pero ella abrió la mano y el bofetón resonó en la
cocina. La mejilla se le quedó primero entumecida y luego le ardió.
—No
lo lamentas —le espetó Darcy—. Eres incapaz. —Antes de que pudiera decir nada,
Darcy continuó con vehemencia, casi susurrando—: No te atrevas a tenerme por la
pobre pequeña esposa maltratada, consumida de amor. ¿Crees que alguna vez he
esperado amor de ti? No era estúpida? Me casé contigo porque podías hacer
dinero y eras bueno en la cama. Ahora no puedes hacer lo primero ni eres lo
segundo. ¿Qué problema tienes, ya no se te levanta? No me mires como si fuera
una zorra. Si lo soy es por tu culpa. Cualquier mujer lo sería, después de
haber estado casada contigo. Agarró la botella de vino y la copa y salió en
tromba hacia el dormitorio de invitados. Toda la casa vibró con el portazo.
Masajeándose
la cara, Peter fue a apoyarse en la encimera, reflexionando sobre el
comportamiento de Darcy. Había esperado de ella cualquier reacción menos la que
había tenido.
El
fantasma se colocó a su lado. En sus ojos oscuros había un destello de lástima.
Peter
inspiró profundamente y soltó el aire despacio.
—¿Por
qué no has dicho nada?
—¿Cuando
has empezado a beber vino? No soy tu conciencia. Esa es tu lucha. No estaré
para siempre rondando a tu alrededor, ya lo sabes.
—Dios
mío, espero que tengas razón.
El
otro sonrió.
—Has
hecho lo correcto diciéndole todo eso.
—¿Te
parece que le ha sido de ayuda? —le preguntó Peter con escaso convencimiento.
—No
—aseguró el fantasma—, pero creo que te ha sido de ayuda a ti.
Continuará...
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